En estos últimos años ha existido un intento desesperado por parte de
nuestros poderes públicos en dar solución a la consabida problemática de la
sobrecarga de trabajo de nuestros órganos jurisdiccionales, que es claramente
constatable empíricamente: de un lado, mediante la excesiva tardanza de la
respuesta judicial; y, de otro, la lamentable imagen –a veces decimonónica- de
nuestros Juzgados y Tribunales, con formas de operar y procedimientos arcaicos,
así como visualizaciones de falta de espacio en las sedes judiciales que
determinan, en muchas ocasiones, que los autos (expediente físico judicial)
queden acumulados y desordenados en la oficina al albur de su posible búsqueda y
a veces imposible encuentro.
Si bien esta voluntad de nuestros poderes públicos es plausible y puede parecer
altamente positiva y recomendable, lo que no lo es en absoluto es el medio, en
ocasiones, empleado para ello. Entiendo que la solución a esta problemática ha
de pasar necesariamente por la tan necesitada modernización de nuestras oficinas
judiciales -que desde la abogacía siempre hemos instado incansablemente- así
como la dotación de los medios humanos y materiales necesarios para evitar el
frecuente colapso judicial.
Pero en lugar de ello, lo que se ha hecho por aquellos que dirigen los destinos
de la res pública es intentar atajar el mal por donde más duele a
nuestros conciudadanos: limitando descaradamente su acceso a la justicia con la
imposición de trabas para ello mediante la instauración de cargas impositivas,
tales como tasas judiciales (hoy ya derogadas para las personas físicas pero no
para todas las jurídicas –entidades, sociedades-) o el depósito pecuniario para
recurrir (todavía vigente), con la falacia argumental de que de esta forma se
rebajará la ratio de asuntos y se podrán solucionar de una forma mucho
más eficaz aquellos que pendan por resolver.
Obviamente, desde la abogacía hemos manifestado de una forma muy activa nuestro
claro rechazo a esta forma de actuar, habida cuenta que a costa del no acceso a
los tribunales de unos se resolverían mejor los casos de los otros,
con un mayor grado de eficiencia, lo cual considero claramente discriminatorio,
pues se han de resolver de la mejor forma posible los de todos, porque
absolutamente todos los justiciables tienen derecho a obtener la respuesta
del tribunal más acertada y eficiente posible mediante el agotamiento de todas
las posibilidades jurídicas.
Otro frente que se ha abierto para neutralizar la problemática que analizamos es
la de promover la utilización de medios extrajudiciales alternativos de
resolución de conflictos, tales como el arbitraje (sumisión a la decisión
de un “árbitro”, una especie de Juez privado) o la mediación:
consistente en un procedimiento
no jurisdiccional de
carácter
voluntario
y confidencial destinado a facilitar la comunicación entre las persones,
a fin de que gestionen per ellas mismas una solución de sus conflictos,
con la asistencia de una persona mediadora que actúa de manera
imparcial y neutral. Se trata de un proceso en el que se promueve el diálogo
y comunicación de las personas enfrentadas por el conflicto que les ocupa, cuyo
diálogo puede haberse perdido con ocasión del mismo; también se trata de un
proceso voluntario, tanto en su comienzo como en su continuación: si
alguien no quiere voluntariamente iniciar el proceso no se halla obligado en
ningún caso a ello, como también si en cualquier momento del mismo pretende
desistir de él será totalmente libre de hacerlo, sin consecuencia alguna.
Asimismo, en muchas ocasiones no tiene por qué paralizarse la tramitación del
proceso judicial porque se pueden utilizar “tiempos muertos” del mismo (p. ej.
desde la citación para juicio hasta su celebración) para probar si con la
mediación se soluciona la disputa de una forma inicua y que no afecte a ningún
derecho de las partes en liza.
Si bien la mediación puede ayudar a la desaturación de nuestros Juzgados y
Tribunales (principal finalidad de los poderes públicos por el ahorro de costes
que supone con respecto al procedimiento judicial), considero que esa no es su
principal grandeza, sino que ésta la constituye el ser un procedimiento que
trasciende al conflicto que pretende resolver al promover valores tales como el
diálogo (recuperándose la relación perdida entre las partes con
independencia de que se llegue al acuerdo o no), respeto, confianza y
autoresponsabilidad.
No olvidemos que si los ciudadanos pretendemos tener verdadera libertad y un
menor control de nuestros poderes públicos, lo que hemos de hacer es disminuir
nuestra dependencia de éstos para correlativamente ganar en independencia y, por
ende, en libertad personal. Una vez emerge un conflicto con otra persona o
personas no nos desentendamos de él pretendiendo que nos lo solucione “Papá
Estado” y que éste decida por nosotros, sino que hagamos un ejercicio de
autoresponsabilidad e intentemos dar solución nosotros mismos a la disputa,
mediante la intervención y la guía de un mediador, pues ello aporta capital
social y permite progresar hacia una sociedad mucho más madura y cohesionada. |