Recuerdo
a
Soledad
Cazorla
entreverada
en
mis
primeros
años
de
ejercicio
profesional,
asociada
a mi
juventud.
En
1988
ella
era
una
fiscal
ya
muy
conocida,
con
una
reputación
de
competencia,
seriedad
y
solidez.
Al
llegar
a la
Fiscalía
de
Madrid
me
asignaron
a la
Sección
en
la
que
ella
era
la
Decana.
Una
Sección
en
la
que
nos
cruzamos
e
hicimos
amigos
Antonio
del
Moral,
Fernando
Prieto,
Carmen
Monfort,
Illana
Navía-Osorio,
María
Jesús
Cañadas
o
Carlos
Ruiz
de
Alegría.
Nos
encargábamos
de
sacar
adelante
el
trabajo
de
la
Sección
de
la
Audiencia
que
presidía
un
magistrado
también
de
sólida
reputación
y
uno
de
los
tipos
que
más
he
visto
trabajar
en
mi
vida,
Miguel
Hidalgo.
Había
en
aquel
grupo
ciertamente
personalidades
fuertes,
cada
uno
teníamos
nuestro
carácter,
nuestra
visión
de
la
profesión,
nuestras
ilusiones
profesionales
y
nuestro
ritmo
de
trabajo.
Coordinar
aquel
grupo
podía
ser
complicado
para
alguien
que
careciera
de
las
cualidades
de
Sole,
pero
no
lo
fue
para
ella.
Soledad
tenía
muy
buen
trato,
tenía
sentido
común
y
distinguía
entre
lo
que
era
importante
y lo
que
no;
tenía
una
personalidad
abierta
-tanto
como
su
sonrisa,
mejor
dicho,
como
su
carcajada-,
e
invirtió
mucho
tiempo
en
tratar
con
la
Sala,
en
generar
confianza
entre
los
fiscales
y
los
magistrados.
Todos
hablábamos
bien
de
todos
entonces
en
aquel
pequeño
grupo,
y
Sole
tenía
mucho
que
ver.
Utilizaba
su
amistad
con
el
entonces
Teniente
Fiscal
de
la
Fiscalía
de
Madrid,
Juan
Ignacio
Campos,
del
que
también
me
acuerdo
ahora
porque
se
que
lo
está
pasando
mal,
para
encomiar
nuestro
trabajo,
para
resaltar
las
pequeñas
cosas
que
nos
hacían
sentir
profesionalmente
orgullosos.
Se
preocupó
de
que
hubiera
dos
comidas
de
Sección
con
la
Sala
cada
año,
y
esas
comidas,
ya
más
tarde,
cuando
fue
reclamada
para
la
mejor
Secretaría
Técnica
que
nunca
he
conocido
en
la
Fiscalía
General,
siguieron
celebrándose
con
ella,
y
más
tarde
un
pequeño
grupo
de
fiscales
las
seguimos
manteniendo
con
su
asistencia
durante
muchos
años.
Y
es
que
Sole,
que
sabía
tanto
derecho
como
el
que
más
y
que
era
tan
lista
como
el
que
más
nunca
hacía
sentir
a
nadie
que
ella
era
más:
nunca
una
bronca,
nunca
un
desaire,
nunca
una
afrenta
por
pequeña
que
fuera.
Nunca
fingía
saber
aquello
que
ignoraba
(para
mi,
una
de
las
mejores
virtudes
de
un
jefe,
y
una
muestra
de
una
personalidad
bien
formada);
si
algo
no
lo
sabía,
lo
estudiaba
y
solo
entonces
empezaba
la
discusión.
No
dudaba
en
dar
un
paso
al
frente
en
el
trabajo.
Recuerdo,
por
ejemplo,
que
se
había
señalado
un
juicio
tremendo
de
abusos
sexuales
a
menores,
de
esos
que
duran
dos
meses
con
la
Sala
a
pleno
rendimiento,
con
la
prensa
presente
y
haciendo
crónicas
mañana
y
tarde. .
Pidió
voluntarios
para
llevar
el
juicio,
y
todavía
recuerdo
avergonzado
que
no
di
el
paso.
Lo
asumió
ella,
aunque
aceptó
mi
ofrecimiento
tardío
para
que
la
ayudase
en
la
vista.
Estuvo
impresionante.
En
aquellos
tiempos
que
hoy
me
parecen
dorados,
Soledad
fue
alguien
muy
importante
para
mi y
también
para
otros
compañeros.
Ahora
nos
veíamos
poco,
alguna
vez
que
coincidíamos
en
la
Fiscalía
General.
Pero
en
pocos
segundos
volvían
las
risas,
volvían
los
recuerdos,
volvía
el
buen
humor.
Escribo
estas
líneas
como
si
ella
pudiera
leerlas,
para
que
si
eso
pudiera
ser
así
se
llevara
el
último
reconocimiento
del
cariño
y
respeto
profesional
que
generó
en
quienes
aprendimos
a
ser
fiscales
bajo
su
dirección.
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