La crisis representativa que vive España se debe en parte, sólo en parte, a los
constantes casos de corrupción con los que nos vemos obligados a convivir en los
últimos años. Sin embargo, la corrupción no es un fenómeno reciente ni exclusivo
de nuestro país. Ni siquiera en nuestro entorno inmediato, la Unión Europea, la
percepción de corrupción es radicalmente diferente a la de nuestro país.
Obviamente, no pretendo en absoluto restar un ápice gravedad a lo que está
ocurriendo, todo lo contrario. Pero sí creo, lecciones de la ciencia, que para
afrontar y analizar adecuadamente cualquier cosa hay que conocerla bien,
despojarla de lo accesorio y centrarse en lo fundamental.
En España la corrupción no está tan generalizada como habitualmente se dice. Lo
que sí está es institucionalizada, imbricada en la sociedad, la administración,
la economía y las estructuras de poder como un tumor extraordinariamente difícil
de tratar. Y parasita cuanto alcanza. Tenemos un sistema de partidos con
innegables déficits democráticos, que podría sanearse fácilmente recurriendo a
las garantías usuales en la normativa electoral que tan bien conocen. Esto sume
en la más absoluta opacidad la elección de los elegibles y ha contribuido de
forma decisiva a romper la cadena de transmisión representativa que los partidos
debieran ser. De ahí surgió el doloroso grito de “no nos representan”, el
discurso de “la casta”. La dureza de la crisis provocó el doloroso despertar del
país del Dorado del ladrillo.
Ese sistema político, heredero de los consensos de la transición entre las
élites de la dictadura caída y los emergentes líderes democráticos, consensos
avalados en su momento por la sociedad española (algo que algunos no debieran
olvidar), actúa para preservarse a sí mismo, para mantener su statu quo. Y lo
hace al coste que sea. Y, para ello, penetra por todas las estructuras del
Estado, legislativas, ejecutivas, judiciales y sociales, normalizando prácticas
que algunos llaman corrupción de baja intensidad y que son, simplemente,
corrupción institucionalizada, normalizada. Por eso en España ya no hay
simplemente jueces, magistrados y fiscales, sino jueces, magistrados y fiscales
conservadores o progresistas. Por eso los medios de comunicación, aunque esto es
algo común a otros países, frecuentemente no informan sino deforman atendiendo
al ideario o argumentario del afín o, simplemente, del gobierno de turno.
Pero hay remedios. Y conocemos esos remedios. El problema radica en lograr que
se apliquen a los problemas. Con ocasión de una jornada celebrada en la Facultad
de Derecho de Zaragoza el pasado 16 de abril, con presencia del Juez Decano de
Zaragoza Angel Dolado y del miembro de la Cámara de Cuentas de Aragón Alfonso
Peña, invitados por el área de Derecho administrativo y acompañados por mi
compañero José María Gimeno, esta ha sido la conclusión más esperanzadora, se
sabe como se puede y se puede afrontar la corrupción. Lo que no se sabe es cómo
lograr que se implanten las medidas precisas para ello porque el parásito impide
cualquier reacción efectiva que pueda dañarle.
Es necesario profundizar en los instrumentos de control, especialmente previos,
pero también posteriores. Estos controles, además, deben desprenderse de lo
accesorio, del análisis de lo puramente formal y centrarse en aspectos
materiales, sustantivos, que son los que realmente proporcionan el caldo de
cultivo de la corrupción. No nos centremos en el bastanteo del poder, evaluemos
si el precio era el adecuado, si los materiales los correctos o, simplemente,
cómo se redactaron los pliegos sujetos a licitación. Es indispensable, para
ello, profundizar en la implantación efectiva del Gobierno Abierto, de una
transparencia real, en el ámbito público y privado.
No se acabará la corrupción, como apuntó Ángel Dolado, si no se logra un poder
judicial plenamente independiente, gobernado por jueces elegidos por los jueces
entre jueces; si no se dota de medios a la administración de justicia, con
expertos de apoyo o con mecanismos que rompan la barrera de los órdenes
jurisdiccionales y normalicen la colaboración entre jueces y magistrados
especialistas sobre un mismo asunto; si no modifican o suprimen institutos como
el indulto, acotando los delitos sobre los que puede aplicarse y exigiendo
motivación siempre que se aplique; si no se implantan las nuevas tecnologías al
servicio de la limpieza de la vida pública y privada; si no mejora la regulación
para hacerla accesible, simple y clara. La peor corrupción es la que cumple,
formalmente, las leyes.
Necesitamos nuevos consensos, imperiosamente, de forma urgente. Porque hay que
expulsar al parásito antes de que por la sociedad española vuelvan a circular
los nutrientes que, en forma de generación de riqueza, le dan vida. Después será
tarde. |