A
Mari
Luz
Sanz
Escudero,
activista
de
la
discapacidad
En
las
últimas
décadas,
el
movimiento
asociativo
de
la
discapacidad,
el
formado
por
la
suma
de
las
organizaciones
cívicas
de
personas
con
discapacidad
y de
sus
familias,
ha
inducido
una
serie
de
cambios
de
consideración
en
el
entorno
social,
el
ajeno
a la
propia
y
estricta
discapacidad,
que
paradójicamente
está
teniendo
efectos
en
este
sector
ciudadano,
hasta
el
punto
de
que
lo
enfrenta,
en
el
mejor
de
los
sentidos,
al
desafío
ingente
de
su
propia
reinvención.
Cambios
exógenos
que
han
determinado,
están
determinando,
cambio
endógenos.
De
las
muchas
transformaciones
que
tienen
su
origen
en
la
acción
cívica
y
política
del
movimiento
de
la
discapacidad,
citaría
dos
como
más
descollantes
y
que
presentan
a no
dudar
una
mayor
carga
de
intensidad
y
alcance,
a
saber:
la
nueva
visión
de
la
discapacidad,
de
las
personas
con
discapacidad,
como
una
manifestación
de
diversidad
humana,
de
diversidad
humana
enriquecedora,
que
amplía
y
mejora
allí
donde
está
presente,
de
un
lado;
y,
de
otro,
el
enfoque
de
derechos
humanos,
el
único
admisible
para
abordar
la
cuestión
pendiente
y
todavía
problemática
de
la
inclusión
y la
participación
comunitaria
plena
de
estas
personas.
El
movimiento
social
de
la
discapacidad
-en
España
y en
los
demás
países
llamados
a sí
mismos
desarrollados,
aunque
quizá
sea
mucho
llamar-
ha
sido
inductor
de
ese
cambio
de
representación
mental
colectiva,
pero
también
está
siendo
–trayecto
de
ida
y
vuelta-
el
receptor
de
sus
muchos
efectos.
Cambio
llama
a
cambio.
A lo
anterior,
es
preciso
agregar
otro
hecho
harto
relevante.
Más
que
los
gobiernos,
más
que
los
Estados,
que
son
los
titulares
nominales
y
siempre
los
responsables
últimos,
es
hoy
el
movimiento
social
de
la
discapacidad
el
promotor
más
constante
y
activo
de
las
políticas
públicas
y de
las
legislaciones
en
esta
esfera.
Comprobado
esto,
si
la
cantidad
y la
calidad
últimas
de
la
acción
pública
en
materia
de
discapacidad
está
en
función
de
lo
que
haga
(o
no
haga)
el
movimiento
asociativo,
se
desprende
que
lo
que
le
ocurra
a
este,
en
su
dimensión
interna,
resultará
decisivo
para
la
consecución
de
sus
objetivos
externos,
que
no
son
otros
que
la
mejora,
hasta
hacerlas
equiparables
a
las
del
resto,
de
las
condiciones
de
vida
y de
ciudadanía
de
las
personas
con
discapacidad
y
sus
familias.
Este
nuevo
contexto
insoslayable,
en
el
que
estamos
situados,
de
grado
o a
la
fuerza,
pone
en
cuestión
felizmente
los
modelos
de
partida
–el
reivindicativo
o
político,
el
prestacional
o de
servicios,
y el
híbrido,
mezcla
de
los
dos
anteriores,
por
mencionar
los
más
consolidados-
del
movimiento
social
la
discapacidad
y
nos
compele
a
repensar
el
activismo
de
la
discapacidad,
con
arreglo
a
otras
claves,
que
van
a
requerir
creatividad
a
raudales
y
una
dosis
cuantiosa
de
audacia
productiva.
No
hay
planos
ni
guías,
no
existe
manual
de
instrucciones
para
enfrentar
esa
reinvención,
tan
necesaria
como
impostergable;
como
mucho
solo
cabría
señalar
tendencias,
posibles
orientaciones,
vislumbres
de
por
dónde
puede
ir o
qué
camino
tomar,
será
menos
el
resultado
del
seguimiento
de
un
recetario
cerrado
y
concluso,
que
alguien
nos
proporciona
de
antemano,
cuanto
la
agregación
armoniosa
de
multitud
de
prácticas
de
innovación
aplicada.
Es,
por
suerte,
un
proceso
colectivo,
abierto
y
poroso,
que
se
nutrirá
de
los
aportes
creativos
–de
los
conatos,
de
los
logros
y
también
de
los
fallos,
de
los
ensayos,
de
los
errores
y
hasta
de
los
aciertos,
que
los
habrá-
de
muchas
instancias,
tantas
como
activistas.
Una
encrucijada,
sí,
pero
una
encrucijada
sugestiva
de
la
que
solo
podremos
salir
ejerciendo
nuestra
libertad,
es
decir,
eligiendo
o
mejor
aún
creando
la
solución,
que
estará
en
nuestras
manos.
¿Hacia
qué
modelo
de
activismo
de
la
discapacidad
vamos
o
hemos
de
ir?
Se
ha
consignado
ya,
no
hay
respuestas
categóricas,
nos
encaminamos
hacia
el
modelo
que
libremente
elijamos
y
conscientemente
persigamos.
En
cualquier
caso,
no
puede
ser
una
fatalidad
o un
hecho
consumado,
que
nos
venga
impuesto
desde
fuera,
sino
el
producto
de
una
voluntad
y de
una
acción
deliberadas
en
el
sentido
deseado,
lo
cual
presupone,
un
proceso
de
reflexión,
que
ha
de
ser
alentado
hasta
la
fatiga.
Optemos
por
uno
u
otro
modelo,
o
por
salidas
intermedias,
los
elementos
primordiales
de
esa
redefinición,
a
los
que
debería
tender
un
movimiento
social
recreado
desde
nuevas
y
vitalizadas
bases,
pasarían
por
los
derechos,
por
la
inclusión
y
por
el
empoderamiento
de
las
personas
con
discapacidad
(o
la
familia),
de
cada
persona
con
discapacidad
y de
cada
familia,
entendidas
como
centralidad
de
la
que
todas
las
demás
periferias
(cívicas,
sociales,
económicas,
profesionales,
normativas,
políticas)
serían
tributarias.
Pero
en
esta
tarea
de
revisión
y
reinvención
no
puede
solo
ser
vaga,
aunque
se
trate
de
meros
apuntes,
pueden
y
deben
delinear
algunos
rasgos
que
contribuyan
a
dibujar
una
silueta
del
movimiento
social
de
la
discapacidad
en
gestación.
Con
claridad,
en
el
nuevo
modelo
de
activismo
de
la
discapacidad
ha
de
primar
lo
político,
la
nota
de
reivindicación
y de
derechos,
frente
a lo
prestacional,
que
serían
subsidiarios
y
estarían
en
función
de
lo
anterior,
que
sería
preferencial.
Se
ha
de
lograr
una
combinación
inteligente
de
ambos
(derechos
y
servicios),
siguiendo
una
suerte
de
reparto
de
funciones,
la
acción
política
modifica
las
condiciones
del
entorno
(permite
pues
el
cambio
estructural)
y la
gestión
de
prestaciones
atiende
(y
en
su
caso
resuelve
o
atenúa)
necesidades
individuales
de
inclusión
y
bienestar
(no
se
descuida
lo
local).
En
este
bosquejo
de
nuevo
modelo,
se
impone
reconfigurar
la
dimensión
prestacional,
que
únicamente
ha
de
responder
a
lógicas
del
propio
movimiento
asociativo,
no
de
jerarquías
ajenas,
como
los
de
las
Administraciones
Públicas,
que
han
de
ser
contenidas
en
su
tentación
perenne
de
intervencionismo.
Además,
la
provisión
de
servicios
por
parte
de
las
propias
entidades
del
sector
asociativo
solo
será
admisibles,
en
lo
sucesivo,
si
pasan
la
criba
de
la
tríada
fundamental
enunciada
más
arriba,
la
de
los
derechos,
las
de
enfoque
inclusivo
y la
de
su
aportación
al
empoderamiento;
si
la
superan,
continuaremos
echando
mano
de
ella,
si
no,
será
descartada.
Superada
la
dicotomía
entre
derechos
y
servicios,
entre
acción
política
y
reivindicativa
y
actividad
prestacional,
otros
elementos
han
de
concurrir
en
este
proceso,
a
modo
de
trazos,
si
se
quiere
gruesos,
que
ayuden
a
perfilar
el
renovado
rostro
cívico
de
la
discapacidad.
El
rearme
ético
del
entramado
organizacional;
la
profundización
democrática,
que
pasa
por
una
gobernanza
de
raíz
múltiple,
en
clave
de
apertura
y
corresponsabilidad;
la
permeabilidad
con
la
base
social
real,
que
ha
cambiado
sustancialmente,
y
que
necesita
ser
“seducida”
–por
tanto
las
entidades
han
de
hacerse
“atractivas”,
la
seducción
presupone
la
atracción-
para
que
aprecie
en
las
organizaciones
de
la
discapacidad
un
cauce
eficaz
de
canalización
de
su
avidez
de
participación
y de
ejercicio
práctico
de
su
pulsión
solidaria.
El
nuevo
movimiento
social
de
la
discapacidad
y el
activismo
que
ha
de
encarnar
debe
aspirar
a
ser
una
red
porosa,
extensa
y
sólida
de
apoyos
y de
acompañamiento
activo
de
las
personas
con
discapacidad
(y
de
sus
familias)
para
que
cada
una
de
ellas,
a
esto
llamamos
empoderamiento,
sea
por
sí
misma,
el
agente,
el
promotor
y el
decisor
de
su
propia
inclusión
y
participación
comunitarias.
El
movimiento
social
de
la
discapacidad
quedaría
en
una
posición
secundaria,
sí,
de
catalizador,
de
facilitador,
incluso
tendría
los
días
contados,
porque
en
su
propio
éxito,
de
conseguirlo,
estaría
la
justificación
de
su
desaparición.
Luis
Cayo
Pérez
Bueno,
Presidente
Comité
Español
de
Representantes
de
Personas
con
Discapacidad
(CERMI)