La aventura de colegiarse en el año del señor de 1837 La huella de la toga

Publicado el lunes, 16 septiembre 2019

José Manuel Pradas – La huella de la toga.

La verdad sea dicha es que nos cuentan lo que quieren y al final terminan sobrevaloradas ciertas cuestiones y otras en cambio, por los motivos más variados, son encerradas bajo siete llaves que diría el gran Joaquín Costa respecto a lo que habría que hacer con el sepulcro del Cid. En mi opinión, modesta y poco autorizada, una de las sobrevaloradas es la Constitución de Cádiz de 1812, al menos en cuanto a su vigencia e influencia real en el posterior constitucionalismo español. Estuvo en vigor poco más de dos años e incluso en ese periodo, gran parte del territorio nacional estaba ocupado por el invasor napoleónico. En el trienio liberal volvió a regir brevemente pero, repito, yo creo que su valor es más testimonial o cuasimitológico que efectivo. Salvando el Estatuto Real de 1834, la primera Constitución que tuvo una vigencia plena –aunque tampoco por mucho tiempo- fue la de 1837 que, además tiene la característica meritoria de ser fruto del consenso entre moderados y progresistas.

José Manuel Pradas Poveda

José Manuel Pradas Poveda, Abogado.

¿Y por qué me aplico en tan sesuda introducción? Por la sencilla razón de que hija de la Constitución de 1838, vino al mundo la primera Ley de Colegios Profesionales que esa sí, supuso un giro radical en la concepción de este tipo de corporaciones y especialmente en lo que atañe a la Abogacía.

La Ley de Colegios permitió la creación de los actuales 83 Colegios de Abogados para aquellas poblaciones capitales de provincia y sedes de Audiencias y potestativamente, los lugares donde residieran más de veinte abogados. La idoneidad de la supervivencia hoy día de tanto Colegio es tema delicado, del que ahora no trataré. Más importante para este artículo son los requisitos necesarios poder acceder a un Colegio. Bastaría desde ese momento, además de algunos trámites administrativos y fiscales, con solicitarlo y estar habilitado con el título de licenciado en Derecho.

Pero, ¿y antes? ¡Ay amigo antes! ¡Que tortura!

MANUEL MARIA CAMBRONEROPartamos de la base de que existía un “numerus clausus”, primero 200 y posteriormente 400 en el caso de Madrid. Que los Colegios tenían todavía una mentalidad gremial y un marcado carácter religioso en muchas de sus manifestaciones públicas. Pequeña digresión. Desde la obligación de pagar el Decano las velas de su peculio para las procesiones el día de la Patrona, al besamanos anual al Rey, la existencia del cargo de Maestro de Ceremonias, o donde estaba la propia sede del Colegio, durante muchos años en el convento de los Jesuitas, hoy Instituto San Isidro y así numerosísimos actos que limitaban sobremanera los días en que se podía ejercer el oficio.

Pues bien, aquel licenciado en Derecho que antes de 1838 quisiera inscribirse en el Colegio, además de haber vacante, tenía que solicitarlo. Regiría su incorporación por lo que ordenaba el artículo 16 de los  Estatutos de 1737. Sinceramente me ha gustado tanto repasarlos que he tomado sobre la marcha la decisión de transcribirlo casi íntegro  y en castellano actual, dando un giro a la naturaleza de este artículo a como lo tenía previsto inicialmente y a sabiendas que voy a quedar justo de espacio.

Siendo uno de los primeros cuidados de nuestro Colegio atender a que los que se hayan de recibir en él tengan las calidades que requieren las Leyes Reales y corresponden a Comunidad tan decorosa y que no se reciba sujeto en quien no concurran todas las prerrogativas necesarias para su mayor lustre y puro ejercicio de la Abogacía… estatuimos y mandamos que para ser recibidos en nuestro Colegio hayan de ser de buena vida y costumbres, hijos legítimos o naturales de padres conocidos, y no bastardos o espúreos. Que así los pretendientes, como sus padres y abuelos paternos y maternos hayan sido Cristianos viejos, limpios de toda mala infección y raza y sin nota alguna de Moros, Judíos, ni recién convertidos a nuestra Santa Fe Católica. Y que los pretendientes y sus padres no tengan ni hayan tenido oficios o ministerio vil ni mecánico y que faltándole alguna de estas calidades no sean admitidos ni sentados en los Libros del Colegio.

Como diría el castizo, chúpate esa mandarina y que cada uno la digiera a su gusto.

Así que por problemas de espacio, dejaré para otra breve reseña, cómo arbitraba el Colegio de Madrid la manera en que se cercioraba de la veracidad de todos estos extremos, porque es bastante curiosa, pero al menos dejo dicho que se obligaba al postulante a la remisión de un árbol genealógico del que en el Colegio de Madrid, en su Archivo histórico, hay numerosos ejemplos.

He escogido al azar –hay otros incluso más bellos- el árbol genealógico de Manuel María Cambronero García que se colegió con el número 2378 en el año 1791.

Nacido en Orihuela en 1765 y fallecido en Madrid en 1834, no es desde luego uno de los más recordados próceres de la Abogacía del XIX y sin embargo en vida tuvo una importancia trascendental. Secretario del Consejo de Castilla, toma partido por Bonaparte que le encarga la preparación del Código Civil. Exiliado en Francia, se convierte en protector de muchos compañeros masones como él y cuando regresa a España con la amnistía liberal de 1820, pasa a ser el Abogado favorito de la nobleza española, haciendo una gran fortuna. En 1833, poco antes de fallecer, el Gobierno le encarga que retome su proyecto de Código Civil que no pudo concluir.

En el árbol genealógico se recogen, de su puño y letra los datos necesarios para la identificación de toda la información en el resto del expediente.

árbol genealógico

El nombre de Manuel María Cambronero está unido desde siempre al de Larra, pues su nuera Dolores Armijo estaba casada con su hijo. Descubierto el adulterio, el hijo de Cambronero marcha con su mujer a Badajoz y Avila. Es después destinado a Manila. Dolores Armijo quiere rehacer su vida con su esposo y se presenta en casa de Larra acompañada de su cuñada. Larra cree que viene a reconciliarse y adorna su casa. Ella le pide unas cartas comprometidas y sale. Cuando va por la escalera se escucha un tiro y ella ni siquiera da la vuelta. Larra se ha matado. Dos meses después ella embarca camino de Manila al reencuentro de su esposo. El barco, la fragata Nuevo San Fernando naufraga en el cabo de las Tormentas, sin que haya supervivientes.

Y así termina esta reseña que versa sobre cristianos viejos y termina con el suicidio más romántico de todo el Romanticismo español.

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    Antonio García- Sauco Belendez 16 septiembre, 2019 a las 22:18 - Reply

    Creo que al autor hay que felicitarle por lo bien documentado de su artículo.

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