Algo
seguro
es,
entre
otras
cosas,
aquello
de
lo
que
no
se
duda,
lo
que
no
levanta
sospechas
ni
produce
recelos.
Las
medidas
de
seguridad,
sin
embargo,
tal
como
venían
y
aún
vienen
reguladas
en
el
vigente
Código
Penal,
han
sido
atacadas
estos
últimos
meses
por
el
Prelegislador
gubernamental,
que
desconfiando
de
ellas,
al
menos
de
su
régimen
actual,
relativamente
pacífico,
ha
pretendido
alterarlo
sustancialmente.
Ironía
del
intento,
de
la
tentativa,
mejor,
ya
que
estamos
hablando
de
cuestiones
penales,
se
buscaba
la
seguridad
por
el
atajo
de
la
peligrosidad.
En
efecto,
el
proyecto
de
reforma
del
Código
Penal
promovido
por
el
exministro
Gallardón,
que
ha
estado
varado
muchos
meses
en
el
Congreso,
sin
un
arre
que
lo
moviera,
contenía
una
modificación
más
que
significativa
de
las
medidas
de
seguridad,
hasta
el
extremo
de
desnaturalizar
una
ordenación
legal
que
no
había
sido
objeto
de
controversia
especial
en
sus
años
de
aplicación.
El
cambio
de
esta
regulación
suprimía
límites
aceptados
extendidamente,
como
el
que
la
duración
de
la
medida
de
seguridad,
en
el
caso
de
que
comportara
la
privación
de
libertad
de
la
persona
sometida
a
ella,
no
podía
ser
más
prolongada
que
la
de
la
pena
privativa
de
libertad,
en
el
supuesto
de
que
el
hecho
y su
responsable
hubieran
sido
enjuiciados
como
delito
y
como
reo.
Además,
por
sorpresa,
se
rescataba
un
elemento
que
se
creía
desterrado
del
ordenamiento
penal
todo,
cual
era
el
de
la
peligrosidad,
el
pronóstico
de
peligrosidad
del
sujeto
asegurado,
que
surtía
efectos
directos
en
cuanto
al
alcance,
intensidad
y
condiciones
de
la
medida
de
seguridad.
Esta
nueva
configuración
legal
de
las
medidas
de
seguridad
suscitó
amplio
rechazo
en
una
variado
espectro
social,
a
saber:
en
los
operadores
jurídicos,
en
la
doctrina
criminalista,
en
los
partidos
políticos
de
oposición,
en
los
defensores
de
los
derechos
civiles
y
también
en
el
movimiento
social
de
la
discapacidad,
que
acaso
haya
sido
el
más
activo
en
su
denuncia
y
finalmente
el
más
decisivo
en
su
retirada,
pues,
albricias,
algo
por
lo
que
felicitarnos,
la
reforma
penal
en
este
punto
ha
sido
abandonada.
Las
personas
con
discapacidad,
particularmente,
aquellas
con
enfermedad
o
trastorno
mental
y
aquellas
con
discapacidad
intelectual,
cuando
cometen
una
infracción
penal,
al
ser
inimputables
–no
son
responsables
criminales
de
sus
actos–,
suelen
ser
receptores
de
medidas
de
seguridad,
en
muchos
casos,
privativa
de
libertad,
que
se
cumple
en
centro
(no
penitenciario)
apropiado.
De
ahí,
la
legitimidad
del
movimiento
social
de
la
discapacidad
para
introducirse
en
este
debate
y
oponerse
con
firmeza
a
una
reforma
que
debilitaba
aún
más
la
frágil
protección
de
las
personas
con
discapacidad
en
la
esfera
penal,
tanto
en
la
vertiente
de
infractores,
de
lo
que
se
trataba
aquí,
pero
también
en
la
de
víctimas.
Las
acciones
de
incidencia
política
y
parlamentaria,
la
protestas
ante
organismos
internacionales
de
derechos
humanos,
las
llamadas
de
atención
a la
opinión
pública
desplegadas
por
las
organizaciones
de
la
discapacidad,
y
también,
todo
quede
dicho,
el
reciente
cambio
en
el
Equipo
del
ministerio
de
Justicia,
que
está
corrigiendo
lo
mucho
y
mal
realizado
por
sus
inmediatos
predecesores,
han
traído
como
resultado
feliz
la
renuncia
a la
modificación
de
la
regulación
legal
de
las
medidas
de
seguridad.
Hace
apenas
unas
fechas,
el
Congreso
de
los
Diputados
enmendaba
el
texto
del
proyecto
de
ley
de
reforma
del
Código
Penal
remitido
por
el
Gobierno,
y
tras
depurarlo
en
esta
materia,
lo
enviaba
al
Senado,
ya
sin
menciones
a
cambios
en
las
medidas
de
seguridad,
que
vuelven
a
estar
como
estaban.
Por
una
vez,
la
inmutabilidad,
por
paradójico
que
suene,
es
un
progreso.
Se
entenderá
pues
el
título
de
este
apunte,
ir
en
Derecho
Penal,
a lo
seguro,
no
sembremos
la
sospecha.
Luis
Cayo
Pérez
Bueno
Presidente
del
Comité
Español
de
Representantes
de
Personas
con
Discapacidad
(CERMI) |