José Manuel Pradas – La huella de la toga.
Que vivimos a base de tópicos no es descubrir el mar Mediterráneo. Por centrarnos en la política, llevamos meses donde permanentemente se nos habla del relato. Aquel que lo conquiste, nos dicen, ganará las elecciones nos insisten sociólogos, politólogos y demás tertulianos, y allá
que van dictando sus diagnósticos y previsiones, arrimando el ascua a su sardina y ya nos corresponderá a cada lector, oyente o televidente adivinar del pié del que cojea cada uno. De manera que ahora es el relato la expresión de moda, como hace unos años, pero viniendo a significar lo mismo, Felipe González hablaba o distinguía entre la opinión pública y la opinión publicada o en tiempos del nazismo, Goebbels convertía una mentira repetida mil veces en una verdad por la que el convencido se prestaría a someterse a un juicio de Dios y meter su mano en agua hirviendo por defenderla, como está sucediendo con algunos en el noreste de España.
Un tópico español es el machadiano de la España de charanga y pandereta. Frente a esta idea podríamos hablar de los aceituneros altivos de Hernández, los marineros vascos de Zuloaga, los castellanos y navarros adustos de Sainz de Tejada, o los obreros catalanes de Ramón Casas. Yo, por carácter y convicción, prefiero quedarme con estos otros arquetipos pero, pensándolo bien, los que me conocen ya lo saben y aquellos que no, ¡qué les importará lo que piense!
Sirvan los dos párrafos precedentes para introducir a un hombre serio, si no triste como creo debió ser Quintiliano Saldaña. Y digo debió porque, a fuer de ser sincero, no tengo remota idea de si lo era, aunque hay apuntes en su biografía que parecen ir en esa dirección y también abona esa tesis, la fotografía que se acompaña al artículo. Claro que quien sabe, igual Saldaña era un bailarín maravilloso y en los cafés-tertulia de su época era el líder carismático de la reunión, no por sus conocimientos del Derecho, sino por la gracia con la que contaba chistes y otros chascarrillos. Así que, aunque se admita la prueba en contrario y a resultas de que alguien con mayor fundamento me contradiga, quedará aquí para la posteridad Don Quintiliano como varón serio, adusto y triste. Y desde luego si algo de lo que acabo de afirmar es así, fue sin dudarlo su muerte como al final veremos.
Quintiliano Saldaña García era hijo de un modesto Procurador de los Tribunales y nació en Saldaña, provincia de Palencia en 1878. Se colegió como Abogado en Madrid en 1913 con el número cronológico 9857 y fue Catedrático de Derecho penal en Santiago, Sevilla y finalmente en la Universidad Central de Madrid. En las primeras décadas del siglo pasado fue seguramente uno de los más destacados penalistas con un prestigio internacional indiscutible en el campo de la Criminología, que lo llevó a trascender del mero positivismo del que fue su maestro von Listz, de forma que entendía al delincuente sin desentenderse de su condición de ser humano y concebía la sanción como un medio de readaptación del penado a la sociedad. Hoy día seguramente, salvo los teóricos estudiosos del Derecho penal, pocos le recuerden.
No es este el lugar, tampoco tengo conocimientos y ni siquiera hay espacio para profundizar en sus doctrinas, pero sí para contar como buscando documentarme, he dado con una anécdota curiosa sobre cómo funcionaban los parámetros de comportamiento entre los profesores universitarios en aquellas épocas que, permítaseme la ironía, quizá no sean hoy día tan diferentes. Lo sucedido fue así: El considerado padre de la Constitución de 1932, el Catedrático Jiménez de Asúa, estaba entonces recién licenciado y era discípulo de Saldaña. Éste fue criticado, desconozco por quien ni en qué sentido, pero Jiménez de Asúa decidió salir en defensa de su maestro y de qué forma lo haría que el ofensor de Saldaña retó a duelo al joven profesor. Jiménez de Asúa pidió a Saldaña que lo apadrinase. Entonces el Catedrático Saldaña contestó de esta forma a su discípulo: “…era lúcido ser intermediario en duelos de personajes: un general, un diputado, un ministro… y no de un joven ayudante de cátedra de una Universidad, que no tenía más nombre que el de pila, ni más apellidos que el paterno y materno”. Ni que decir tiene que estas afirmaciones supusieron una ruptura fulminante de la relación, que quien sabe si no tendría consecuencias en el trágico final de su muerte. Desde luego si yo soy Jiménez de Asúa y recibo esa respuesta, por el mismo precio habría retado a duelo a mi maestro Saldaña, aún a riesgo de parecerme al caballero d’Atagnan en el trance de conocer a Athos, Porthos y Aramis y tirarme toda la mañana de duelo en duelo.
Quintiliano Saldaña era un castellano de carácter conservador, y aunque en su obra no está exento un firme interés social en el carácter redentor de la pena, quedó marcado para determinados sectores de la sociedad al ser uno de los principales encargados de revisar el código penal de 1870, que era entendido como un código progresista fruto de la revolución del 68, y sustituirlo por el de la Dictadura del general Primo de Rivera de 1928. Esto le señaló definitivamente cuando empezó la guerra civil. Fue perseguido, siendo su casa asaltada en los primeros días. Su biblioteca, considerada la mejor de España en Derecho penal, quedó destruida y no le quedó otro remedio que la huida, para al final encontrar refugio en la Embajada de Cuba.
Se calcula que unas 700 personas estuvieron refugiadas en esa Embajada durante la guerra, de un total estimado de 10.000 que encontraron refugio en las legaciones diplomáticas de diversas ciudades, principalmente Madrid. Unos pudieron ser evacuados poco a poco y otros muchos tuvieron que esperar casi tres años para poder salir a la calle. No hay mucho escrito sobre esta tragedia, a excepción de algunos libros de memorias, donde se narran las experiencias personales vividas. Pero lo que más me impresionó fue hace unos años -con motivo de la reedición por el Colegio de Abogados de Madrid de su obra “La criminología en el Quijote”-, conocer su trágico final.
Intentó de mil formas poder obtener un salvoconducto que le permitiera salir de allí, pero no tuvo éxito. Enfermo, pero con sólo sesenta años, falleció de inanición, forma elegante de decir que murió de hambre. Un triste final para quien no quiso ser padrino de duelo de aquel que salió en su defensa.