Manuel Jaén Vallejo. Magistrado. Profesor Titular de Universidad. Ex Letrado del Tribunal Supremo y ex Asesor del Ministerio de Justicia
En homenaje a mi asociación, la Asociación Judicial Francisco de Vitoria, una asociación judicial independiente, en su 40 aniversario
SUMARIO:
I. La separación de poderes como límite al poder político.-
II. Formas de clemencia incompatibles con la separación de poderes.-
III. El Poder Judicial como garantía del Estado democrático de Derecho.-
IV. La elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial.-
V. ¿Politización de la justicia? El problema de los nombramientos de altos cargos judiciales.-
VI. Los límites de la tarea interpretativa de los jueces.- Conclusiones.
RESUMEN: En este artículo, partiendo de la necesidad de la separación de poderes como límite al poder político, que la Constitución (CE) contempla sobre la base de un equilibrio pensado para evitar abusos en el ejercicio del poder, se critica el derecho de gracia que la CE reconoce al Rey, con el refrendo del Ejecutivo y, muy en particular, la amnistía aprobada por la LO 1/2024, de 10-6, destacándose que la mayor garantía del Estado democrático de Derecho es poder contar con un Poder Judicial fuerte, independiente, imparcial y eficaz. También se aborda el espinoso asunto de la elección de los vocales del CGPJ, el problema de los nombramientos de altos cargos judiciales y, por último, los límites de la tarea interpretativa de los jueces.
I
La separación de poderes como límite al poder político
Aunque nuestra Constitución (CE) no reconoce formalmente el principio de la división de poderes, sí queda reflejado en su articulado al referirse al Poder Judicial, en su Título VI, al Poder Ejecutivo, aunque este no se menciona como tal, pero sí al referirse al Gobierno en su Título IV, y al Poder Legislativo, que tampoco se menciona expresamente, pero que el texto constitucional recoge claramente, en su Título III, al regular las Cortes Generales. Además, el mismo art. 1º CE deja claro que “la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”, que no son otros sino los mencionados.
Es innegable que cada uno de aquellos órganos constitucionales tiene atribuidas sus propias funciones: las Cortes Generales ejercen el Poder Legislativo, el Gobierno el Poder Ejecutivo, y los jueces y tribunales el Poder Judicial.
Y para mantener el necesario equilibrio entre esos poderes del Estado deben evitarse injerencias entre los mismos: tanto el Poder Legislativo como el Ejecutivo, han de respetar y acatar las decisiones judiciales, y los jueces, naturalmente, sólo pueden juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, según las leyes aprobadas por el órgano legislativo.
Naturalmente, siempre es posible criticar las decisiones judiciales, en el ejercicio de la libertad de expresión que, como derecho fundamental, está reconocida en la Constitución, pero atacarlas e intentar guiar los actos del Poder Judicial en base a consignas programáticas políticas, no es admisible, pues ello choca palmariamente con la independencia del Poder Judicial.
Es cierto que los jueces y tribunales tienen la tarea de interpretación de la Ley, pero ello no puede suponer en ningún caso que puedan legislar a la hora de realizar tal tarea interpretativa, aunque no siempre es fácil determinar los límites entre lo jurídico, esto es, la aplicación del derecho, y lo político, esto es, la creación del derecho. Pero, desde luego, ni el juez puede hacer de legislador, ni este, ni el Gobierno, pueden dejar de cumplir con las resoluciones judiciales.
Montesquieu, en su obra De L’Esprit des lois (1748), al analizar las distintas formas de gobierno, menciona el despotismo, que identifica con la concentración de poderes propia del Ancien Régime, de manera que una sola persona gobierna a su capricho y conforme a su voluntad, que es precisamente lo que se pretende evitar con la división de poderes, idea que aún hoy, con sus matices, sigue siendo el eje central del sistema democrático.
Naturalmente, la distribución del poder entre el legislativo, ejecutivo y judicial presupone ciertos límites para cada uno de esos órganos, así como el sometimiento a ciertos controles. Así, es claro que los tres poderes vienen obligados a respetar el contenido esencial de los derechos y libertades reconocidos en la Constitución. El Poder Ejecutivo está sometido al control de legalidad llevado a cabo por los tribunales (art. 106 CE), y el Poder Judicial tiene límites políticos, que se manifiestan en la inviolabilidad del Rey, los privilegios parlamentarios y el derecho de gracia.
Nuestra Constitución se basa en un equilibrio pensado para evitar que se produzcan ciertos abusos en el ejercicio del poder.
II
Formas de clemencia incompatibles con la separación de poderes
Como decía anteriormente, el Poder Judicial tiene ciertos límites políticos, algunos perfectamente compatibles con nuestro Estado democrático de Derecho, basado a su vez en el principio de la división de poderes y en el principio del imperio de la ley.
Es el caso de las inmunidades de diputados y senadores que, según el art. 71.2 CE, sólo pueden ser detenidos en caso de flagrante delito y no pueden ser inculpados ni procesados sin la previa autorización de la Cámara respectiva. Tampoco es de aplicación la Justicia Penal por las opiniones manifestadas por aquellos en el ejercicio de sus funciones (art. 71.1 CE), es decir, en principio no les serían de aplicación los llamados delitos de opinión. La razón de estas prerrogativas es clara: se trata de garantizar la libertad e independencia de la institución parlamentaria[1].
Pero hay otros límites, que sólo tienen una explicación clara en un Estado de poderes concentrados, como lo era el de la monarquía absoluta, en la que el ius puniendi, y demás poderes, los ostentaba la Corona. Me refiero al derecho de gracia, que la Constitución le sigue reconociendo al Rey (art. 62 i), con el refrendo del Ejecutivo (art. 64), que es, en realidad, el que aprueba los indultos.
En tiempos de la monarquía absoluta cobraba sentido esta institución, a través del derecho de gracia que tenía el monarca, acaso por la crueldad de las normas penales entonces imperantes (con previsión de la pena de muerte, trabajos forzados y las penas corporales), pero hoy en día ni se da, afortunadamente, esta última circunstancia, rigiendo en el derecho penal, por el contrario, el principio de humanidad, ni es la Corona quien ostenta el ius puniendi. La titularidad del ius puniendi la tiene el Estado, y el art. 117.1 CE es cristalino cuando afirma que “la justicia emana del pueblo”, es decir tiene indudablemente, a diferencia de épocas pasadas, un fundamento democrático. Por tanto, hoy es difícilmente explicable el derecho de gracia, que proviene de la edad media, y que, sin embargo, nuestra Constitución le sigue reconociendo al Rey, con el refrendo del Ejecutivo.
¿Cómo se explica entonces, en la actualidad, ese límite político de la justicia penal que representa el derecho de gracia?
En realidad, todas aquellas razones que podrían justificar, en cierto modo, la figura del indulto, están hoy recogidas en los textos legales vigentes, por lo que la hacen innecesaria. Es el caso, por ejemplo, de las penas crueles e inhumanas, prohibidas en el art. 15 CE, de la inejecución, en ciertos casos, de la pena privativa de libertad (art. 80 del Código penal), o del amplio catálogo de circunstancias atenuantes y de posibilidades de individualizar adecuadamente las penas en el derecho actual, de forma tal que la pena nunca supere la gravedad de la culpabilidad por el hecho cometido, que nunca sea desproporcionada, pues, no se olvide, los jueces y magistrados están sometidos al imperio de la ley (art. 117.1 CE), es decir, están vinculados al orden jurídico, luego a la ley, a la Constitución, y a los valores superiores de su ordenamiento jurídico, cuales son la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político (art. 1.1 CE), sin olvidar la dignidad de la persona y el libre desarrollo de la personalidad, valores a los que se refiere el art. 10.1 del texto constitucional.
A todo ello hay que sumar el hecho de que, aunque, ciertamente, los jueces pueden llegar a aplicar erróneamente el derecho, se pueden equivocar, por la propia falibilidad humana, el amplio sistema de recursos permite perfectamente corregir esos posibles errores. Y, por supuesto, como lo reconoce el art. 25.2 CE, “las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados”, aunque aquí hay que reconocer que el Tribunal Constitucional, en lugar de reconocer un derecho a la reinserción social, en el sentido de que no se apliquen medidas que dificulten tal objetivo, dada la ubicación sistemática de aquel precepto, viene negando tal derecho fundamental, entendiendo que lo que contiene el art. 25.2 CE es un mandato del constituyente al legislador referido a la configuración de la ejecución penal[2].
Ahora bien, el ejercicio del «derecho de la gracia de indulto» no es absoluto, sino que sólo puede tener lugar en los casos previstos en la ley. Concretamente, el art. 11 de la vigente Ley de 18 de junio de 1870 señala que el Ejecutivo puede ejercer el derecho de gracia “cuando existan razones de justicia, equidad o utilidad pública, a juicio del tribunal sentenciador”.
En cuanto a su alcance, el art. 62 i) de la Constitución deja claro que, aunque el Rey puede ejercer el derecho de gracia, “no podrá autorizar indultos generales”, es decir, el derecho de gracia es un derecho limitado.
No cabe duda de que el ejercicio del derecho de gracia, acordando indultos a favor de los condenados por los órganos jurisdiccionales, choca frontalmente con la función que sólo a estos corresponde de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado.
¿Cuál puede ser, pues, el fundamento de esta institución arcaica y retrógrada que perdura en el tiempo?
La respuesta no es fácil, porque el Rey ha pasado a tener un carácter simbólico, en el marco, no ya de un Estado de poderes concentrado, como en tiempos de la monarquía absoluta, en el que era la cabeza de todos los poderes, sino de un Estado moderno estructurado sobre la base de la división de poderes, y en el que el ejercicio del ius puniendi (derecho a penar o sancionar), a través de la elaboración de las pertinentes leyes penales, corresponde al Poder Legislativo, y su aplicación al Poder Judicial. Hoy es difícilmente explicable la atribución de un derecho de gracia al Rey, que en realidad ejerce el Gobierno, cuando el Rey ya no tiene la titularidad del Poder Judicial, sino que la Constitución lo atribuye al pueblo, por más que se administre en nombre del Rey (art. 117.1).
En cualquier caso, el derecho de gracia no puede ser entendido hoy como expresión de un poder de discrecionalidad plena del Poder Ejecutivo, como antaño, sino que su uso debe ser racional, que aleje toda sombra de arbitrariedad, proscrita en el art. 9.3 CE y, desde luego, sería necesario contar cuanto antes con una adecuada política de indultos que evitara excesos en este ámbito. Podría pensarse su aplicación, por ejemplo, para evitar una pena injusta, por ser cruel o desproporcionada, o por derivar de un error judicial, aunque estas penas, actualmente, están prohibidas en la Constitución, y los códigos penales modernos cuentan actualmente, como se dijo, con mecanismos suficientes para evitar penas injustas y posibles errores judiciales.
En conclusión, aunque el reconocimiento del indulto es una realidad indiscutible, no cabe duda que el requisito de la racionalidad es imprescindible para su correcto ejercicio, por más que, a mi juicio, suponga una institución retrógrada y arcaica, que supone una clara injerencia del poder ejecutivo en el judicial, y de la que no debería abusar el Gobierno, por quedar extramuros de su función. Institución prohibida, por cierto, en nuestra primera Constitución, la de 1812, («la Pepa»), al señalar en su art. 243 que “ni las Cortes ni el Rey podrán ejercer en ningún caso las funciones judiciales, avocar causas pendientes, ni mandar abrir los juicios fenecidos”.
Indultos, en cualquier caso, que han de serlo a título individual, por cuanto que el art. 62 i) CE es cristalino cuando afirma que el Rey, en el ejercicio del derecho de gracia, “no podrá autorizar indultos generales”.
Y si estos indultos generales están prohibidos, con mayor motivo habrá de estarlo la amnistía, que es una medida de clemencia más generosa, por cuanto que extingue completamente la pena y todos sus efectos, eliminando incluso todo antecedente penal.
Además, la amnistía, que tiene el precedente de la Ley de Amnistía de 1977, es decir, anterior a la vigencia de la actual Constitución, aprobada con ocasión de la transición de un régimen dictatorial a otro democrático para su aplicación a los que habían sido condenados por cometer delitos de intencionalidad política, debe responder siempre, como lo dejaba claro la Sentencia del Tribunal Constitucional 63/1983, a una «razón de justicia», no a razones de puro oportunismo político, o como decía la Sentencia del mismo tribunal 147/1986, la amnistía “pretende eliminar las consecuencias de la aplicación de una determinada normativa que se rechaza hoy por contraria a los principios inspiradores de un nuevo orden político”.
Ni razones de justicia, ni de un cambio político, como fue el de la Ley de Amnistía de 1977, se dan en el caso de los condenados por el procés catalán, que lo fueron, tras un juicio impecable que todos los españoles tuvimos la ocasión de presenciar, celebrado con todas las garantías, en una sentencia[3] de la mayor excelencia, tras un laborioso trabajo que sólo puede merecer los mayores elogios, y por la que se condenó no sólo por delitos que pudieran considerarse de algún modo como delitos políticos, sino también por un delito de corrupción, como es el de malversación, en cuanto que, como dice Gimbernat, los políticos finalmente condenados “sustrajeron los caudales públicos, en una cuantía de varios millones de euros, para abonar con ellos los gastos del referéndum… y dispusieron de esas cantidades como si fueran ellos (y no la Administración pública) los propietarios de las mismas”[4], referéndum, hay que recordar, que había sido declarado ilegal, e incluso inconstitucional por la Sentencia del Tribunal Constitucional 90/2017.
En realidad, con la pretendida amnistía, rechazada ampliamente por la ciudadanía española, no se persiguen intereses generales, sino muy particulares de quien la promueve y de un grupo de personas condenadas por delitos de extrema gravedad, cuestionando un principio tan básico como es “la indisoluble unidad de la Nación española” (art. 2 CE), fundamento de la Constitución, olvidando otro de los principios constitucionales, como es el de la “interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos” (art. 9.3 CE) y, en fin, el principio de igualdad.
Como lo ha señalado, con sólidos argumentos, Aragón Reyes, que fue Magistrado del Tribunal Constitucional, la propuesta de ley de amnistía no representa sino la compra de unos votos que el presidente necesitó para mantenerse en el poder, recordando que en un Estado de Derecho el fin no justifica los medios, a no ser que aceptemos, a todos los efectos, la idea contraria de que el fin sí justifica los medios, atribuida a Maquiavelo, fin que, además, como sería la concordia en Cataluña, difícilmente se va a lograr en el marco de la vigente Constitución[5].
Amnistía que, finalmente, ha quedado aprobada por la Ley Orgánica 1/2024, de 10 de junio, llevando por denominación “para la normalización institucional, política y social en Cataluña”, objetivo que, ciertamente, de cumplirse, supondría una excelente noticia para todos los ciudadanos de este país, pero que a la vista de la actitud mantenida por las fuerzas independentistas difícilmente se podrá conseguir.
Ley que va acompañada de un larguísimo preámbulo, con el que se intenta justificar la aprobación de las medidas de clemencia que en ella se contienen, y sobre cuya constitucionalidad habrá de pronunciarse el Tribunal Constitucional, siendo su principal característica la enorme extensión que se da a la amnistía, comprendiendo los actos determinantes de “responsabilidad penal, administrativa o contable, ejecutados en el marco de las consultas celebradas en Cataluña el 9 de noviembre de 2014 y el 1 de octubre de 2017, de su preparación o de sus consecuencias, siempre que hubieren sido realizados entre los días 1 de noviembre de 2011 y 13 de noviembre de 2023”, e incluso las acciones que se enumeran, en una larga lista, “ejecutadas entre estas fechas en el contexto del denominado proceso independentista catalán, aunque no se encuentren relacionadas con las referidas consultas o hayan sido realizadas con posterioridad a su respectiva celebración”, entre otros los “actos cometidos con la intención de reivindicar, promover o procurar la secesión o independencia de Cataluña” (art. 1), es decir, en contra de lo previsto en el art. 2 de la propia Constitución, que garantiza la “indisoluble unidad de la Nación española”, comprendiendo la malversación, siempre que no haya habido un “propósito de obtener un beneficio personal de carácter patrimonial”, con impunidad, pues, para cualquier tipo de apropiación de bienes públicos con aquellas finalidades, e incluso actos dolosos contra las personas, salvo que hayan tenido resultado de muerte, aborto o lesiones al feto, o lesiones de los arts. 149 y 150 CP.
Amnistía cuya aplicación por los órganos judiciales, administrativos o contables, habrá de llevarse a cabo “en el plazo máximo de dos meses, sin perjuicio de los ulteriores recursos, que no tendrán efectos suspensivos” (art. 10).
III
El Poder Judicial como garantía del Estado democrático de Derecho
La Constitución configura nuestro país como un Estado social y democrático de Derecho, que proclama como valores superiores la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, reconociendo un amplio catálogo de derechos fundamentales.
Pues bien, la mayor garantía del Estado democrático de Derecho es poder contar con un Poder Judicial fuerte, independiente, imparcial y eficaz, siendo el encargado de velar por todo ello el CGPJ[6], que ha de salvaguardar la carrera judicial de presiones procedentes del Poder Ejecutivo[7], de ahí la importancia de este órgano constitucional, previsto en el art. 122 CE, siguiendo los modelos de países como Francia, Portugal e Italia.
No se puede negar, pues, que el Título (VI) de la Constitución que regula el Poder Judicial, tiene una extraordinaria trascendencia. La Constitución quiso rescatar esta expresión de «Poder Judicial», que ya figuraba en la Constitución de la primera República de 1873, y en la que incluso se declaraba expresamente que “el Poder Judicial no emanará ni del Poder Legislativo ni del Poder Ejecutivo”. Y es claro que sólo a través de la jurisdicción, del ejercicio de la potestad jurisdiccional atribuida a jueces y magistrados (art. 117.3 CE), es como el Estado puede asumir la función de protección del Derecho[8], en forma totalmente independiente de la Administración o de cualquier otro Poder distinto del Judicial[9].
Hay que recordar, porque ello provoca cierta confusión en la ciudadanía, que el Poder Judicial lo integran los jueces y tribunales, no el CGPJ, que es su órgano de gobierno, pero este no es el Poder Judicial, es decir, no tiene función jurisdiccional alguna, sólo es algo instrumental del Poder Judicial. Aquel es algo complementario de este. Tampoco tiene atribuida la representación de jueces y magistrados, porque no es una corporación profesional (como los Colegios de Abogados), algo que sí tienen las distintas asociaciones, correspondiéndole al Consejo las competencias organizativas que tiene atribuidas para administrar y ordenar adecuadamente el servicio prestado por aquellos[10].
Lo anterior es algo que siempre hay que recordar para evitar ciertas confusiones, sobre todo en tiempos de inestabilidad de este órgano constitucional, por la interinidad que ha tenido que arrastrar durante más de cinco años, inestabilidad que no ha afectado en absoluto al Poder Judicial, aunque este haya sufrido ciertas dificultades por el veto a los nombramientos discrecionales de altos cargos judiciales mientras que no se renovaba el CGPJ, afectando principalmente al Tribunal Supremo, con numerosas vacantes por la pasada situación de interinidad del Consejo, que ahora, una vez renovado, habrá de dedicar largas jornadas para poder cubrirlas cuanto antes y recuperar así el alto tribunal la normalidad.
También hay que recordar que cualquier juez, desde el que ejerce su función en una pequeña ciudad hasta los que integran el Tribunal Supremo, cuando actúa en el ejercicio de su función jurisdiccional, actúa como un poder del Estado y, por tanto, en el marco de la soberanía nacional, debiendo contar con todo el apoyo del Estado, especialmente de su órgano de gobierno, que debe salvaguardar la independencia judicial, y aquí sí que el CGPJ debería hacer mayores esfuerzos para cumplir con esta función, que hasta ahora sólo la viene cumpliendo en forma simbólica.
Incluso, debe añadirse, el Ministerio Fiscal también forma parte del Poder Judicial, por lo que es una institución que no puede ser manejada a su antojo por el Poder Ejecutivo; la Fiscalía General del Estado es autónoma del Gobierno, por más que la designación del Fiscal General del Estado coincida con la de cada Gobierno, siendo nombrado y cesado por el Rey a propuesta del Gobierno, estando sujeta a los principios de legalidad e imparcialidad (art. 124 CE).
Hay que evitar, pues, la confusión que, a veces, se produce en la sociedad, entre el CGPJ, que sería lo accesorio, y lo principal, que es el Poder Judicial[11].
La independencia de los jueces y magistrados, comprensiva también de su necesaria inamovilidad, sin injerencias externas, es una de las principales garantías del Estado de Derecho, pues la única forma de que el Estado pueda asumir la función de protección del Derecho, como dije, es a través de la jurisdicción servida por jueces y magistrados, que actúen en forma independiente de la Administración o de cualquier otro poder distinto del judicial y, como dice el art. 117.1 CE, “sometidos únicamente al imperio de la ley”.
Naturalmente, el juez puede llegar a extralimitarse, aplicando erróneamente el Derecho y afectando así los derechos de los ciudadanos, lo que puede ocurrir, bien por la propia falibilidad humana, bien por un eventual abuso de la función judicial, algo, esto último, que en España sólo ha ocurrido en contadas y excepcionales ocasiones.
Problemas ambos que tienen su solución en el ordenamiento jurídico.
En el primer caso la solución radica en la previsión de un buen sistema de revisión de las decisiones, esto es, de un adecuado sistema de recursos procesales, como así ocurre en el derecho español.
Y en el segundo caso, tratándose de una aplicación incorrecta de la ley que es consecuencia de un abuso de poder por parte del juez, la solución no puede ser otra sino la disciplinaria o, incluso, la respuesta penal, a través de los delitos de prevaricación[12] y de corrupción de funcionarios que, por supuesto, alcanzan también a los jueces, hechos punibles cuyo fin, como lo señala Bacigalupo, es doble: por un lado, garantizar la confianza general en la integridad de la administración de justicia y, por otro lado, la vinculación exclusiva a la ley de los funcionarios en general y de los jueces y fiscales en particular”[13].
Pero lo que debe rechazarse, de plano, son los intentos de desprestigio del Poder Judicial, concretamente de magistrados que tienen a su cargo asuntos de especial trascendencia pública, frente a lo cual hay que reivindicar, una vez más, que la independencia del Poder Judicial es la mayor garantía del Estado democrático de Derecho, siendo los que lo integran los únicos que pueden poner límites a ciertas decisiones políticas, acaso derivadas de la situación política actual y de la clara influencia de las fuerzas políticas independentistas, cuestionando permanentemente: la “indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, que proclama la propia Constitución (art. 2); la independencia judicial, con duras críticas a aquellos fallos judiciales que no les favorecen; y el principio de la separación de poderes. Principios todos ellos que son la verdadera esencia del Estado democrático de Derecho, cuyo reconocimiento y consolidación, tantos esfuerzos ha costado a este país y a sus ciudadanos.
Ningún poder, ni el político, ni ningún otro, puede ser ilimitado, algo que debe ser repudiado, porque, en palabras del filósofo alemán Loewenstein, el poder ilimitado siempre desemboca en tiranía y arbitrario despotismo[14].
En fin, a pesar de los infundados e inmerecidos ataques al Poder Judicial, este debe seguir actuando en defensa del Estado de Derecho, pues es su obligación y lo que da sentido a su existencia, garantizando el respeto de la Constitución y el cumplimiento de las leyes que lo hacen posible, como lo hiciera la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, en su Sentencia 459/2019 («sentencia del procés»), en la que, como muy bien dice Alfonso Guerra en su magnífico libro, rebosante de sentido común, La rosa y las espinas, el tribunal llevó a cabo una labor encomiable, siendo muy satisfactoria la labor del magistrado Manuel Marchena, buscando y logrando la unidad de los que integraron la sala en tan importante fallo, tarea y esfuerzos ahora perdidos una vez aprobada la ley de amnistía.
IV
La elección de los vocales del Consejo General del Poder Judicial
En mi opinión, no se puede negar la plena legitimación democrática del actual sistema, pues el órgano legislativo, a diferencia de los otros órganos a través de los cuales actúa el Estado, tiene la legitimación directa por la elección de sus miembros por el pueblo, luego por la voluntad popular y, recordémoslo, “la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado (art. 1 CE).
Pero lo que es inaceptable es que cada vez que haya que renovar el CGPJ ello dependa exclusivamente del acuerdo de los partidos políticos que sumen la mayoría suficiente para hacer realidad la renovación (mayoría de tres quintos de los miembros del Congreso y Senado), generando la lógica inestabilidad en tan alta institución si no cumplen con el mandato constitucional. Tengo, sin embargo, muchas dudas, de que la alternativa que se propone de atribuir a los propios jueces la facultad de elegir a los vocales de procedencia judicial, sea mejor.
El Tribunal Constitucional, en su más importante precedente en esta materia, la Sentencia 108/1986, ya advirtió, sabiamente, sobre el riesgo de que el procedimiento electoral traspase al seno de la carrera judicial las divisiones ideológicas existentes en la sociedad, lo que podría tener lugar a través de las diferentes asociaciones, algunas de ellas verdaderas correas transmisoras de los principales partidos políticos que tienen la llave de la renovación, a lo que hay que sumar el riesgo incluso de la endogamia, tan propia y tradicional en nuestro país, en el que suele aceptarse el hecho de elegir o promocionar «al de la casa», en el caso que nos ocupa a personas próximas a ciertas asociaciones, en lugar de priorizar a los candidatos con mayor capacidad, competencia y méritos.
Creo, pues, que podría mantenerse perfectamente el sistema actual, pero, claro, a la vista de la experiencia de los últimos años, introduciendo una modificación en su regulación, concretamente en el art. 568 LOPJ, que está dedicado a la renovación del CGPJ, añadiendo un apartado tercero que dijera lo siguiente: “Si en el plazo de tres meses, contados a partir de la expiración del mandato de cinco años del Consejo General del Poder Judicial, no se produjera su renovación por parte del Congreso de los Diputados y del Senado, se procederá por ambas cámaras legislativas, en acto público, a la insaculación, en las respectivas urnas, de los magistrados del Tribunal Supremo, magistrados de más de 25 años de antigüedad, y magistrados y jueces de menos de 25 años de antigüedad, que opten a ser elegidos, según acuerdo de proclamación de candidaturas aprobado por la Junta Electoral prevista a tal efecto en el art. 576 de esta ley Orgánica”. Modificación que, naturalmente, podría extenderse también a los otros vocales no judiciales (abogados y otros juristas), una vez verificada su idoneidad, esto es, que los mismos sean «de reconocida competencia».
La modificación que se propone no es sino producto de la razón y del más elemental sentido común, por cuanto que si quienes tienen la responsabilidad de llevar a cabo la renovación no lo hacen, por las razones que sean, normalmente por oportunismo político, anteponiendo los intereses de partido a los intereses generales, es inadmisible que se mantenga una situación tan anómala y precaria como la que hemos padecido desde hace más de cinco años.
Un sistema, pues, subsidiario, que seguramente incentivaría a los responsables de la renovación a realizarla en plazo, para no perder la oportunidad de llevar a cabo los nombramientos y, en caso contrario, aseguraría la normalidad en su renovación en tiempo y forma y, por tanto, la estabilidad de la institución.
A esta estabilidad contribuiría también la derogación del inciso del art. 582.2 LOPJ referido al cese por jubilación, sustituyéndose por una regulación sobre el cese de los vocales similar a la contenida en el art. 23 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, que no contempla la jubilación como causa de cese, sino, principalmente, el cumplimiento del mandato de cinco años. No hay justificación alguna para mantener distintas regulaciones sobre este aspecto.
Incluso, otro sistema que otorgaría la plena legitimidad democrática a la elección de los vocales del CGPJ sería el de la elección directa por el pueblo, pues si “la justicia emana del pueblo” (art. 117.1 CE), y del pueblo “emanan los poderes del Estado” (art. 1.2 CE), habiendo incumplido palmariamente su obligación quienes tienen la responsabilidad política de cumplir con el mandato constitucional de elección de dichos vocales previsto en la ley orgánica del poder judicial, no sólo en esta última renovación sino también en otras anteriores, no es descabellado afirmar que sea el propio pueblo, sus ciudadanos, quienes directamente asuman tal tarea.
Es intolerable que se produzca una situación de permanente interinidad del CGPJ, como la vivida en estos últimos años, así como el elevado número de vacantes en tribunales superiores, en especial en el Tribunal Supremo, pendientes de nombramiento por tal situación anómala, con las consecuencias que ello comporta para la ciudadanía, por los retrasos que pueden sufrir en la resolución de los recursos residenciados en dicha sede.
Y, desde luego, es muy frustrante para los juristas que, a la hora de proceder al nombramiento de quienes han de integrar los altos organismos del Estado, entre ellos el CGPJ, sólo se debata sobre la cuestión de si los candidatos son «conservadores» o «progresistas», cercanos al PP o al PSOE, encasillamiento muy simplista, y no sobre su trayectoria profesional, mérito, capacidad y competencia de los mismos, todo ello con la mayor transparencia.
Como decía Ortega y Gasset, en su obra La rebelión de las masas, en referencia a expresiones similares: “ser de la izquierda es, como ser de la derecha, una de las infinitas maneras que el hombre puede elegir para ser un imbécil; ambas son, en efecto, formas de hemiplejia moral”, es decir, de visión parcial de la realidad.
V
¿Politización de la justicia?
El problema de los nombramientos de altos cargos judiciales
Es muy frecuente que se use la expresión «politización de la justicia» respecto de las designaciones de altos cargos judiciales, principalmente de los Magistrados del Tribunal Supremo, presidentes de Tribunales Superiores de Justicia y de las Audiencias Provinciales, que ciertamente suelen responder a acuerdos políticos de los sectores representados en el Consejo («conservadores» y «progresistas»), y que no ofrecerían problema alguno si se respetaran los criterios de mérito, capacidad y competencia profesional de los candidatos, anteponiéndolos al posible perfil pretendidamente «conservador» o «progresista» del candidato.
En este sentido, aunque el llamado «Plan Guilarte», propuesto hace unos meses por el presidente interino del CGPJ, ha sido muy criticado en la carrera judicial, a mi juicio no es en absoluto descabellado, sino, al contrario, muy razonable.
Dicho Plan consistiría en que los presidentes de los Tribunales Superiores de Justicia y de las Audiencias Provinciales, fueran elegidos por los jueces de cada territorio, y que los Magistrados del Tribunal Supremo los eligiera un tribunal dependiente del CGPJ, integrado por Magistrados de las respectivas salas, catedráticos y otros profesionales de la Justicia, expertos en las respectivas materias, con lo que se eliminaría el deseo de ciertas mayorías «conservadores» o «progresistas» por controlar los nombramientos de los más altos órganos judiciales.
A mi juicio es un sistema razonable, porque, en verdad, muchos de los cargos judiciales deberían ser elegidos por los propios jueces, es decir, por sus pares, como ocurre en Portugal, y como ocurre actualmente en España con los jueces decanos y miembros de juntas de gobierno de los Tribunales Superiores de Justicia, descargándose así el CGPJ de las críticas sobre la politización relacionadas con los nombramientos, eligiéndose los presidentes de Tribunales Superiores de Justicia y de las Audiencias Provinciales, por los jueces de esos ámbitos territoriales, es decir, por sus pares, bien conocedores de los posibles candidatos, por ser personas muy cercanas al servir en un mismo ámbito territorial.
En cuanto a los Magistrados del Tribunal Supremo, hay un aspecto que no siempre se valora suficientemente: que este alto Tribunal no es un órgano jurisdiccional más.
En realidad, la culminación de la jurisdicción reside en los Tribunales Superiores de Justicia de las respectivas Comunidades Autónomas, quedando reservado el Tribunal Supremo al estricto cumplimiento que le asigna el art. 123 CE, como última instancia interpretativa de las leyes: garantizar la unidad del orden jurídico y, de este modo, la seguridad jurídica y la igualdad en la aplicación de la ley. Sólo excepcionalmente celebra juicios, como en el caso de las causas contra aforados, miembros de altos órganos del Estado, como ocurrió en el caso del procés.
Esto significa que, para el acceso a este alto Tribunal, los requisitos que han de reunir los candidatos no son los mismos que para acceder a los diferentes órganos jurisdiccionales. No basta con la experiencia acumulada en estos por los candidatos, o con el número de escalafón (antigüedad). Se requiere un perfecto conocimiento de la dogmática propia de cada una de las disciplinas jurídicas, según se opte a una u otra de las salas que integran el Tribunal Supremo, pues ello es lo que permitirá a sus integrantes llevar a cabo la tarea interpretativa de las leyes, como base para la elaboración de la doctrina jurisprudencial sobre cada una de las materias.
En el caso, pues, de los Magistrados que opten a formar parte del Tribunal Supremo, resulta imprescindible que estos cuenten con una sólida dogmática, y no, como a veces se entiende, erróneamente, con un mejor número en el escalafón o, simplemente, con cierta experiencia en la tarea repetitiva de aplicación del Derecho.
Por ello, la propuesta de introducir en el sistema de elección de los Magistrados del Tribunal Supremo un filtro que asegure la idoneidad de quienes vayan a formar parte de este alto Tribunal, es perfectamente coherente con la naturaleza de este Tribunal, con su posición constitucional y con la necesidad de asegurar que sus miembros sean profesionales de la mayor excelencia en sus respectivas especialidades, y no sólo aquellos que, por motivos de carácter político, interese a unas u otras mayorías del CGPJ, algunas de ellas como simples transmisoras de ciertos partidos políticos, colocar en el alto Tribunal.
En fin, con esta propuesta se logra la despolitización del Consejo, que viene motivada casi siempre por el tema de los nombramientos, y se asegura la mayor excelencia posible de los componentes del alto Tribunal, para llevar a cabo la importantísima tarea asignada al mismo.
Insisto, la función del Tribunal Supremo, en esencia, como instancia centralizada, es la de controlar la aplicación del Derecho, garantizando, como se dijo, la unidad del orden jurídico, y ofreciendo, pues, la interpretación última de las leyes, lo que exige no sólo un conocimiento de las leyes y de la jurisprudencia, sino también un buen conocimiento de la dogmática, un buen manejo de la hermenéutica y de las técnicas de argumentación jurídica, garantizando así el correcto cumplimiento de dicha función. La selección, pues, de los magistrados integrantes de este alto tribunal, no se debe concebir como una especie de culminación de la carrera judicial, como a veces se pretende, sino de acceso a la última instancia interpretativa de las leyes, que exige en los candidatos esos otros requisitos que son los que permiten llevar a cabo semejante tarea.
De todos modos, aunque tal despolitización del CGPJ en los nombramientos judiciales es deseable, no se le puede negar a este órgano constitucional cierta dimensión política, pues tiene a su cargo una política pública, cual es el gobierno del Poder Judicial, es decir, todas aquellas competencias organizativas de logística del servicio prestado por los jueces, aunque su ejecución debería permanecer ajena a la política partidaria, al tratarse de un órgano independiente, con el que se pretende evitar precisamente las posibles influencias del Poder Ejecutivo sobre el Poder Judicial.
Hay países, como, por ejemplo, Alemania, en los que tales competencias las asume el propio Ministerio de Justicia, porque no hay un Consejo General del Poder Judicial como el nuestro, que no se considera algo indispensable del sistema democrático y, además, en el caso de Alemania, este Ministerio participa en la designación de los magistrados del Tribunal Supremo, sin que nadie se escandalice por ello. En este país también los jueces son designados por el Ministerio de Justicia entre aquellos candidatos, que han obtenido las mejores calificaciones y que previamente han superado el examen de Estado (en cierto modo equivalente a nuestras oposiciones), con una formación menos memorística, pero idónea para la labor de todo juez, que no es otra sino la aplicación racional de la ley.
Lo que desde luego es inadmisible, y choca palmariamente con la necesaria independencia judicial, es que se produzcan injerencias partidistas en el ejercicio de la función jurisdiccional, que incluso podría tener repercusiones penales.
También es inadmisible que los dos principales partidos políticos se repartan los puestos en el Consejo, en proporción a la fuerza parlamentaria de los mismos, como ha ocurrido hasta ahora, sirviéndose además tales partidos de las dos asociaciones profesionales que están en su órbita, para proyectar así sus pretensiones en el seno del Consejo, quedando las demás asociaciones, que no son correa transmisora de ningún partido, fuera del Consejo, al no garantizar disciplina alguna a consignas políticas, por lo que este no es ese órgano constitucional plural y participativo, reflejo de la pluralidad de corrientes de pensamiento de la carrera judicial, que debería ser, sino expresión de los principales partidos en el Consejo.
Situación que, una vez más, se ha confirmado a propósito de la última renovación, con vocales elegidos palmariamente cercanos a los dos grandes partidos y, como era de esperar, en su mayor parte de la APM y de JD, dejando fuera a mi asociación, la AJFV, de tanto peso en la carrera judicial. En cualquier caso, no cabe duda que los vocales designados, como grandes profesionales que son, realizaran la buena labor que cabe esperar de los mismos.
Prueba irrefutable de esta situación tan reprobable es que, salvo error, de los 72 vocales de procedencia judicial que ha habido desde 1985, 29 han sido de la Asociación Profesional de la Magistratura (APM), 22 de Jueces para la Democracia (JD), y sólo 3 de la Asociación Judicial Francisco de Vitoria (AJFV) y 18 no asociados. En fin, es innegable que el Partido Popular siempre elige a candidatos de la APM, y el PSOE casi siempre a los de JD.
Y un claro ejemplo de intromisión por parte del Poder legislativo en el Poder judicial es el pretendido «lawfare» (judicialización de la política), según el documento suscrito en 2023 por el PSOE y JUNTS para facilitar la investidura, que consistiría en desarrollar comisiones de investigación en sede parlamentaria con el fin de detectar posibles situaciones de judicialización de la política, que podrían dar lugar a acciones de responsabilidad, algo que chocaría frontalmente con la independencia judicial y la separación de poderes, estando los jueces exclusivamente sometidos al imperio de la ley, sin que puedan estar sometidos a presiones políticas, y debiendo utilizarse el cauce de los recursos y procesos judiciales para impugnar las resoluciones o proceder, en su caso, contra los jueces que hubieran podido incurrir en algún tipo de abuso y, por tanto, de responsabilidad.
VI
Los límites de la tarea interpretativa de los jueces
Si la crítica sobre la politización del CGPJ tiene que ver frecuentemente con los nombramientos judiciales, no puede desconocerse que también se critica a veces la politización de la justicia, en relación a determinadas resoluciones judiciales, percibiéndose frecuentemente un diálogo en el que los participantes hablan idiomas diferentes: el de los juristas, que no pueden sino hablar el lenguaje de la ley, así como de los distintos elementos del aparato conceptual que permite su correcta aplicación; y sus ocasionales interlocutores, por lo general los medios de comunicación, que suelen expresarse según la conveniencia político social de la decisión, algo que debe quedar extramuros de las decisiones que debemos adoptar los jueces.
En realidad, sólo es posible hablar de «justicia politizada» cuando en ella, a través de las resoluciones judiciales, se refleja realmente una clara tendencia a crear derecho o apartarse de ciertos precedentes.
Cuando los textos legales son claros no hay problema alguno, y si el Juez se aparta de ellos podría incurrir en una prevaricación.
El problema se presenta cuando se trata de aplicar textos ambiguos, y por lo general los textos escritos siempre adolecen de cierta ambigüedad, que requieren de la interpretación para su adecuada aplicación, pues aquí es donde surge la preocupación por el hecho de que los jueces puedan llegar a invadir la esfera del legislador, con decisiones propias, no comprendidas por el texto legal aplicable, hasta el punto de existir en la historia del derecho de los siglos XVIII y XIX prohibiciones de interpretar las leyes.
Beccaria, considerado el padre del derecho penal moderno, en su obra Dei deliti e delle pena (1764) denunciaba que “nada es más peligroso que el axioma común que indica que es necesario consultar el espíritu de la ley”, de ahí que al juez le estuviera prohibido interpretar, siendo un simple vocero de la ley, «la bouche qui prononce les paroles de la loi», sin duda por la desconfianza, motivada por sus abusos, que existía hacia los jueces del Ancien Régime.
No es de extrañar que la Constitución de Cádiz de 1812 sólo permitiera al Tribunal Supremo, en los casos de dudas sobre el alcance de la ley, consultar al Rey sobre ellas, para que se pudiera promover la oportuna declaración en las Cortes. Prohibiciones que no eran sino expresión de la ingenuidad legislativa[15] consistente en creer que la interpretación sólo era necesaria muy excepcionalmente, y que la ciencia jurídica europea ha ido demostrando lo contrario, es decir, que sólo a través de un buen aparato conceptual, de conceptos y categorías dogmáticas, es posible aplicar la ley, garantizando la división de poderes en la aplicación del derecho, y que los jueces sólo puedan juzgar y hacer ejecutar lo juzgado según la ley aprobada por el órgano legislativo, garantizándose también la igualdad[16], al proporcionar aquel aparato conceptual, con sus teorías jurídicas, una base de aplicación de la ley generalizable a todos los casos[17].
Insisto, no se puede legislar cuando se aplica el derecho. Al respecto, un jurista alemán, Bernd Rüthers, ha llamado la atención sobre este aspecto, que puede observarse en ciertas sentencias de su país, a través de las cuales los tribunales, en realidad, crean Derecho, lo que naturalmente es contrario al principio de la división de poderes[18].
Pero: ¿hasta qué punto el juez puede interpretar los textos de la ley? ¿Cómo separar lo jurídico de lo político? ¿Cuáles son los límites entre lo jurídico, esto es, la aplicación del derecho, y lo político, esto es, la creación del derecho?
No es fácil la respuesta a estas preguntas, aunque lo que sí es claro es que los jueces no pueden libremente rellenar las lagunas del sistema normativo, pero sí, naturalmente, optar por una de las varias posibilidades interpretativas de la norma aplicable en el caso concreto. Y para ello no hay por qué estar únicamente al significado de las palabras de la ley (método gramatical), o a la finalidad documental del legislador (método histórico).
Los estudios sobre hermenéutica han demostrado que las valoraciones forman parte de la interpretación y la aplicación del derecho. Por ello, hoy el método teleológico es especialmente significativo en la interpretación de las leyes, aunque no permite legitimar cualquier finalidad de la norma que el intérprete desee introducir. Y ello porque, en primer lugar, el texto legal siempre constituye un límite de toda interpretación, no pudiendo chocar esta con el sentido gramatical del texto aplicable y, en segundo lugar, porque la finalidad de la norma se debe deducir del propio texto de la norma. Es decir, no se trata de reemplazar la norma por una finalidad que el intérprete personalmente considere justa, sino de interpretar la norma de tal manera que su finalidad no resulte frustrada.
La decisión, pues, sobre la norma es siempre del legislador, no puede ser función del juez. El juez no puede hacer nunca de legislador, y este, lo mismo que el ejecutivo, ha de respetar siempre la labor del Poder Judicial, porque el Estado democrático de Derecho así lo exige.
Conclusiones
- La mayor garantía del Estado democrático de Derecho es contar con un Poder Judicial fuerte, independiente, imparcial y eficaz, debiendo facilitarle el Estado los medios necesarios para hacerlo realidad.
- El necesario equilibrio entre los poderes del Estado exige que se eviten injerencias entre los mismos: tanto el Poder Legislativo como el Ejecutivo, han de respetar y acatar las decisiones judiciales, y los jueces, naturalmente, sólo pueden juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, según las leyes aprobadas por el órgano legislativo.
- Aunque el CGPJ es el órgano de gobierno del Poder Judicial, teniendo a su cargo las importantes competencias organizativas para ordenar adecuadamente el servicio prestado por los jueces y magistrados que lo integran, al Poder Judicial sólo lo gobierna la ley, y ello es así porque en un Estado democrático de Derecho como el nuestro, los jueces y magistrados han de ser independientes e inamovibles, sometidos exclusivamente al imperio de la ley.
- Aunque el reconocimiento del indulto es una realidad indiscutible, no cabe duda que el requisito de la racionalidad es imprescindible para su correcto ejercicio, por más que suponga una institución retrógrada y arcaica, que supone una clara injerencia del poder ejecutivo en el judicial, y de la que no debería abusar el Gobierno, por quedar extramuros de su función. Indultos, en cualquier caso, que han de serlo a título individual, estando prohibidos en la Constitución los indultos generales.
- Y si los indultos generales están prohibidos, con mayor motivo habrá de estarlo la amnistía, que es una medida de clemencia más generosa, por cuanto que extingue completamente la pena y todos sus efectos.
Ni razones de justicia, ni de un cambio político, como fue el caso de la Ley de Amnistía de 1977, se dan en el caso de los condenados por el procés catalán, que lo fueron, tras un juicio impecable, celebrado con todas las garantías, en una sentencia de la mayor excelencia, y por la que se condenó no sólo por delitos que pudieran considerarse de algún modo como delitos políticos, sino también por un delito de corrupción, como es el de malversación.
Razones de “normalización institucional, política y social en Cataluña”, son las que justifican la Ley Orgánica 1/2024 de amnistía, a costa de la impunidad por los actos determinantes de responsabilidad penal, administrativa y contable, relacionados con el proceso independentista catalán. El tiempo revelará si esta ley orgánica consigue efectivamente el logro de estos objetivos, tan deseados por todos los ciudadanos, pero el escepticismo al respecto, muy justificado, es elevado.
- Sólo a través de la jurisdicción, del ejercicio de la potestad jurisdiccional atribuida a jueces y magistrados, es como el Estado puede asumir la función de protección del Derecho, en forma totalmente independiente de la Administración o de cualquier otro Poder distinto del Judicial.
- Cualquier juez o magistrado, cuando actúa en el ejercicio de su función jurisdiccional, actúa como un poder del Estado y, por tanto, en el marco de la soberanía nacional, que debe contar con todo el apoyo del Estado.
- Los Fiscales forman parte del Poder Judicial, y aunque el Fiscal General del Estado es nombrado a propuesta del Gobierno, cesando con el Gobierno que le propuso, la Fiscalía General del Estado es autónoma del Gobierno, estando sometidos los Fiscales a los principios de legalidad e imparcialidad, independientemente de que el diseño de la política criminal corresponda al Gobierno, así como la política en general en materia de justicia.
El Poder Judicial, pues, no es gobernable, en el sentido de que ninguna autoridad puede guiar sus actos en el ejercicio de su jurisdicción; esto no es posible, porque sería palmariamente contrario a la Constitución.
- Es inadmisible, por ser contrario a la independencia judicial, que se produzcan injerencias partidistas en el ejercicio de la función jurisdiccional, como también lo es la intromisión del Poder Legislativo en el Poder Judicial a través del pretendido «lawfare», que permitiría desarrollar comisiones de investigación en sede parlamentaria con el fin de detectar posibles situaciones de judicialización de la política que podrían dar lugar a acciones de responsabilidad, pues los jueces están sometidos exclusivamente al imperio de la ley, sin que puedan estar sometidos a presiones políticas.
- No se puede legislar cuando se aplica el derecho, aunque en tal tarea siempre hay varias posibilidades interpretativas de la norma aplicable al caso concreto, entre ellas la que proporciona el método teleológico, aunque este no permite legitimar cualquier finalidad de la norma que el intérprete desee introducir, sino únicamente interpretar la norma de tal manera que su finalidad no quede frustrada.
La decisión sobre la norma es siempre del legislador, de manera que el juez no puede hacer nunca de legislador, y este, lo mismo que el ejecutivo, ha de respetar siempre la labor del Poder Judicial, porque así lo exige el Estado democrático de Derecho.
[1] V., al respecto, la Sentencia del Tribunal Constitucional 243/1988.
[2] V., en este sentido, la Sentencia 2/1987.
[3] Sentencia 459/2019, de 14-10. Ponente: Magistrado D. Manuel Marchena Gómez. STS ROJ: 2997/2019. ECLI: ES: TS: 2019: 2997.
[4] GIMBERNAT ORDEIG, E., “Malversación, sedición y desórdenes públicos después de la reforma”, Diario del Derecho Iustel, 2 de febrero de 2023.
[5] V. La amnistía en España: Constitución y Estado de Derecho, obra colectiva, dirigida por ARAGÓN, M., GIMBERNAT, E. y RUIZ ROBLEDO, A., ed. Colex, Madrid, 2024.
[6] V., en este sentido, JAÉN VALLEJO, M., “Poder judicial e independencia de jueces y magistrados”, El Derecho, 20 de septiembre de 2012.
[7] Cfr. FERNÁNDEZ-MIRANDA CAMPOAMOR, C., “El Consejo General del Poder Judicial: de la Ley Orgánica 1/1980, de 10 de enero, a la Ley Orgánica 6/1985, de 29 de julio”, Revista de Derecho Político, núm. 38/1994, p. 91.
[8] JELLINEK, G., Teoría general del Estado, traducción de Fernando de los Ríos, Madrid, 1914, pp. 535 y 536.
[9] V. GONZALEZ-DELEITO, N., “El Poder Judicial después de la Constitución”, Boletín del I. Colegio de Abogados de Madrid, monográfico dedicado al X Aniversario de la Constitución, núm. 6/1988, p. 87.
[10] Entre ellas: las competencias de carácter disciplinario referidas a los jueces, sólo en el aspecto de empleado público sujeto a un determinado estatuto, no en el aspecto de titular de la potestad jurisdiccional, ajena a la actividad gubernativa del CGPJ; todo lo relativo a los ingresos en la carrera judicial y ascensos; traslados y otras designaciones de la carrera judicial y del personal al servicio de la Administración de Justicia; emisión de informes, etc. Todo ello sin autonomía presupuestaria para crear plazas o dotar de infraestructura a las sedes judiciales, algo que depende en exclusividad al Gobierno, a través de su Ministerio de Justicia, y a las Comunidades Autónomas con competencia en materia de Justicia.
[11] Cfr., en este sentido, MOSQUERA, L., “La posición del Poder Judicial en la Constitución española de 1978”, en la obra colectiva La Constitución Española de 1978. Estudio sistemático, dirigido por los profesores Alberto Predieri y Enrique García de Enterría, Madrid, 1980, p. 766.
[12] V. JAÉN VALLEJO, M., “La ilicitud del delito de prevaricación judicial”, Cuadernos de Política Criminal, núm. 78/2002, pp. 655 y ss.
[13] BACIGALUPO, E., Justicia penal y derechos fundamentales, Madrid, 2002, pp. 49 y 50.
[14] LOEWENSTEIN, K., Teoría de la Constitución, Barcelona, 1976, p. 153.
[15] Cfr, ampliamente, sobre esta cuestión, BACIGALUPO, E., “La realización del principio de legalidad y la igualdad ante la ley”, en su extensa obra recopilatoria Teoría y práctica del Derecho Penal, tomo I, Madrid, 2009, pp. 393 y ss.
[16] V., JAÉN VALLEJO, M., “El principio de igualdad en la aplicación de la ley”, Boletín del I. Colegio de Abogados de Madrid, nº 3/1986.
[17] Cfr., en este sentido, BACIGALUPO, E., “Empirismo y teorías jurídica (la utilización de las teorías jurídicas en la práctica judicial)”, Revista jurídica de Estudiantes, Universidad Autónoma de Madrid, núm. 1/1999, p. 39.
[18] Cfr., RÜTHERS, B., La revolución secreta. Del Estado de Derecho al Estado judicial. Un ensayo sobre Constitución y método, traducción de Francisco J. Campos, Filosofía y Derecho, Marcial Pons, Madrid, 2020.