De reyes, conventos, amores y culpas

Publicado el viernes, 21 febrero 2020

Natalia Velilla Antolín – Arte Puñetero.

Decir que D. Diego Rodríguez de Silva y Velázquez es uno de los máximos exponentes de la pintura barroca y considerado maestro de la pintura universal, es algo que nadie cuestiona. Tanto es así que pintores como Manet o Picasso tuvieron en Velázquez un referente.

Natalia Velilla Antolín, Magistrada - Arte Puñetero

Natalia Velilla Antolín, Magistrada – Arte Puñetero

No voy a dedicar el artículo de hoy a la obra de Velázquez, porque sería imposible recogerla en tan pocas líneas. No soy tan incauta. Únicamente me centraré en la leyenda de uno de los cuadros más heterodoxos de Velázquez, porque de todos es conocido que Don Diego no era un pintor religioso. Mejor dicho, no era un pintor religioso “al uso”. Acostumbraba a representar las escenas místicas de manera cotidiana (La cena de Emaús, con una mujer mulata; Cristo en casa de Marta y María, como una escena hogareña de la época; o su Cabeza de Apóstol, como un hombre coetáneo de avanzada edad). Su obra global se ha centrado más en escenas costumbristas (Vieja friendo huevos, El Aguador de Sevilla), mitológicas (La Venus del Espejo, Marte) y de la realeza (Retrato de la Infanta Doña Margarita, Las Meninas). Por tanto, sus pinturas religiosas convencionales se remontan, sobre todo, a sus inicios sevillanos de la mano de su suegro Pacheco. Así, la Inmaculada Concepción, de 1618 (en la National Gallery de Londres) o La Adoración de los Magos, de 1619 (en el Museo del Prado). Por eso, tras sus viajes a Italia y experimentar con los desnudos en cuadros como La Fragua de Vulcano o Los Borrachos, pintó un cuadro religioso que sobrecoge por su espiritualidad. Un cuadro que refleja como ninguno la divinidad humana se Cristo. Un cuadro de belleza clásica, deslumbrante y serena: el Cristo crucificado del Convento de la Encarnación Benita de Madrid (también conocido como Convento de San Plácido), en la plaza de San Roque, pintado en 1632.

Hay diversas leyendas en torno al cuadro. La que se considera más probable se basa en afirmar que fue un encargo que Jerónimo Villanueva, fundador del Convento de San Plácido, hizo a Velázquez para exhibirlo en el Convento a modo de ofrenda, como consecuencia de salir airoso de un proceso inquisitorial abierto contra él y contra la mayoría de las monjas del Convento en 1628, por una suerte de histeria colectiva de las monjas en la que decían tener revelaciones demoníacas. Villanueva tendría acceso directo al pintor de la Corte por su buena relación con el Conde Duque de Olivares, valido del Rey Carlos IV.

Hago un inciso al hilo los procesos judiciales inquisitoriales para explicar que eran presididos por el Inquisidor, miembro del clero secular (sacerdotes) con formación jurídica universitaria. Formaban parte del tribunal el Procurador Fiscal (que era quien realizaba la investigación y formulaba la acusación), los calificadores (teólogos que determinaban si los actos del investigado constituían un delito contra la fe), los consultores (una especie de gabinete técnico jurídico que asesoraba al Inquisidor en materia de antecedentes procesales) y los notarios, secretarios que intervenían dando fe en cada uno de los actos procesales. Estos procesos inquisitoriales por supuesto, no estaban previstos para salvaguardar ni el principio de presunción de inocencia, ni el de contradicción ni el de igualdad de partes, garantías procesales todas ellas impensables para aquellos tiempos oscuros. Por eso, Villanueva, que fue procesado por haber dado crédito a las revelaciones demoníacas de las monjas, pese a tener el proceso en suspenso en 1630, en 1632 presentó un documento de autodelación, lo que motivó que los cuatro calificadores del tribunal emitieran un dictamen en el que exponían que «por lo que toca a este sujeto, no toca al Santo Oficio el proceder en esta causa, por no tener calidad de oficio». Consideraron que Villanueva había obrado de buena fe guiado por su director espiritual. De ahí el agradecimiento del bueno de Jerónimo con el cuadro del Cristo de Velázquez. Años después la causa fue abierta y Villanueva sentenciado, pero eso es otra historia.

Volviendo al encargo pictórico, la leyenda más truculenta y popular cuenta que Felipe IV se enamoró de una monja del Convento. La monja, bellísima y famosa por ello, se llamaba Margarita de la Cruz. El rey se obsesionó con ella. Una de las versiones de la historia cuenta que fueron amantes y, por arrepentimiento posterior, para tapar su pecado, el religioso monarca mandó a Velázquez pintar el Cristo para regalarlo al convento y así expiar sus culpas. Otra versión narra que Felipe IV, enamorado de la bella religiosa, planeó secuestrarla. Pero las monjas fingieron la muerte de Margarita para evitar las sacrílegas intenciones del rey, que, cuando llegó al convento, encontró a las monjas reunidas ante un ataúd con un cirio en cada esquina y a Sor Margarita en su interior, con la cara reflejando la palidez de la muerte y un crucifijo entre las manos, en una interpretación dramática digna de un Óscar. En recuerdo de su pena, encargó a Velázquez el cuadro.

Sea cual fuere el origen del arrendamiento de obra de Velázquez, el resultado no pudo ser más glorioso. Un Cristo relajado, mostrando una piel blanca y apenas mancillada, exhibiendo su esbelta anatomía, reposada, sin apenas tensión. Un Cristo muerto y en paz que puede admirarse en el Museo Nacional del Prado y que, con independencia de las creencias religiosas del espectador, produce una sensación de espiritualidad solo posible gracias al genio de la pintura que fue Velázquez. Cuesta trabajo creer que de algo tan oscuro como fue la Inquisición pudiera salir algo tan bonito. Quizá por eso haya tomado fuerza la leyenda basada en el amor de un Rey hacia una monja, como una suerte de compensación estética y ética. O, simplemente, por ser de Justicia que una pintura tan bella solo pueda ser fruto del amor.

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