La reforma penal que
entrará en vigor el próximo 1 de julio ha sido muy criticada por varias razones
pero, de la que más noticia hemos tenido ha sido la introducción de la
denominada prisión permanente revisable. Ciertamente la enjundia del cambio no
deja lugar a la duda, al menos mediáticamente, pero con un cumplimiento efectivo
de 40 años de prisión en el texto vigente la cosa en realidad es más de nomen
iuris (con la importancia que ello tiene) que de trascendencia práctica como
ya han dicho juristas de reconocido prestigio.
Sin embargo, hay
otros cambios que han pasado más desapercibidos y pueden traer importantes
consecuencias. Y si hay un grupo de acciones delictivas que preocupa a la
sociedad en su conjunto es el relativo a la violencia de género.
De todos es sabido
que se trata de un problema de derechos humanos, lo que ya ha reconocido el
Convenio de Estambul recientemente ratificado por España y que toma su origen en
las situaciones de desigualdad que se establecen socialmente por la atribución
de roles de género a hombres y mujeres, diferenciando así su función en la
estructura familiar, laboral y social. Esa desigualdad de género es el caldo de
cultivo de la violencia sobre la mujer, más allá del ámbito familiar o de la
relación de pareja.
Pues bien, esta
afirmación que puede ser compartida sin ningún reparo aparentemente no ha tenido
un reflejo en los textos punitivos que aluden, esencialmente, a la violencia que
ejercen los hombres sobre sus compañeras sentimentales. El Código vigente llego
a incluir en los delitos denominados de género (art. 173.2 y 153 violencia
física o psíquica puntual o habitual, más lesiones, amenazas y coacciones) las
relaciones de pareja con o sin convivencia.
Pero, otros delitos
que constituyen atentados de género , por ejemplo las agresiones sexuales o las
detenciones ilegales, o los propios homicidios, solo podían reflejar ese sesgo
de desigualdad aplicando la agravante de parentesco del art. 23 que alude a las
relaciones, actuales o pasadas, que se han producido con convivencia.
Esta realidad no ha cambiado, pues la figura del art. 23 sigue haciendo
referencia exclusivamente a las relaciones matrimoniales o asimiladas, lo cual
tiene su sentido si atendemos a su fundamentación que no radica, precisamente,
en la idea del género, sino de la relación familiar.
Para evitar la idea
de que los delitos que no son de maltrato no constituyen infracciones de género,
la doctrina reclamaba la aparición de una agravante genérica, que permitiera
reconocer los supuestos en los que una mujer resultaba atacada por su condición.
De este modo, no solo se visualiza la violencia más allá de la del maltrato,
sino que se introducen elementos de proporcionalidad en relación con las penas,
en la medida en que si dicha agravante existe, del mismo modo que se incrementa
la sanción en el maltrato, por el incremento de reproche, se podría incrementar
en el homicidio, cosa que en el texto vigente no sucede.
Afortunadamente, la
reforma ha incluido en el art. 22.4, junto a otras agravaciones por
discriminación, la referente al género junto a la de sexo, en una clara toma de
posición por las tesis que diferencian entre la distinción biológica y la
desigualdad social. También se incluye esta distinción (sexo/género) en el art.
510 (incitación al odio). Pero entonces, lo que no resulta razonable, es que se
sigan manteniendo figuras como el 153, entre otras razones porque puede inducir
a pensar, que solo en los casos en los que la acción se produce en el seno de la
pareja puede hablarse de violencia de género, lo que, como es sabido, no resulta
exacto.
Era esta la ocasión
de parificar todos los ilícitos y resaltar su diferencia cuando se cometan sobre
la base de la desigualdad, lo que, además de dotar coherencia sistemática y
proporcional al Código, hubiera permitido extraer los casos de violencia de la
estricta relación de pareja, pudiendo ver ensanchado el circulo a los casos de
violencia social, institucional, profesional o cualquier otra, lo que, de
momento, sigue siendo una asignatura pendiente. |