Rafael Fraguas, periodista, Doctor en Sociología por la UCM, analista geopolítico, escritor y periodista. Autor de “Manual de Geopolítica Crítica”. Tirant lo Blanc. Humanidades. Valencia, 2016
Han pasado 250 años desde el nacimiento de Jorge Guillermo Federico Hegel en la ciudad alemana de Stuttgart. Se trata de una de las figuras más influyentes de la Historia del Pensamiento. Tanto, que el devenir de la propia Historia contemporánea resultaría en gran parte incomprensible sin tener en cuenta el impacto de sus aportaciones intelectuales sobre la Filosofía, el Derecho y la Política. Y las tuvo, tanto teóricas como epistemológicas y metodológicas, gracias a su esfuerzo, considerado titánico, por establecer los nexos entre la realidad y la Razón, el Universo y el ser humano, en una gesta sin parangón desde la contribución aristotélica 24 siglos antes.
Hegel no solo destacó en el ámbito de los estudios y la enseñanza de la Lógica, la Metafísica, la Religión y la Estética, que transformó hondamente, sino también como precursor de la sociología histórica y como primer politólogo sistematizador de la Teoría del Estado. Y, todo ello, dentro de su propósito encaminado a elaborar una Gran Teoría, abarcadora de la mayor parte de los ámbitos de la esfera del saber humano.
Previamente, será preciso establecer que una de sus principales contribuciones, según coinciden los estudiosos de su legado, se centraba en torno a su concepción de la Filosofía como conciencia de la racionalidad de lo real, que vertebró el arco de bóveda de su pensamiento y que él aquilató con su definición de la Idea como componente estructural y racional de la realidad.
Dentro de la gran complejidad que implicará la comprensión del despliegue de su pensamiento, hay una constante perceptiva en Hegel que cabría definir como una suerte de antropomorfización de conceptos tales como Dios, Idea, Espíritu, Razón, Estado o Libertad, entre otros, a los cuales Hegel asigna algo muy semejante a una potencial subjetividad propia. Es decir, en el pensamiento hegeliano, grandes conceptos como los descritos se muestran capaces, por sí mismos, de reflexionar, de plegarse sobre sí, incluso de escindirse y acceder, para ello, a estadios propios de conciencia o de autoconsciencia espoleados por un dinamismo itinerante perpetuo. Se trata de una colosal gesta didáctica que inaugura una epistemología sin la cual resultaría muy difícil, sino imposible, alcanzar los ámbitos donde él sitúa el Espíritu, la Idea, de la Razón, la Historia y el Estado, meta que no había conseguido coronar plenamente así ninguno de sus predecesores.
Para ello movilizó un grado de abstracción, hasta entonces desconocido, al que pudo acceder desde una sensibilidad troquelada junto con la del impar poeta Friedrich Hölderlin, con quien coincidiera en su mocedad en el seminario de Tübingen, donde el pietismo –la obsesión del destino- tenía un profundo arraigo. Schelling sería también, con ellos, partícipe de aquella generación inflamada entonces por la llama que la Revolución Francesa hacía arder por los mejores corazones de Europa. Conmovido por las frustraciones de la no nata nación alemana, el joven Hegel vio inicialmente en el Corso la espada capaz de meter en cintura a la legión de Príncipes y Electores que mantenía dividida la nación alemana. Posteriormente, en su madurez, como muchos de sus congéneres, Hegel retornaría a otra senda, bien distinta, que le abismaría hasta la sacralización del Estado prusiano en su condición de expresión suprema del Espíritu entrañado en la Historia. Sus discrepancias con la Revolución vendrían determinadas por no compartir el concepto abstracto de libertad preconizado por el jacobinismo, pese a que su hegemonía política en el proceso convertía en inviable la realización práctica de la emancipación.
Hay en él una dinámica conceptual de la Idea que carece de precedentes en Europa y constituye una originalísima contribución hegeliana a la Filosofía. Esa proyección de características humanas, esa suerte de personificación ideal sobre las grandes concepciones teóricas, destila un aroma mitológico que permitiría percibir rasgos de lo grandioso, porque tal característica parece emanciparlas de la erosión de todo constructo humano, sin perder el nexo propiamente antropológico que, gracias al mito, las convierte en accesibles. Mito que conduce hacia el rito que, en su caso, encarnaría propiamente en el Estado hegeliano.
La mentada subjetividad atribuida a las ideas convierte a Hegel, junto con otros elementos de su discurso, en verdadero adalid del idealismo. Hay quien dice que Hegel traslada, incluso, trasfunde, la idea de divinidad a la Historia, para humanizarla luego o, más bien, desdivinizarla e identificarla con el despliegue del Espíritu Absoluto. Esta característica de su proceder es quizá síntoma del racionalismo ilustrado del cual él bebió, para convertirlo ulteriormente en idealismo objetivo, a costa de conceder estatuto propio a la realidad exterior, independientemente del sujeto, huyendo así de buena parte del dictado cartesiano y kantiano que, hasta la llegada de Hegel a la escena filosófica, imperaban aún en el pensamiento europeo avanzado.
Lo Universal deviene pues en otra de las categorías conceptuales de su pensamiento. Mas, para Hegel, lo Universal reside en lo particular –eco del panteísmo spinoziano- donde mantiene un anclaje provisional del cual se emancipa en un itinerario incesante que conecta ambas categorías de manera permanente, lo cual, por extensión, acredita, humanizando, la presencia del ser humano en la Historia.
He aquí otra de las gemas del pensamiento hegeliano: su concepción de que el sentido de la Historia, porque a su juicio lo tiene, es la Libertad. Se refiere a la tragedia del peregrinaje humano en una incesante búsqueda para escribir, con la Razón, las páginas de la Historia Universal en cuyo término sitúa Hegel el reino de la Libertad. Pero se trata éste, de un concepto concreto que se realiza por sí mismo en la acción histórica y que no conviene confundir con una predeterminación en la conciencia.
Lejos del nudo empirismo tan caro al pensamiento filosófico anglosajón que -salvo en el caso del historiador romántico Thomas Carlyle-, lo omitió desdeñosamente de sus referencias, Hegel sobrevuela el cientifismo al que aquel guiaba: tal deriva había partido de la contribución de los nominalistas y después de la de Francis Bacon en un trayecto unidireccional que culminaría siglos después -Newton por medio-, en el empirismo, el positivismo y el pragmatismo. Hegel ya intuía –y desdeñaba- el decurso del pensamiento empirista, Locke mediante, hacia la identificación –trivializada- de Filosofía y Ciencia, desproveyendo a la primera de su propia entidad raciocinante.
Aquel proceso, previó Hegel, descarnaría de sustancia la filosofía insular anglosajona, desgajándola para siempre del pensamiento continental, del cual sería él principal abanderado, con amplios ecos en el desarrollo lógico-filosófico de importantes pensadores de Italia, Francia, en los países nórdicos, América Latina. Evidentemente, su pensamiento primaría en Alemania, donde su legado, como es sabido, se escindiría, en clave ontológica hacia el idealismo-existencialismo heideggeriano, por su derecha, y hacia su adaptación en clave aún idealista objetiva por Ludwig Feuerbach y ya en clave materialista por parte de Karl Marx, en lo que se conoce como la izquierda hegeliana.
Mas la trascendencia evidente del legado de Hegel vendría determinada, señaladamente, por su recuperación de la dialéctica heraclitiana y su adaptación metodológica a la magna empresa racionalizadora emprendida por él, por sus ambiciosos y compactos troqueles explicativos y comprensivos del destino humano. El maestro de Jena asumirá el protagonismo de una revolución metodológica de gran envergadura que le permitirá su aplicación a la comprensión y al despliegue de la Historia, la Ciencia, el Arte, incluso la Vida, mediante la tríada posición, oposición superación. Si bien a Hegel su hallazgo dialéctico no le permitió rebasar el ámbito del idealismo objetivo, su propuesta metodológica dialéctica, convenientemente reubicadas -por parte de Marx- las posiciones del sujeto y del objeto de la Historia invertidos por Hegel, permitiría aplicarla a una teoría política omnicomprensiva de rostro humano, lejos de toda fantasmagoría metafísica.
El potencial de la dialecticidad hegeliana, aún antes de su transformación, se convertiría en una herramienta crucial para la comprensión de la Ciencia Política por su aplicabilidad al estudio de la sociedad y de la Historia merced a la Teoría del Estado, habida cuenta de que la sociedad, para Hegel, constituye el sustrato de la Ciencia Política y, por ende, del pensamiento de lo estatal. A juicio del pensador de Stuttgart, el Estado es condición de posibilidad de la existencia humana y de la libertad objetiva, lo cual lo encumbra hacia una totalidad ética que constituye la razón última de la Historia.
Para Feuerbach y Marx, émulos siempre formalmente respetuosos del maestro de Jena donde impartiría sus mejores lecciones, Hegel confundía el sujeto y el predicado en su grandioso esquema gnoseológico, por cuanto que en la posición subjetiva situaba al Espíritu Absoluto, esto es, la Historia, en un despliegue cuyo predicado sería el ser humano. Marx consuma la inversión entre uno y otro y centra al ser humano como sujeto del predicado de la Historia. Benedetto Croce, un siglo después, abundaría en esta idea. Pese a la profundidad de la inversión realizada, la potencia epistemológica que encierra la dialéctica lleva a Marx a asumirla definitivamente tras superar la fase de idealismo objetivo en el que se había desenvuelto su propio proceder hasta poco antes de la redacción del Manifiesto Comunista, en 1847-8. Mientras que para Hegel, la síntesis dialéctica, la fusión entre tesis y antítesis implicará, a la postre, la identidad sintética de la identidad y la desidentidad, fundidos sus tres momentos en un constructo unitario que cierra el círculo lógico a los pies de la Idea del Espíritu absoluto, la dialecticidad materialista marxiana generará el salto de cualidad mediante el cual la Historia de la Humanidad rompe tan férreo círculo para desplegarse y avanzar en espiral, con el ser humano y la clase proletaria como agentes del progreso emancipador. Para Marx, el sujeto de la Historia no es ella misma, como preconizara Hegel, sino el ser humano de carne y de sangre que la protagoniza y embrida, pese a la existencia de leyes objetivas, señaladamente relativas a la Economía y a la Política –Maquiavelo dixit-, independientes de la voluntad humana. Por cierto será Hegel el verdadero rescatador del genial florentino al admitir que la Astucia del Bien cuenta con el Mal -y lo pone a su servicio- para conseguir sus propios fines racionales. A pesar de la inexorable necesidad de las leyes objetivas, para Marx siempre será posible la aserción teleológica humana capaz de alterar aquella linealidad, mientras que en Hegel la asertividad procede del Espíritu mismo, por sí mismo, en pos de la Libertad.
Mientras que para Hegel, el ser humano, individuos y pueblos, realizan en la más absoluta ignorancia el inapelable designio supremo de la divinidad, Marx desdeñará tal fatalismo y edificará la categoría sociológica de clase social consciente –tal vez con un eco del concepto de Pueblo elegido resonante en la tradición teológica judía- como agente cuya intencionalidad irrumpe en la Historia para alterarla y adaptarla teleológicamente conforme a los intereses humanos.
La dialéctica resuelve el problema del sentido de la geschitlichkeit, de la historicidad concebida como progreso humano, en aras de la Libertad desde la mirada hegeliana y en clave de emancipación igualitaria, desde la perspectiva marxista. Empero, el nexo dialéctico entre Hegel y Marx se anudará en torno a la idea del Estado que en ambos pensadores adquirirá un contenido igualmente consistente, aunque antagónico, más desarrollado en el primero. Todo indica que el factor que lastró en él, con su impedimenta, el tránsito del idealismo hegeliano al materialismo fue, señaladamente, la mitificación del concepto nacional de Alemania, tan cara a espíritus eximios como los de Goethe, Herder y Fichte. Nadie acierta a comprender cómo mentes tan preclaras incurrieron en la divinización de la misión del supuesto Ser alemán en la presuntamente grandiosa hechura de la Historia Universal por sí misma, preconizada por Hegel. Claro que las bases de tal deriva ya habían sido echadas, desde la escena de la proto-lingüística, por Herder y Humboldt, ratificada por Fichte, cuando admitieron como axioma que la insuperable degradación de los países de la esfera neolatina les había impedido acceder a la vitalidad y la magna cultura ínsitas en el legado de Grecia, herencia que solo la lengua alemana, con la pureza de su naturalidad incontaminada, conservaba y podía exhibir como un preciado tesoro. Entre aquella deriva, atajada sabiamente y a tiempo por la izquierda hegeliana, y la melopea irracionalista tan solo mediaba un paso. El paso fue dado por Nietzsche, adalid del descrédito de la Razón y del conocimiento, cuyo discurso se abriría paso a manotazos hasta despejar para sus émulos el camino de acceso a la absolutización del Estado nacional prusiano, cuyos efectos geopolíticos veríamos impregnarse de sangre en los campos de batalla de Europa en dos ocasiones bélicas.
Por otra parte, ¿hubo un eco del Estado hegeliano en el nacimiento del Estado soviético? En un principio, solo un lejano resonar. Las frágiles concepciones marxistas de lo estatal no se afirmarían, convenientemente transformadas, hasta su praxis signada por Lenin ya instalado en el poder. A grandes rasgos, la dialecticidad marxista, antimetafísica por definición, impregnó los primeros pasos de la Revolución de Octubre triunfante, con la estela de esplendor crítico que llevaría a la Vida, las Artes, las Ciencias y la Literatura a una de sus fases más frescas –y desgraciadamente más cortas- del libérrimo entusiasmo creativo en la historia de la civilización. Y ello porque se produjo un solapamiento concreto, político, de la Historia con la eticidad bajo el cual el acceso a la emancipación de todos los seres humanos se configuró como una posibilidad al alcance de la mano, encarnada en los soviets, por primera vez en la historia. Empero, mediante bloqueos, cercos internacionales, invasiones militares de ejércitos extranjeros, hambrunas y guerras impuestas, sobrevendría -por mor de aquella inducción política exterior y fragilidades políticas internas- la progresiva mutación de la lábil aún dialéctica marxista soviética por la metafísica hegeliana del Estado absoluto, nivel en el que concurrirían individuo, comunidad y sociedad; la clase en sí, el proletariado, y la clase para sí, el Partido; todo lo cual asfixiaría buena parte del mensaje emancipador ínsito en el estro revolucionario de Octubre.