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Dispensa a declarar. ¿Un salvoconducto para maltratadores?
MADRID, 24 de SEPTIEMBRE de 2014 - LAWYERPRESS

Por Susana Gisbert. Fiscal. Valencia

Susana GisbertTodos pudimos leer hace unos días, con referencia  la Memoria de la Fiscalía de Sala de Violencia sobre la Mujer, un dato preocupante: el aumento en un 36 por ciento de las víctimas de violencia de género que se acogen a su derecho a no declarar. Un dato que muchos de los que trabajamos en esto conocíamos o al menos intuíamos, pero que no por ello deja de ser muy preocupante.

La dispensa a declarar tiene su cobertura legal en el artículo 416 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, un precepto pensado, como toda nuestra ley rituaria, para un tiempo y lugar radicalmente distinto a nuestra realidad actual. El precepto, salvo algún parcheo puntual, se mantiene casi invariable desde que fue redactado, nada menos que en el siglo XIX. El mismo consagra una excepción a la regla general de declarar que pesa sobre cualquiera que haya sido testigo de un delito, y dispensa de dicha obligación al testigo que tenga determinados vínculos familiares con el presunto autor. En este círculo entra la esposa del imputado y, por mor de una de las escasas reformas, quien con él mantenga una relación análoga al matrimonio. No se aplica cuando el vínculo esta roto, pero eso es algo que no siempre es fácil de concretar, sobre todo el relaciones de hecho.

A ningún lector avezado se le escapará que la realidad del momento en que fue redactado dicho artículo dista de la actual años luz. La distinción entre lo público y lo privado ha evolucionado enormemente, y la protección a ultranza del ámbito familiar como un reducto sacrosanto ha desaparecido casi por completo, o debía de haberlo hecho. La paz o la intimidad familiar, como bien jurídico a proteger, ceden ante la importancia de la persecución de un delito público. En definitiva, el espíritu de “los trapos sucios se lavan en casa” que parecía informar el precepto, ya hace tiempo que debe considerarse superado.

Es desazonador ver un día tras otro, en la realidad diaria del juzgado de guardia o en las salas de vistas, a mujeres que, a pesar de mostrar signos ostensibles de maltrato, se niegan a declarar contra quien lo causa. Y más desazonador aún es saber que pueden hacerlo porque la ley les ampara. Y, salvo en esos escasos casos donde otras pruebas pueden hacer prosperar el ejercicio público de la acción penal, esa decisión da al traste con toda posibilidad de perseguir ese delito. Y no sólo eso, pone en riesgo la propia vida de la mujer sin que desde la legalidad podamos hacer gran cosa para protegerla. Tremendo pero real.

Lo bien cierto es que la desaparición o reforma del artículo 416 suscita un debate continuo pero existe poca o ninguna iniciativa seria de acometerla. Y es posible que ahí radique una de las claves del fracaso –o poco éxito- de la lucha contra la violencia de género. Un ingente número de absoluciones en casos de maltrato es debido a que la víctima se acoge a su derecho a no declarar. Si a ello sumamos que esta misma causa es la que motiva un altísimo porcentaje de los sobreseimientos en estos delitos, la importancia del problema es más que evidente.

La cuestión estriba en la propia naturaleza de la norma. En su espíritu late la vieja idea de que el Derecho no puede exigir héroes, y trata por ello de evitar a quien ha sido testigo de un delito cometido por aquel con quien tiene una íntima relación familiar el duro trance de declarar contra él, y darle la llave de su absolución o condena. Pero el legislador del siglo XIX en ningún momento pudo imaginar un supuesto en que el testigo fuera precisamente la víctima del delito. Y más aún de un delito como es cualquiera relacionado con la violencia de género, puesto que en esa época ni de lejos podría concebirse la necesidad de persecución pública de este tipo de delitos. Y tiempo sería ya de planteárselo.

Al hilo de esto, lo primero que hay que aclarar es que el precepto engloba dos categorías de testigos claramente diferenciadas y que deberían tener un tratamiento también diferenciado. Por un lado, los testigos strictu sensu, entendidos como aquéllos que se encuentran por cualquier circunstancia en la posición de presenciar un delito cometido por personas con las que no tiene especial relación. Por otro, los denominados testigos-víctimas, que son quienes sufren el delito, uniendo en una misma persona el carácter de sujeto pasivo y de testigo del delito. En cuanto a los primeros, puede defenderse la justificación de continuar con la dispensa legal, aunque a mi juicio hay bienes jurídicos, como la vida e integridad, cuya protección no debería dar lugar a ninguna dispensa del deber de declarar, pero es un debate difícil. Lo que sin embargo no puede tener ninguna justificación a día de hoy es la dispensa a declarar de esos testigos víctimas, porque hace ilusoria la persecución penal y, lo que es peor, pone en riesgo a la propia víctima.

De otra parte, también necesita una revisión la aplicación de la dispensa tal como está prevista. Generalmente, no se indaga más allá de preguntarle si esa negativa a declarar es voluntaria o ha sido coaccionada para hacerlo. Y se obvia que, si realmente lo fuera, sería difícil por no decir imposible, que así lo confesara en ese momento. Pero es que además, en delitos como éste, hay causas mucho más profundas, como la dependencia emocional o económica –o ambas- que no se indagan suficientemente, entre otras cosas, porque el corsé legal nos lo impide. Esas situaciones mal se compaginan con la urgencia del juzgado de guardia, y además es difícil continuar con una investigación o adoptar medida cautelar alguna, cuando no hay ni el más mínimo indicio probatorio, como sucede en gran parte de los casos. La solución pasa, desde luego, por medidas extrapenales, de asistencia social y psicológica, que la ley no nos permite adoptar desde los juzgados. Y es que el desarrollo de la ley integral es hipertrófico en la vía penal y atrófico en el resto, olvidando el carácter de última ratio del Derecho Penal.

Pero, en cualquier caso, lo que urge, a mi entender, es una reforma del artículo 416 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. No podemos seguir consistiendo que la propia mujer maltratada tenga la llave para una condena de quien le maltrata pero que es, además, el padre de sus hijos, el sustento de su hogar o la persona a la que ama o cree amar. O todas estas cosas a un tiempo. Y no hay paz familiar que justifique esto. Y tampoco podemos seguir admitiendo que los hombres que las maltratan, sabiendo que ella tiene ese poder en sus manos, puedan convencerlas, de un modo u otro, para que hagan eso que ellos llaman “retirar la denuncia” y que, aunque jurídicamente no existe, produce esos efectos en la práctica.

 

 

 

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