Tanto el TISA (Acuerdo sobre el Comercio de Servicios) como el TTIP (Acuerdo
Trasatlántico de Comercio e Inversión), que se negocian actualmente, están
concebidos en teoría para eliminar barreras comerciales y simplificar la
compraventa de bienes y servicios. Sin embargo, su secretismo hace dudar de las
intenciones finales. Para los críticos, ambos acuerdos formarían parte de una
estrategia para imponer un sesgo claramente neoliberal a la economía y favorecer
a las grandes multinacionales y lobbies, en especial de banca, energía, seguros,
telecomunicaciones, transporte, agua y otros servicios.
Hay que reflexionar sobre el peligro de erosionar la democracia si las
decisiones son abordadas sólo desde la óptica de la desregulación y de la
supuesta idea de que el mercado es capaz de resolver sus propias
contradicciones. Basta pensar en la responsabilidad que ha tenido la
desregulación del sector financiero en la crisis económica iniciada en 2008.
Respecto al TISA, hasta marzo de 2015 no se hizo
público el mandato de la UE para unas negociaciones con Estados Unidos y otros
22 países de la Organización Mundial de Comercio (el 70 % de la actividad
comercial del sector) que habían empezado dos años antes. Salió a la luz gracias
a la presión de la sociedad civil y diversos grupos políticos y de opinión.
La UE afirma que se esfuerza por ser lo más transparente posible y que informa
periódicamente de los negociadores al Parlamento Europeo y al Consejo y que la
Comisión también mantiene reuniones con empresas y sociedad civil. Y pone el
acento, claro, en el hecho que los servicios tienen importancia creciente en la
economía internacional y son esenciales para Europa, donde generan millones de
puestos de trabajo. Oficialmente, la apertura del mercado de servicios debería
impulsar crecimiento y empleo.
Sin embargo, las cuestiones que se negocian son muy
sensibles y afectan a temas esenciales del estado europeo del bienestar como
salud, servicios sociales, educación, conservación de la naturaleza, suministro
de energía, distribución de agua, cultura, protección de datos y reglas sobre
privacidad, por citar sólo unos ejemplos. A pesar del secretismo, se sabe que
se ha puesto sobre la mesa la posibilidad de liberalizar la prestación de
los denominados bienes y servicios “inmateriales" entre ellos los jurídicos
(abogados, procuradores, notarios, registradores), servicios auxiliares de
Justicia, tecnológicos o de Internet, propiedad intelectual, transacciones
electrónicas, firma digital, contabilidad, auditoría, asesoría fiscal,
arquitectura e ingeniería, consultoría en ciencia y enseñanza.
Parece fácil deducir que una de las consecuencias de los dos acuerdos, TISA y
TTIP, puede ser una pérdida del peso profesional y social del abogado en
beneficio de empresas de servicios que ofrecen un amplio abanico de prestaciones
y, en consecuencia, asistiríamos, en el corto y medio plazo, a la
proletarización de los abogados como empleados de empresas multidisciplinarias y
de grandes despachos que imitan el modelo anglosajón.
Ello afecta al concepto esencial de las profesiones y
sus valores. No son un simple medio de ganarse la vida sino también un
instrumento para servir a las personas y a la sociedad. Sin embargo, parece que
se las pretende reducir a meras empresas, en las que lo importante, por encima
de todo, es hacer dinero y prácticamente sin la obligación de que sean los
profesionales los que presten el servicio, convirtiendo a sus titulares en meros
intermediarios especulativos sin sentido de responsabilidad social.
En este sentido, entender la Justicia como una mercancía más y desregular el
ejercicio de la profesión de abogado no sólo afectaría a los colegios sino que
tendría un serio impacto sobre la ciudadanía. La pérdida de atribuciones por
parte de los colegios (y las garantías sobre deontología, formación y acceso a
la profesión) no es un tema sólo de abogados y abogadas sino que significaría un
empobrecimiento de la democracia y una pérdida de valores esenciales del Estado
de Derecho y de Europa.
Puede parecer, en efecto, que se pretende poner en
venta nuestros valores y nuestra forma de entender la sociedad, nuestra función
de servicio público y de garantía de Estado de Derecho, y que asumamos algo que
es ajeno a nuestra identidad, historia y tradición y de nuestra forma de ver el
mundo. Lo justifican diciendo que el futuro pasa por ahí, pero impiden que
dibujemos nuestro propio futuro al imponer expectativas inadecuadas.
Frente a todo ello reivindico el carácter específico e irremplazable de nuestra
profesión de abogado, su independencia, credibilidad y pluralidad, su dimensión
de servicio público, así como la seguridad que ofrecen los colegios en la
defensa de la Justicia y del Estado Social de Derecho. No es una reivindicación
corporativa sino la defensa del servicio a los
ciudadanos, del respeto a su dignidad y sus legítimos intereses, que
necesariamente va más allá de los elementos puramente especulativos. Profesiones
como médico, abogado, ingeniero están totalmente liberalizadas, pero se
pretende que, además, estén desregularizadas. Sin garantías de ningún tipo, y
sin compromiso personal alguno.
Me resisto a creer que nuestros políticos, que deben
representarnos y defender nuestros intereses, den la espalda a la sociedad y
permitan que el ámbito de las profesiones, protegido hasta la fecha en toda
Europa continental, pase a ser pasto de las llamas de los intereses de agentes
impersonales y sin escrúpulos que sólo quieren enriquecerse con lo que es -y
deseamos que siga siendo- un servicio a la ciudadanía y a sus derechos. |