Todos sabemos que la violencia de género es una terrible lacra social. Nos lo
han dicho tantas veces que casi suena hueco, a base de gastar el término. Y, por
desgracia, parece que igual que el término parece gastado, el fenómeno al que
alude también, porque cada vez se le dedica menos tiempo, a no ser que el hecho
venga acompañado de un plus: un mayor número de víctimas, unas circunstancias
especialmente espantosas, o la notoriedad pública de los implicados en el
suceso. Y de eso hemos tenido buena muestra estos días.
Tras varios días aciagos en que el número de víctimas en pocas horas superaba
con mucho lo que es soportable, un nuevo hecho ha dado lugar a que se hable de
la violencia de género mucho más de lo que es habitual. Más incluso que esos
días aciagos. Y ese hecho no era otro que la presunta comisión de maltrato por
parte de un conocido político. Político que, además, estuvo directamente
relacionado con la promulgación de la actual ley integral. Si duda, un tema
atractivo para los medios de comunicación.
Pero la reacción ante ello no ha dejado de sorprenderme. En lugar de aprovechar
la noticia, aún con todo respeto a la presunción de inocencia, para reforzar la
alarma y la condena contra tan preocupante fenómeno, se sucedieron mensajes en
redes sociales y medios varios insistiendo en que de ese modo sabría el
implicado cómo se sufría ante una denuncia falsa. Incluso hubo quien, con
evidente mal gusto, se regodeaba diciendo que así tomaría de su propia medicina.
Algo para hacérselo mirar, la verdad.
Porque todas esas manifestaciones partían de la base de que la denuncia era
falsa, o podía serlo, como también lo eran muchas de las que se presentan, hecho
en el que se insiste por diversos sectores a pesar de que las estadísticas
contradicen por completo tales aseveraciones. Es bien conocido el dato de la
Fiscalía General del Estado que cifra la cantidad de denuncias falsas en menos
de un 0’01 por ciento, esto es, una cifra anecdótica, no obstante lo cual el
mito de las denuncias falsas se sigue manteniendo y alimentando.
A este respecto me pregunto cómo quienes se revuelven indignados impetrando la
presunción de inocencia de los denunciados, no le conceden la misma presunción a
todas esas mujeres que ni siquiera han sido denunciadas –ni tampoco se ha
deducido testimonio contra ellas- y afirman sin ningún género de duda que son
culpables de un delito de acusación y denuncia falsa. Tendencia, por cierto, que
ha quedado incluso plasmada en el propio Estatuto de la Víctima, que prevé una
sanción extra para los casos de denuncia falsa en violencia de género sin
parangón respecto a la denuncia falsa de cualquier otro delito, por grave que
sea. Convirtiendo así, de paso, la excepción en regla general, y haciendo
gravitar la sombra de la sospecha sobre miles de mujeres víctimas que ni
siquiera pueden defenderse.
Las denuncias falsas existen, por supuesto, pero en una cifra ínfima, más aún si
lo comparamos con cualquier otro delito. Son mucho más frecuentes en aquéllos
casos en que se finge ser víctima de un robo para cobrar un seguro, o de la
sustracción de un vehículo para no hacerse cargo de los daños por él causados, y
sin embargo no alarman a nadie. Ni merecen plus ninguno.
Cabría entonces preguntarse qué situación tan ventajosa puede reportar a una
mujer para que decida pasar por el terrible trago de un juicio y meterse en una
espiral que no le favorece ni a ella misma. Cualquiera que lo haya vivido sabe
que no es un trago de gusto en absoluto. Existe la creencia de que se reciben
cuantiosas ayudas y subvenciones, cuando, en el mejor de los casos, se puede
obtener una ventaja a la hora de conseguir una renta de inserción de poco más de
400 euros a la que muchas tendrían derecho sin necesidad de acreditar violencia
de género, puesto que no es el único caso en que se concede, y se exigen ciertos
requisitos. Otras supuestas ventajas como algunas de cara a un eventual juicio
de divorcio tampoco son tales, o son más bien relativas. Los juicios de familia
tienen sus pruebas, y a ellas hay que atenerse para tomar una decisión, sin que
sean tampoco admisibles afirmaciones de que las mujeres se quedan con todo, o
cosas similares.
Pero, en cualquier caso, no deja de ser sintomática la reacción inmediata ante
la noticia. Una verdadera lástima, con la cantidad de cosas que se pueden hablar
en este tema. Incidir en que estos hechos afectan a todos, sea cual sea la clase
social y económica, por ejemplo. Y aprovechar para espolear la conciencia
social, que parece que anda un poco anestesiada.
Pero no. Parece que cualquier excusa es buena para hablar de denuncias falsas,
para arrojar la sospecha sobre la mujer, y de paso, sobre todas las mujeres.
Incluso en casos en los que, finalmente, parece que ni siquiera ésta haya
denunciado.
A lo largo de mi vida profesional he visto varias mujeres asesinadas, muchas
violadas o abusadas por sus parejas, y miles de ellas golpeadas, insultadas,
humilladas y vejadas, con sentencia firme para el maltratador, Y sólo una vez he
visto en este tiempo una condena por sentencia firme a una mujer por denuncia
falsa. Creo que esto debería bastar para decidir hacia dónde han de dirigirse
los esfuerzos.
Y es que la incógnita a despejar en la violencia de género son todas las mujeres
que han perdido la vida, y todas las que podrán perderla si no hacemos algo para
evitarlo. Y en ellas es en quienes deberíamos centrar toda nuestra atención.
Ellas son quienes realmente lo necesitan. |