La minotauromaquia y lo oscuro

Publicado el viernes, 5 junio 2020

Natalia Velilla Antolín – Arte Puñetero.

Se dice que las únicas fiestas auténticamente mediterráneas que han sobrevivido al paso del tiempo son la ópera italiana, las procesiones de Semana Santa y la tauromaquia. No sé si la afirmación es del todo correcta o una exageración, pero, lo que es indudable, es que el toro, en todas sus vertientes artísticas, folklóricas e históricas, es un animal asociado a la cultura del Mediterráneo.

El toro fue considerado desde antiguo un animal sagrado. Ya en la prehistoria se le representó como elemento totémico o mágico vinculado al éxito en la caza (solo hay que poner como ejemplo las pinturas rupestres de Altamira, en Cantabria). Más tarde, se le atribuyeron poderes divinos.

El toro simbolizaba la fertilidad, la naturaleza bruta y la fuerza indómita, pero, a la vez, la amenaza de la vida humana, la muerte. El hombre históricamente se ha relacionado con este animal de forma atávica, en una eterna y mágica confrontación entre la bestia y el espíritu, mezcla de temor reverencial, valentía y fascinación.

Representaciones del toro las hallamos en Grecia, Esparta, Mesopotamia o Egipto. En este último caso, es de sobra conocido el culto a Apis, dios egipcio con forma de toro, vinculado al mundo femenino, frecuentemente invocado en rituales de fecundidad. También Nut, diosa del firmamento, representada con atributos vacunos, o Hathor, diosa de la fertilidad y guardiana del lecho conyugal, diosa antropomorfa que aparece con cuernos de toro en el grupo escultórico de Gizá (2520 a.C.), por poner algunos ejemplos.

Sería imposible recoger en este breve artículo todas las expresiones del toro a lo largo de la historia. Por ello, a modo de ejemplo, destaco una de las representaciones clásicas más conocidas y antiguas del culto al toro, en la civilización minoica, en la isla de Creta. Se trata de la Taurokathapsia, consistente en realizar acrobacias saltando sobre el animal, un juego colectivo con el toro que, se cree, tenía connotaciones iniciáticas de jóvenes cretenses en su paso de la adolescencia a la madurez. El acróbata, para saltar, se apoyaba con ambas manos en los cuernos, morrillo o lomo del animal, quien le transmitía así, de forma mágica, su fortaleza y capacidad fecundadora. Una de las principales representaciones de la Taurokathapsia la encontramos en el mural de las paredes del palacio de Knossos, en Creta, de 1451 a.C.

En Creta tiene su origen el mito de Teseo y el Minotauro, narrado en La Metamorfosis de Ovidio. El Minotoauro (toro de Minos) era un monstruo de la mitología griega con cuerpo de hombre y cabeza de toro, fruto de la unión aberrante entre Pasífae, esposa del Rey Minos, y el toro de Creta. Tan vergonzoso nacimiento llevó al Rey de Creta a encargar a Dédalo construir un laberinto en la ciudad de Knossos donde encerrar al monstruo. Para alimentarle, Minos impuso a Atenas el ofrecimiento ritual de siete hombres y siete mujeres que eran llevados al laberinto. Esto sucedió en tres ocasiones hasta que Teseo, quien se había presentado voluntario para ser ofrecido al Minotauro, le dio muerte, liberando a su pueblo de la cruel imposición de Minos. Para ello, contó con la ayuda de Ariadna, que le hizo desenredar un ovillo a medida que se adentraba en el laberinto, con el fin de poder regresar de vuelta a la salida siguiendo el hilo que iba dejando.

El Minotauro representa la culminación del mito del astado como mezcla entre lo humano y lo animal, y ha captado la atención de numerosos creadores y artistas, como el insigne genio de la pintura Pablo Ruiz Picasso, sobre quien se podrían escribir (y se han escrito) miles de artículos de arte, por su profusión, variedad e incontestado talento.

Entre 1930 y 1937, Picasso realizó la denominada Suite Vollard, un conjunto de 100 grabados encargados por el marchante de arte Ambroise Vollard, de los cuales 15 de ellos están dedicados a lo que el propio Picasso denominó “La Minotauromaquia”, diversas obras en las que el Minotauro y la sexualidad son el tema escogido por el artista. El grabado más conocido de la serie muestra a varios personajes en un mismo espacio: una niña que porta una vela encendida y un ramo de flores y, enfrente, el Minotauro. En medio, una mujer aparece vestida de torero con los senos y el vientre al aire sobre una yegua herida, mientras un hombre huye por una escalera y dos mujeres contemplan la escena desde una ventana con dos palomas posadas. Algunas de estas figuras anticipan lo que fue origen del Guernica (1937), por su semejanza con otros personajes reflejados en esta última obra.

La Minotauromaquia fue realizada por Picasso en un momento de su vida oscuro y plagado de contradicciones. Cuando le encargaron la serie de grabados, el artista estaba casado con Olga Khokhlova, y tenía un hijo con ella, Paulo, a quien podemos contemplar representado en su famosa obra Paulo vestido de arlequín (1921). En esa época, llevaba años compaginando su vida familiar con una relación adúltera con la jovencísima Marie-Thérèse Walter, de quien estaba enamorado, y con quien esperaba un hijo. En las quince estampas de la Suite Vollard, el artista se identifica con la figura del Minotauro que dibuja, representando su propio impulso sexual y criminal, pero también su ternura, soledad y sufrimiento. El Minotauro como un monstruo maldito que reflexiona sobre sí mismo, autocensurándose entre la razón y la moralidad, que se muestra ante la inocente Marie-Thérèse, quien aparece representada en muchas de las láminas.

El universo taurino forma parte indisoluble de la obra de Picasso, no solo reflejado en este conjunto de láminas. El artista, desde niño, sintió fascinación por la tauromaquia de la mano de su padre, quien le llevaba a las corridas de toros en su ciudad natal, Málaga. Son muchos los grabados, ilustraciones y cuadros en los que el pintor malagueño reflejó los entresijos de la Fiesta Nacional.

Pese a lo controvertido de la tradición taurina, arte y toreo han ido de la mano desde siempre: Hemingway, García Lorca, Antonio Machado y Ortega y Gasset, entre otros, han rendido culto a las corridas.

Uno de los grandes artistas de los ruedos, Curro Romero, el maestro de Camas, protagonizó un episodio digno de los grandes divos del arte. El 25 de mayo de 1967, se negó a matar al toro que le había tocado en suerte por considerarlo “toreao”. Esta negativa le valió al controvertido torero ser detenido y llevado a los calabozos de la Dirección General de Seguridad, donde pasó la noche. El 12 de julio de 1987, lo volvió a hacer, dando origen a lo que se ha denominado “la espantá” torera.

El título X del Real Decreto 145/1996, de 2 de febrero, por el que se modifica y da nueva redacción al Reglamento de Espectáculos Taurinos, sanciona la negativa del torero a dar muerte al toro. Ahora bien, el régimen sancionador administrativo impide la detención física del infractor, salvo en caso de desobediencia grave a la autoridad policial.

Durante esta pandemia, hemos visto sanciones administrativas por incumplimiento de las normas de confinamiento, si bien únicamente puede procederse a la detención de aquellos que, pese a haber sido requeridos conforme a la ley por los agentes, se niegan gravemente a obedecer las órdenes de estos. Muchos han sido los casos difundidos en prensa y redes sociales en los que las autoridades policiales han sido puestas en entredicho respecto de su actuación. Los recursos frente a las sanciones y las denuncias por la detención, en algunos casos, darán lugar a sentencias judiciales corrigiendo o confirmando la actuación policial. Al margen de esto, sí podemos afirmar que el régimen democrático impide la detención en caso de infracción administrativa, como ocurrió con Curro Romero en 1967. Eran otros tiempos, donde el régimen franquista permitía determinados excesos, inaceptables en nuestro régimen constitucional actual.

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