Hace apenas unos días, hemos sabido del principio del fin de un triste y largo
asunto que ha sido objeto de atención mediática en el curso de su historia: el
encarcelamiento de una mujer española en Estados Unidos por razones relacionadas
con los problemas derivados de la custodia de su hija. Sin entrar en el fondo
del asunto, ni en el caso concreto, lo bien cierto es que hechos como éstos
traen a colación un problema constante en nuestro devenir diario en Juzgados y
Tribunales. Y esa cuestión no es otra que la custodia de los hijos e hijas de
parejas de distinta nacionalidad. Un problema tremendo a la hora de resolver, y
un problema no menos tremendo a la hora de desenvolverse. Y de muy difícil
solución en muchos casos.
Todo es fácil cuando las cosas van bien. Dos personas de diferente nacionalidad
se conocen, comienzan una relación de pareja Cupido mediante, deciden tener uno
o más hijos, con o sin matrimonio, y todo parece ir sobre ruedas. Y muchas veces
va, por supuesto. Pero otras, como ocurre en muchas otras parejas, las cosas
empiezan a torcerse, y un mal día la relación se rompe. Y, cuando la sensatez de
ambos, o las circunstancias, o lo que sea, no hacen que las cosas se regulen de
una manera consensuada y pacífica, se crea un polvorín de imprevisibles
consecuencias. Con unos niños de por medio que se llevan la peor parte. Porque
ellos no se han divorciado de sus padres, pero han de sufrir las consecuencias
de una separación en la que ellos no tenido ni arte ni parte. Y empieza el
calvario.
Las situaciones son muchas, y muy variadas. Pero todas, o casi todas ellas,
tienen un denominador común: la desconfianza o incluso el miedo. El miedo de que
uno de los padres se lleve al menor o los menores a su tierra y no lo vuelvan a
ver, sobre todo, pero también el miedo a perder el control, a adaptarse al
cambio, a ceder y a transigir. Porque muchas veces, los sentimientos nublan el
entendimiento y el odio o el resquemor al otro no deja ver lo que es mejor para
los hijos.
Por supuesto que desde la Justicia se intenta prever todo lo previsible, adecuar
las medidas a las circuntancias personales de los padres y del niño o niña.
Muchas veces, hay que llegar incluso a la retirada del pasaporte, para evitar
que se crucen nuestras fronteras y entonces sea tarde. Porque, por más que sea
preciso el consentimiento de ambos progenitores para que los hijos salgan del
país, siempre pueden hacer caso omiso y entonces la solución se complica.
Es obvio que hay instrumentos trasnacionales que facilitan enormemente estos y
otros supuestos. El reconocimiento de las resoluciones judiciales entre países
hace que las sentencias puedan ejecutarse más allá de las fronteras donde fueron
dictadas, o donde tenían su domicilio las partes, y eso facilita las cosas. Y
las soluciona en muchos casos, por suerte.
Pero hay otros que se enquistan. La cosa se complica enormemente si se trata de
países que no han firmado convenio alguno, con los que no hay reciprocidad, y
sobre todo, cuando nos movemos en ámbitos culturales y jurídicos totalmente
diferentes al nuestro
De sobra hemos visto en películas, series de televisión e informativos las
historias de hijos e hijas que fueron llevados a la fuerza a otros continentes y
de los que el otro u otra progenitor no volvió a saber jamás. O que se dejó en
el camino sangre, dolor y lágrimas. Y esas cosas pasan, lamentablemente.
Y, si a ello se suma la existencia de violencia de género, con todo lo que ello
conlleva, la cosa empeora más todavía.
Pero lo bien cierto es que no hace falta irse a un supuesto extremo para
detectar los problemas. Y quienes nos movemos en este mundo vemos un día tras
otros constantes procedimientos y hasta infracciones penales cada vez que se
tiene que ejecutar cualquier decisión relativa al régimen de visitas, o cuando
llega el momento de las vacaciones. Por no hablar de los conflictos a la hora de
decidir sobre educación o sobre cuestiones religiosas. Para colmo del absurdo,
he llegado a ver pretensiones de custodia compartida por semanas en padres que
vivían con un continente de por medio.
Desde luego, es un problema complicado, y my difícil de solventar en muchos
casos. Y es bien cierto que la justicia, y los poderes públicos, deben ocuparse
de tener una regulación que prevea todas las vicisitudes posibles, incluida la
ejecución forzosa de las resoluciones que no sean voluntariamente cumplidas.
Pero en ocasiones no basta con ello
Porque a veces, en este maremágnum de conflictos, leyes y fronteras, se olvida
lo más importante: el interés del menor. Y todos los menores merecen un ambiente
propicio, donde puedan desarrollar adecuadamente su personalidad, donde se
relacionen con normalidad con su familia materna y paterna. Donde, en resumidas
cuentas, sean felices, más allá de los problemas de sus padres. Y tienen derecho
a ello .El problema es cómo dar con la respuesta. Cómo saber cuál es la decisión
adecuada cuando los padres no supieron dar con ella. Pero no es imposible. Y a
nosotros nos corresponde hacer que así sea. Y lo seguiremos intentando. |