Cuando me armé del valor suficiente para enfrentarme con la reforma del Código
Penal, apenas superado el pánico de esas otras reformas con las que nos están
acribillando, confieso que no me esperaba en absoluto que al legislador le
hubiera dado por tocar esta materia. No es que fuera perfecto, pero la cosa
andaba funcionando y se me ocurrían varias cuestiones más necesitadas de algún
retoque. Curiosamente, algunas se han mantenido incólumes. Pero ésa es otra
historia.
El caso es que con la sola lectura de la Exposición de Motivos de la Ley
Orgánica ya me entró una susto que no me llegaba la camisa al cuerpo. Y, como
suele ocurrir, mis peores temores se hicieron realidad y la zozobra se apoderó
de mí. El panorama en esta materia, en efecto, ha cambiado por completo, por más
que a primera vista pueda no parecerlo tanto. Pero así es.
Por de pronto, la reforma bascula en dos sentidos. De un lado, parece existir un
menor margen de discrecionalidad que en la regulación anterior, ya que se
establecen unos plazos concretos de duración de la suspensión en relación
directa con la pena impuesta y se establece la necesidad de un pronunciamiento
inmediato o lo más rápido posible. Pero, de otro, este margen de
discrecionalidad se amplía al no contemplar la revocación automática del
beneficio ni por la comisión de un nuevo delito ni por el incumplimiento de las
reglas de conducta, ya que en estos casos, con una referencia genérica a las
“circunstancias del caso” también se puede optar por dar un nuevo plazo o una
prórroga o por establecer otras reglas de conducta. Algo que no sucedía
anteriormente.
Pero la cuestión no es solo de detalle o requisitos. Cambia por completo el
esquema que conocíamos, que pivotaba sobre tres pilares: la suspensión “normal”,
para penas de hasta dos años de prisión y delincuentes primarios, la
“extraordinaria”; en que se relajaban los requisitos, para delincuentes con
problemas de adicción a drogas y la sustitución de la pena por multa –salvo los
supuestos de violencia de género- o por trabajos en beneficio de la comunidad
para el caso de que no existiera habitualidad, a lo que se añadía la sustitución
por expulsión. Y ahora, como decía, cambia el sistema y todo gira en torno al
único instituto de la suspensión de la pena, pasando la sustitución a ser una de
sus modalidades y pudiendo distinguir hasta cuatro tipos de suspensión, además
de la expulsión.
En esencia, y sin ánimo de exhaustividad ni mucho menos de crear nomenclatura,
se pueden diferenciar los siguientes tipos: la suspensión “ordinaria”, la
“excepcional”, la “humanitaria” y la “especial” además de la expulsión del
territorio. Pero vayamos por partes.
La suspensión ordinaria correspondería a la que conocíamos hasta ahora,
aplicable a penas que no superen los dos años de prisión y a delincuentes
primarios, aunque con alguna matización. En ésta –al igual que en casi todos los
supuestos- se hace especial hincapié en el requisito económico: es preciso haber
abonado la responsabilidad civil o suscrito el compromiso de pago al respecto.
En segundo lugar, aparece un supuesto diferente, aunque pudiera resultar
similar, la que he llamado suspensión especial. En ésta los requisitos se
relajan y así, basta con que no se trate de delincuentes habituales para que se
conceda, y, lo que es más llamativo, no hace referencia a la suma de las
condenas sino que pueden computarse de modo individual para el límite de los 2
años, lo cual rompe el criterio anterior. Asimismo, y en cuanto a los supuestos
en que se concede, quedan muy desdibujados y con un amplio margen de
discrecionalidad, al hacer referencia a que se hace de modo excepcional y con
referencias subjetivas, pero no concretar a qué supuestos se pueda aplicar.
La tercera clase de suspensión sería la que se ha conceptuado como humanitaria.
Su único requisito es no hallarse disfrutando de otra suspensión de pena por el
mismo motivo, y las razones de su aplicación consisten en padecer una enfermedad
muy grave con padecimientos incurables. Aunque se trata de un supuesto
claramente bienintencionado, adolece de una indeterminación que puede causar
serios problemas, como ocurriría en el caso de enfermedades crónicas que, aun
con padecimientos incurables, permitan al paciente hacer una vida normal y no
entrañan riesgo para la vida.
El siguiente tipo de suspensión vendría dado por la que hemos considerado
excepcional, y se corresponde con la que antes ya existía para delincuentes con
adicción a drogas y para su deshabituación. En este caso, el límite de la pena
se eleva a cinco años y, como novedad, se concreta la certificación que debe
aportarse. En cuanto a los requisitos, no se exceptúa el económico de haber
abonado la responsabilidad civil o contraído el compromiso al respecto.
Por último, encontramos la sustitución de la pena por la expulsión, que cambia
radicalmente al preverse de modo obligatorio para penas superiores a 1 año –en
lugar de los 6 de la legislación anterior- salvo para algunos delitos concretos,
y que prevé expresamente el cumplimiento híbrido, es decir, parte de la pena
privativa de libertad y posterior expulsión. Eso sí, modula el plazo anterior de
10 años por un plazo variable entre 5 y 10 años.
Pero tal vez donde más cambie el concepto es en relación con la sustitución de
la pena. De ser una modalidad diferenciada de cumplimiento pasa a ser una mera
regla de conducta de la suspensión de la ejecución, en cualquiera de sus tipos,
aplicable sola o conjuntamente con cualquiera del variado catálogo, que se
amplía notablemente, y entre las cuales las hay obligatorias según el caso –el
alejamiento y prohibición de comunicación, la prohibición de residencia y la
participación en programas- y facultativas. No obstante, no se soluciona el
problema ya existente de su confusión con algunas penas.
En relación con la sustitución por multa, llama la atención que ya no existe la
prohibición de tal en los supuestos de violencia de género, si bien no cabe
cuando existen relaciones económicas derivadas de una relación de pareja o de
una descendencia en común. El problema de cómo se interprete ello está por ver,
pero puede surgir en casos de existencia de relaciones económicas derivadas, por
ejemplo, de la existencia de un negocio en común.
Para concluir, también es llamativa la regulación de la revocación del
beneficio, que no se produce automáticamente por la comisión de otro delito,
sino que admite una novación con distintas o agravadas condiciones. Y que,
además, exige que el delincuente haya cometido el nuevo hecho y sea juzgado y
condenado dentro del plazo de suspensión, lo cual no es fácil teniendo en cuenta
los tiempos en que nos movemos y los medios con los que contamos.
En resumen, se trata de una regulación demasiado nueva para llegar a
conclusiones o efectos muy parecidos. Adolece, a mi juicio, de defectos de
indeterminación que pueden plantear serios problemas a la hora de ser
interpretados, aunque para ello habrá que esperar a ver qué nos depara la
práctica. En cualquier caso, y, de momento, puede suponer una aluvión de
posibles revisiones para las cuales el plazo de vacatio legis es
francamente insuficiente. Pero ójala me equivoque. |