A estas alturas, todos, o casi todos, conocemos el contenido del informe del CIS
sobre percepción de la violencia en la adolescencia y la juventud, elaborado
para la Secretaría de Estado de Servicios Sociales e Igualdad y presentado hace
unos días. Muchos medios de comunicación se han hecho eco de algunas de sus
conclusiones, entre ellas, la terrible afirmación de que uno de cada tres
jóvenes toleran o justifican conductas como el control de la pareja y de sus
hábitos y horarios -a través de las tecnologías o de otro modo-, o cosas como
impedirle relacionarse con determinadas personas, incluida su propia familia. Se
concluye, además, que esa aceptación o tolerancia a tales conductas es mayor que
la de las generaciones que les precedieron. No se necesita ser Einstein para
concluir que todo ello supone un alarmante y terrible retroceso.
Ante semejantes datos, cabe preguntarse qué hemos hecho mal. Y deben ser muchas
cosas, porque los resultados son espeluznantes. Lo peor de todo es que ellos
mismos parecen no darse cuenta. Así, aunque cerca de un 97 por ciento condenan
en principio, y sin paliativos, la violencia de género –faltaría más-, lo bien
cierto es que del estudio se desprende que ni siquiera tienen una idea clara de
qué es. Y eso es precisamente lo preocupante. Y mucho.
Hemos vivido una época en que nos han bombardeado con noticias sobre violencia
de género. El despertar de la conciencia social, en el que tuvieron una gran
aportación los medios de comunicación a partir de la espantosa muerte de Ana
Orantes, trajo consigo un cambio radical en la percepción de la violencia de
género. Como sabemos, las noticias al respecto migraron de la sección de
“sucesos” a la de “sociedad” y comenzó un período en el que este horrible
fenómeno traspasó el umbral de lo doméstico y pasó a formar parte de lo público,
con la irrenunciable condena al maltratador y la solidaridad con la víctima.
Como no podía ser de otro modo en una sociedad civilizada, dicho sea de paso.
Pero me temo que las cosas quedaron ahí. Que no hemos seguido avanzando y que,
además, hemos acabado anestesiando nuestras conciencias respecto de ello. Puede
verse en la respuesta a los recortes que en esta materia se han producido so
pretexto de la crisis, mucho menos contestados que los efectuados en otros
ámbitos.
Y de aquellos polvos, estos lodos. Nuestros jóvenes se han quedado anclados en
ese punto en que se identifica la violencia de género con el asesinato o esas
soberanas palizas que dejan a su paso miembros rotos y ojos amoratados. Y no son
capaces de ver lo que pasa delante de sus narices. Ni siquiera cuando les pasa a
ellos mismos. Y, como la experiencia nos muestra tristemente, nunca, o casi
nunca, se llega a estos extremos sin haber pasado antes por muchos estadios
anteriores. Precisamente los que ellos no saben identificar.
Como profesional, estoy cansada de oír a adolescentes o jóvenes explicar, sin
señal de alarma alguna, cómo su pareja les coge el teléfono móvil, mira sus
mensajes o sus contactos y se enfada porque se ha tenido tal o cual
conversación, o porque se ha ido a un sitio, o porque ha visto una fotografía.
Incluso, en ocasiones, lo justifican, como si tuviera derecho a hacerlo, a
enfadarse por ello y a reaccionar en consecuencia. Y ahí radica el problema,
precisamente, y eso es lo que muestra la encuesta. Que, como nos temíamos
quienes vivimos el día a día en los juzgados, toleran estas conductas sin
apercibirse de la horrible espiral en la que ya se han metido.
Pero no podemos quedarnos ahí. Como decía, es preciso reconocer que algo hemos
hecho mal, muy mal, para que la siguiente generación esté dando lo que no dudo
en calificar como un paso atrás. Y habría que hacérselo mirar. Y mucho.
Tenemos una ley integral contra la violencia de género muy avanzada, que ya ha
cumplido diez años. Ahí es nada. Pero el papel es muy sufrido, y de poco sirve
una ley si no hay medios ni voluntad para desarrollarla. Y ahí es donde falla la
cosa. Porque se ha desplegado mucha artillería en la parte judicial de la misma
y muy poca en el resto. Se ha olvidado toda la parte de educación en igualdad, y
se ha permitido que la publicidad y los medios de comunicación esparzan toda
clase de mensajes machistas sin que nadie haga nada por evitarlo. No hay más que
encender la televisión para comprobarlo.
Parece mentira que una generación que ha dado pasos de gigante en el uso de
tecnologías que hace unos pocos años ni soñábamos tener, que tiene a su alcance
todo el conocimiento, no haya avanzado ni un ápice en el camino que nos debería
llevar a la igualdad. Es más, que incluso haya retrocedido. Es imperdonable que
no hayamos sabido transmitirles el modo en que los avances tecnológicos sean la
ventaja que deberían ser en lugar de convertirse en lo contrario. Un arma de
control, en muchas ocasiones.
Y, mientras tanto, en una galaxia muy lejana, se dedican a reaccionar a golpe de
BOE, aprobando una y otra ley como si el papel fuera la solución a todo. Y,
además, se dedican a engrosar el Código Penal como si en el castigo estuviera la
solución a todo. Y no perdamos de vista que cuando hay que castigar es porque ya
hemos fracasado.
No es que me parezca mal que se contemplen y sanciones conductas relacionadas
con el uso de las TIC, por ejemplo, -por más que crea que algunos supuestos eran
innecesarios porque ya tenían encaje penal-. Pero, ¿alguien en su sano juicio
cree que un joven va a dejar de acosar a su novia porque sepa que han reformado
el Código Penal al efecto? Pues eso.
Como no cambiemos el chip, y lo hagamos rápido, nos espera un panorama muy
triste. Un panorama en que las jóvenes serán víctimas de violencia de género sin
siquiera saber que lo son. Y donde los maltratadores también ignoren que lo
están siendo. Hasta que sea tarde, y llegue ese momento en que no hay vuelta
atrás.
Hace ya tiempo que las mujeres deberíamos haber dejado de aspirar a casarnos,
ser felices y comer perdices, como en los cuentos. Pero por desgracia, el
síndrome Disney está más vivo que nunca. Y como no espabilemos acabará
asfixiándonos. |