Todos
pudimos leer hace unos días, con referencia
la Memoria de la Fiscalía de Sala de
Violencia sobre la Mujer, un dato
preocupante: el aumento en un 36 por ciento
de las víctimas de violencia de género que
se acogen a su derecho a no declarar. Un
dato que muchos de los que trabajamos en
esto conocíamos o al menos intuíamos, pero
que no por ello deja de ser muy preocupante.
La dispensa
a declarar tiene su cobertura legal en el
artículo 416 de la Ley de Enjuiciamiento
Criminal, un precepto pensado, como toda
nuestra ley rituaria, para un tiempo y lugar
radicalmente distinto a nuestra realidad
actual. El precepto, salvo algún parcheo
puntual, se mantiene casi invariable desde
que fue redactado, nada menos que en el
siglo XIX. El mismo consagra una excepción a
la regla general de declarar que pesa sobre
cualquiera que haya sido testigo de un
delito, y dispensa de dicha obligación al
testigo que tenga determinados vínculos
familiares con el presunto autor. En este
círculo entra la esposa del imputado y, por
mor de una de las escasas reformas, quien
con él mantenga una relación análoga al
matrimonio. No se aplica cuando el vínculo
esta roto, pero eso es algo que no siempre
es fácil de concretar, sobre todo el
relaciones de hecho.
A ningún
lector avezado se le escapará que la
realidad del momento en que fue redactado
dicho artículo dista de la actual años luz.
La distinción entre lo público y lo privado
ha evolucionado enormemente, y la protección
a ultranza del ámbito familiar como un
reducto sacrosanto ha desaparecido casi por
completo, o debía de haberlo hecho. La paz o
la intimidad familiar, como bien jurídico a
proteger, ceden ante la importancia de la
persecución de un delito público. En
definitiva, el espíritu de “los trapos
sucios se lavan en casa” que parecía
informar el precepto, ya hace tiempo que
debe considerarse superado.
Es
desazonador ver un día tras otro, en la
realidad diaria del juzgado de guardia o en
las salas de vistas, a mujeres que, a pesar
de mostrar signos ostensibles de maltrato,
se niegan a declarar contra quien lo causa.
Y más desazonador aún es saber que pueden
hacerlo porque la ley les ampara. Y, salvo
en esos escasos casos donde otras pruebas
pueden hacer prosperar el ejercicio público
de la acción penal, esa decisión da al
traste con toda posibilidad de perseguir ese
delito. Y no sólo eso, pone en riesgo la
propia vida de la mujer sin que desde la
legalidad podamos hacer gran cosa para
protegerla. Tremendo pero real.
Lo bien
cierto es que la desaparición o reforma del
artículo 416 suscita un debate continuo pero
existe poca o ninguna iniciativa seria de
acometerla. Y es posible que ahí radique una
de las claves del fracaso –o poco éxito- de
la lucha contra la violencia de género. Un
ingente número de absoluciones en casos de
maltrato es debido a que la víctima se acoge
a su derecho a no declarar. Si a ello
sumamos que esta misma causa es la que
motiva un altísimo porcentaje de los
sobreseimientos en estos delitos, la
importancia del problema es más que
evidente.
La cuestión
estriba en la propia naturaleza de la norma.
En su espíritu late la vieja idea de que el
Derecho no puede exigir héroes, y trata por
ello de evitar a quien ha sido testigo de un
delito cometido por aquel con quien tiene
una íntima relación familiar el duro trance
de declarar contra él, y darle la llave de
su absolución o condena. Pero el legislador
del siglo XIX en ningún momento pudo
imaginar un supuesto en que el testigo fuera
precisamente la víctima del delito. Y más
aún de un delito como es cualquiera
relacionado con la violencia de género,
puesto que en esa época ni de lejos podría
concebirse la necesidad de persecución
pública de este tipo de delitos. Y tiempo
sería ya de planteárselo.
Al hilo de
esto, lo primero que hay que aclarar es que
el precepto engloba dos categorías de
testigos claramente diferenciadas y que
deberían tener un tratamiento también
diferenciado. Por un lado, los testigos
strictu sensu, entendidos como aquéllos
que se encuentran por cualquier
circunstancia en la posición de presenciar
un delito cometido por personas con las que
no tiene especial relación. Por otro, los
denominados testigos-víctimas, que son
quienes sufren el delito, uniendo en una
misma persona el carácter de sujeto pasivo y
de testigo del delito. En cuanto a los
primeros, puede defenderse la justificación
de continuar con la dispensa legal, aunque a
mi juicio hay bienes jurídicos, como la vida
e integridad, cuya protección no debería dar
lugar a ninguna dispensa del deber de
declarar, pero es un debate difícil. Lo que
sin embargo no puede tener ninguna
justificación a día de hoy es la dispensa a
declarar de esos testigos víctimas, porque
hace ilusoria la persecución penal y, lo que
es peor, pone en riesgo a la propia víctima.
De otra
parte, también necesita una revisión la
aplicación de la dispensa tal como está
prevista. Generalmente, no se indaga más
allá de preguntarle si esa negativa a
declarar es voluntaria o ha sido coaccionada
para hacerlo. Y se obvia que, si realmente
lo fuera, sería difícil por no decir
imposible, que así lo confesara en ese
momento. Pero es que además, en delitos como
éste, hay causas mucho más profundas, como
la dependencia emocional o económica –o
ambas- que no se indagan suficientemente,
entre otras cosas, porque el corsé legal nos
lo impide. Esas situaciones mal se
compaginan con la urgencia del juzgado de
guardia, y además es difícil continuar con
una investigación o adoptar medida cautelar
alguna, cuando no hay ni el más mínimo
indicio probatorio, como sucede en gran
parte de los casos. La solución pasa, desde
luego, por medidas extrapenales, de
asistencia social y psicológica, que la ley
no nos permite adoptar desde los juzgados. Y
es que el desarrollo de la ley integral es
hipertrófico en la vía penal y atrófico en
el resto, olvidando el carácter de última
ratio del Derecho Penal.
Pero, en
cualquier caso, lo que urge, a mi entender,
es una reforma del artículo 416 de la Ley de
Enjuiciamiento Criminal. No podemos seguir
consistiendo que la propia mujer maltratada
tenga la llave para una condena de quien le
maltrata pero que es, además, el padre de
sus hijos, el sustento de su hogar o la
persona a la que ama o cree amar. O todas
estas cosas a un tiempo. Y no hay paz
familiar que justifique esto. Y tampoco
podemos seguir admitiendo que los hombres
que las maltratan, sabiendo que ella tiene
ese poder en sus manos, puedan convencerlas,
de un modo u otro, para que hagan eso que
ellos llaman “retirar la denuncia” y que,
aunque jurídicamente no existe, produce esos
efectos en la práctica.