Visto lo visto, parece ser que se han salido con la suya y la enésima reforma de
la Ley de Enjuiciamiento Criminal sale adelante, aunque con algunos remiendos
después de los críticos informes del Consejo General del Poder Judicial, del
Consejo Fiscal y de muchas voces autorizadas, y tras su paso por el purgatorio
de ambas cámaras. Pero esa ancianita llena de achaques que es nuestra ley
procesal penal tendrá que soportar una nueva operación, aunque su salud ya
difícilmente lo resista. Con la falta que le hace ya a la pobre la marcha a una
casa de retiro tras los largos servicios prestados...
Varios son los aspectos cuanto menos discutibles, y ya hemos hablado largo y
tendido de ellos en cuanto el primer borrador vio la luz. Pero ahora, a un paso
de que la cosa ya no tenga marcha atrás, los focos se han centrado casi
exclusivamente en una cosa: el cambio de denominación del “imputado”, que pasa a
llamarse “investigado” o “encausado”. Como si fuera lo más importante del mundo.
Y
no es que la cosa no tenga su aquel, no digo yo que no. Pero, como en el dicho,
parece que los árboles no dejan ver el bosque o, quizás, que alguien se ha
empeñado en que sean tan altos que impidan la visión. Y ello, con fines que van
bastante más allá de cualquier exquisitez jurídica.
En la primera redacción de la reforma, lo que venía conociéndose como “imputado”
pasó a convertirse en “sujeto pasivo”, un término absurdo, ambiguo y
asistemático, más propio de otros ámbitos del Derecho, como el Tributario, y que
no tenía encaje en nuestro Derecho Penal, donde el sujeto pasivo es, como su
propio nombre indica, el que soporta la acción del sujeto activo, es decir, la
víctima del delito. Por fortuna, dicha pretensión no superó las cribas sucesivas
y se eliminó el término, sin renunciar, no obstante, a enterrar al conocido
“imputado” y bautizarlo a cualquier precio. Y ahí es donde aparece el
“investigado” o “encausado”, que parece que suena mucho mejor para las mentes
pensantes que han ideado la ley.
Lo primero que llama la atención es la inutilidad de dicha modificación
lingüística. Los juristas podíamos conciliar el sueño todas las noches sin que
ninguno fuera arrebatado de los brazos de Morfeo por la existencia del término
“imputado”. Quizás es que somos raritos, pero tenemos muchas otras
preocupaciones, aunque el legislador parece no darse cuenta. Por eso, parece
absurdo el tiempo que se ha dedicado a ese cambio. La verdad es que me ha
recordado mucho mi época de opositora, allá por el Pleistoceno, donde un tema se
dedicaba a desentrañar las ventajas e inconvenientes del auto de procesamiento,
entre ellos, la presunta estigmatización que el término “procesado” suponía,
para acabar concluyendo que tal estigmatización no existía. Y lo cierto es que
así debe ser, ya que a nadie se le ha ocurrido cambiarlo en el caso del sumario
ordinario, esto es, para los delitos cuya pena en abstracto es mayor a la de
nueve años de prisión.
Pero parece ser que lo de “imputado” sonaba feo, aunque más bien a otros
efectos. La famosa línea roja y la proximidad de las urnas andaban a tortas con
el término y lo mejor era quitárselo de encima. Como si cambiar el nombre de las
cosas modificara su naturaleza, y aquello de “al pan, pan, y al vino, vino” no
fuera con nosotros.
Y
en realidad ¿es tan importante este cambio de término?. ¿Qué alguien sea citado
en calidad de investigado o encausado debería cambiar algo?. Creo que la
respuesta es obvia. Cuando un juez decide citar a alguien como imputado, o un
fiscal pide que así se haga, no es por un mero capricho. Es, ni más ni menos,
porque existen indicios de la existencia de un delito y de la participación de
determinada persona, llámese como se llame, y sin perjuicio de cuál sea
finalmente el resultado de la instrucción o del juicio, en su caso.
Pero el error estriba en trasladar a los tribunales la decisión sobre una
responsabilidad de otra índole, esencialmente política. No se puede dejar en
suspenso una decisión en tal ámbito pendientes de lo que el juez o el fiscal
hagan en un procedimiento penal, porque las dos esferas de responsabilidad no
coinciden ni deben coincidir. No se puede identificar responsabilidad política
con imputación judicial, y eso debería estar claro. Porque es evidente la
reprochabilidad de quien defrauda a Hacienda aunque la cuantía de lo defraudado
no alcance la del tipo penal, o la de quien conduce bajo los efectos del
alcohol, aunque la tasa no supera la mera infracción administrativa. Tampoco se
le escapa a nadie la responsabilidad de quien ha cometido un delito y es
descubierto, aunque ya haya prescrito el mismo. Y por eso no se puede trasladar
a los tribunales las decisiones que deben ser tomadas en otros sitios. Salvo,
claro está, que lo que se busque sea una excusa y no una solución.
Pero lo peor de todo es que este cambio ha sido el que ha protagonizado la
mayoría de titulares referentes a la reforma. Y ha hecho que se pase casi de
puntillas por otros aspectos verdaderamente alarmantes, como la limitación del
plazo de instrucción. Una estupenda cortina de humo.
No perdamos de vista que, como he dicho en otros lugares, la limitación del
plazo de instrucción, en las circunstancias de medios materiales y personales
existentes, es el mejor regalo que podría hacerse a quien ha cometido un delito
de compleja investigación. Seguro que no es necesario que diga qué tipos de
delitos son éstos. Y esa operación de maquillaje que es el cambio de nombre no
es sino el lazo que adorna ese regalo. Y eso es lo que hay.
Una vez más, los mismo perros, con distintos collares. Lástima. |