Una vez finalizado el I Congreso de la Abogacía
Madrileña, celebrado en Madrid del 20 al 22 de abril de 2015 y habiendo
asistido, como congresista, a algunas de las ponencias, en concreto, a aquellas
que trataban de cuestiones y aspectos referidos al arbitraje, me gustaría
realizar, globalmente, algunas reflexiones al respecto.
En primer lugar, que el arbitraje, al igual que
la mediación, parecen estar en auge pero, todavía, queda mucho camino por
recorrer. Simplemente bastaría echar mano de la asistencia media al resto de las
ponencias del Congreso en comparación con las referidas.
Por ello habrá de insistirse en las verdaderas
bondades del arbitraje, que son muchas y buenas, como la rapidez, la
flexibilidad, la accesibilidad, la cercanía y la especialidad, aunque sus
detractores siempre saquen a relucir los aspectos que más daño pueden hacer a
los ojos de sus usuarios, cuales son, amén del económico, el amiguismo y la
parcialidad, aspectos frontal y éticamente opuestos a los que deben presidir
toda condición de arbitro: independencia e imparcialidad.
Esos críticos del arbitraje no sólo se
identifican en las propias direcciones y asesorías jurídicas de las pequeñas,
medianas y grandes empresas, sino en los propios compañeros letrados ejercientes
que, cierto es, sienten claro pavor a adentrarse en un territorio procesal
aparentemente desconocido para ellos. Por lo cual se hace necesario aclarar que,
por lo menos en lo que respecta al arbitraje nacional, las reglas
procedimentales vienen perfecta y claramente delimitadas en la ley regulatoria
así como en los reglamentos de cada una de las, demasiadas, instituciones
arbitrales existentes, y su interpretación, y adaptación, no presenta
dificultad alguna más allá de las cuestiones fácticas y sustantivas objeto de la
propia disputa arbitral, que vienen a ser, no sólo, las que realmente delimitan
la razón de parte, si no las que hacen valer la experiencia, estrategia y
conocimiento jurídico del abogado.
Por ello la cuestión de la confianza en los
árbitros, tribunales arbitrales e instituciones arbitrales juega, a mi parecer,
un papel fundamental a la hora de impulsar el arbitraje en España, sobre todo en
lo que respecta al arbitraje doméstico, sabido que sobre el arbitraje comercial
internacional existen menos objeciones aunque solo sea por el convencimiento de
preferir el sometimiento a arbitraje como una sede, prima facie, con
vocación de neutralidad, antes que litigar judicialmente en país extranjero.
En una de las ponencias a las que asistí en el
referido Congreso, se habló de la importancia de la especificidad y
cualificación de los árbitros, de su experiencia y del conocimiento de las
materias objeto del procedimiento arbitral, “el arbitraje vale lo que
valen los árbitros” convinieron los ponentes, queriendo recalcar, sin duda,
una de las principales esencias amparadoras del arbitraje. Pero lo cierto es que
por muy preciso que sea el conocimiento de los árbitros sobre las cuestiones, de
fondo y de forma, a tratar en el procedimiento arbitral, lo que realmente dotará
de confianza a las partes en la tramitación del mismo, y su inclusión como
cláusula contractual de resolución alternativa de conflictos, será la
neutralidad, independencia e imparcialidad que se perciba de los
árbitros, y, añado, de la propia institución arbitral que administre el
procedimiento arbitral.
Por ello, la Ley 60/2003, de 23 de diciembre, de
Arbitraje, hace referencia a la imparcialidad e independencia de los árbitros
como principios básicos, y motivos de su recusación cuando exista la más mínima
duda sobre su existencia. Es decir, la objetividad del árbitro en su resolución,
incluido el trámite procedimental, y la ausencia de vínculos, aparentemente al
menos, de los árbitros con las partes deben ser las credenciales que han de
presidir todo arbitraje, y deberían serlo, también, en el control judicial del
mismo.
En la práctica arbitral internacional se recogen
idénticos principios. En el año 2004, la Asociación Internacional de Abogados
(IBA) adoptó una serie de directrices, actualizadas a finales del 2014, sobre
los conflictos de intereses surgidos en el arbitraje internacional. El principio
esencial regidor de las mismas no es otro que el desterramiento de la existencia
de duda justificada sobre la imparcialidad e independencia del árbitro, quién
habrá de revelar el hecho acaecido del que pudiera nacer dicha duda, o, en su
caso, renunciar o rechazar su nombramiento.
Por último, y respecto a una cuestión suscitada
por una asistente sobre la aplicación de esas directrices de la IBA y su
seguimiento, conceptuado globalmente, por las instituciones arbitrales que han
de velar por el buen nombre del procedimiento arbitral, no encontré respuesta
firme, en contraposición al contundente criterio manifestado recientemente por
el Tribunal Superior de Justicia de Madrid en la anulación de un laudo arbitral.
Cuestión diferente, y convenientemente criticable, resulta ser el entendimiento,
por esos jueces, de la aplicación de las garantías constitucionales con
diferente rasero a una y otra parte, así como el ignorado respeto a las
exigencias normativas, y su interpretación, de nuestra Ley de Arbitraje, que han
venido a marcar un cambio de rumbo jurisprudencial, por lo que nadie sabe,
ahora, la deriva que tomará el arbitraje ante tan sorpresivas y sorprendentes
trabas. |