Los prestigiosos nombres de abogados han sido, durante muchos años, auténticos
polos de atracción para la captación de nuevos clientes. En aquellos tiempos,
las empresas no buscaban un proveedor de servicios jurídicos cualquiera, sino
que querían ser clientes asociados a ‘la’ reputada y exclusiva marca personal
jurídica que era sinónimo de garantía de éxito.
Para bien o para mal, ahora solo unos ‘elegidos’ siguen ostentando esta
capacidad de atracción en un entorno jurídico que ha visto alteradas sus reglas
de juego con la entrada de nuevos y solventes competidores nacionales e
internacionales. Este panorama ha provocado un cambio en el perfil demandado de
nuevos profesionales: al abogado no solo se le exigen capacidades técnicas,
ahora también le requieren un perfil competencial basado en la ‘generación de
negocio’, es decir, con ADN comercial.
Podemos decir que, en medio de togas, trajes, corbatas y prestigiosos másteres,
hoy en día se valoran más que nunca las capacidades y habilidades para ‘vender’.
Gran paradoja porqué el profesional altamente cualificado del sector jurídico
está obligado a cambiar el chip para sobrevivir profesionalmente, y este nuevo
paradigma ha provocado una disyuntiva en los bufetes, donde conviven almas
con ansias comerciales con otras basadas en el papel tradicional del abogado.
El peligro es que, en el siglo XXI, ya no es viable vivir de la renta del
pasado, y más aun teniendo en cuenta que la presión del mundo de los negocios es
mucho más fuerte que cualquier convicción generacional: no es cuestión de
esperar que los clientes vengan, sino de propiciar el entorno idóneo para que
nos contraten.
También es cierto que ‘vender’ no es un elemento nuevo en el sector jurídico
porqué, directa o indirectamente, los bufetes y los abogados han hecho gala de
sus méritos y profesionalidad para conquistar al mercado potencial de clientes.
Sin embargo, a lo largo de los últimos años, el sector ha diversificado la
oferta de servicios jurídicos al mismo tiempo que se especializaba.
Entraban grandes firmas anglosajonas que competían con precio y prestigio, y
las firmas nacionales se iban readaptando a los nuevos tiempos a medida que el
mercado lo exigía. De esta manera, el modelo tradicional de negocio jurídico se
ha abierto a una nueva demanda y realidad (altamente competitiva) que,
difícilmente, tendrá vuelta atrás. Además, en medio de estos cambios
socioeconómicos aparece un elemento revolucionario y clave para proyectar
cualquier negocio y/o marca personal: el entorno 2.0.
Entonces, el problema
recae en cómo adaptar los perfiles profesionales basados en el conocimiento y la
excelencia técnica a un entorno competitivo que prioriza el ADN comercial. La
respuesta es sencilla: reformulándose profesionalmente. El abogado necesita
incluir la venta como parte de la profesión y debe utilizar las
herramientas de comunicación y marketing adecuadas para lograr sus metas. Y
no es un deseo, es una obligación. Un
estudio publicado por la Facultad de Derecho de ESADE en 2014 apuntaba que “las
carreras de desarrollo profesional incluyen en el 100% de las firmas la
generación de negocio como requisito indispensable para ser socio” y añadía
“cada vez se incluye en los más jóvenes la capacidad de generación. Algunas
firmas incluyen ciertas responsabilidades de generación desde los Juniors”.
En conclusión, no se trata de “querer o no querer”; el único camino viable es
reinventarse, adquiriendo una condición jurídico-comercial con
herramientas propias de las técnicas en ventas. Esta formación complementaria
para adquirir rutinas, hábitos y estrategias comerciales –acorde con una
estrategia de comunicación y marketing coherente- resultará clave para poder
promocionar con éxito una carrera profesional como abogado que ofrezca
garantías suficientes para las expectativas empresariales de generación
de negocio. |