Hace apenas unos días me comentaban varios abogados, de diferentes procedencias
geográficas, sus cuitas cuando ejercen esa importante labor consistente en la
asistencia a víctimas de violencia de género. Se quejaban, no sin razón, de que
se sentían ninguneados y hasta me atrevería a decir que despreciados, algo que
no manifestaron directamente, pero que se podía intuir de sus palabras. Y que,
sobre todo, sentían una desazón tremenda al no poder asistir a esas víctimas tan
bien como quisieran por causas ajenas a su voluntad.
Lo bien cierto es que esas palabras no me resultaron, por desgracia, ni
sorprendentes ni desconocidas, porque en mi trabajo diario no es la primera vez
que oigo cosas semejantes. Y, como a mí sí me parece una labor fundamental,
decidí ponerme al teclado y decirlo. Que toda piedra hace pared y las palabras
nunca caen en saco roto aunque a veces pueda parecerlo.
Ya sé que puede resultar raro que una fiscal, y fiscal de violencia de género
para más señas, sea quien salga en defensa de estos profesionales. Pero bien
mirado, nada tiene de raro. Hay que tener presente que en esta materia, más que
en ninguna otra, remamos en el mismo barco, un barco a veces enclenque que ha de
enfrentarse a bravas tempestades. Por eso no podemos permitirnos el lujo de
prescindir de ninguno de los remeros.
Precisamente, una de las novedades que estableció la ley integral de protección
a las víctimas de violencia de género, esa ley que acaba de cumplir diez años,
fue la posibilidad de que las mujeres víctimas pudieran disponer de un letrado
de oficio desde el inicio de las actuaciones. Repito, desde el inicio. Y eso no
significa otra cosa que esas mujeres tienen el derecho a esa asistencia
profesional desde el mismo momento de interponer la denuncia. Un momento
esencial que puede marcar el curso del procedimiento.
No hace mucho, en el juzgado de guardia, me comentaba una de esas letradas que
su patrocinada había puesto la denuncia sin su concurso, y se lamentaba de que
así hubiera sido. Y desde luego, tenía más razón que un santo. Una mujer
destrozada, en una situación anímica terrible y, en muchos casos, con un alto
componente de miedo y de angustia, no siempre es capaz de transmitir ante el
policía que le recoge la denuncia todo lo que es realmente importante. Y ya se
sabe que el papel es muy sufrido. Y quizás por eso a veces es tan diferente lo
que nos cuentan en el juzgado de lo que pensábamos que iba a ser ese caso a la
vista del atestado.
En ocasiones se ha cuestionado, con suma ligereza, para qué sirve esa asistencia
letrada. Incluso hay quien ha dicho que podría prescindirse de ella, ya que el
asunto acabará llegando al juzgado y allí habrá un fiscal dispuesto a defender
los intereses de la víctima. Y por supuesto que lo habrá, que en eso consiste
precisamente nuestra función, entre otras muchas. Pero lo cortés no quita lo
valiente y el hecho de que haya fiscal no hace prescindible la figura del
letrado de asistencia a la víctima. Ni muchísimo menos.
Es cierto, y no lo negaré, que muchas veces fiscal y abogado toreamos al alimón
en esta corrida. Y no podría ser de otra manera. Pero también es cierto que la
relación del letrado con la víctima es mucho más directa, que puede tener acceso
a información de la que nosotros carecemos, y conocer de primera mano los
intereses de su cliente, que pueden no ser siempre coincidentes con el interés
público que persigue el fiscal. Y que ambas funciones se complementan, sin que
pueda decirse que una haga innecesaria a la otra. Esa es precisamente la
grandeza de nuestros oficios.
Pero si en algún momento es esencial la asistencia letrada a la víctima es
precisamente en comisaría. Ahí no hay fiscal que valga, porque está fuera de
nuestras funciones, y lo que se haga o diga en ese momento puede marcar el curso
del procedimiento. El hecho de que se solicite o no una orden de protección
desde el primer momento, por ejemplo, o de que se consignen determinados hechos
influirá de un modo decisivo en cómo continúe el proceso, qué medidas cautelares
se adopten, qué tipo de procedimiento se incoe, y que diligencias de
investigación se pongan en práctica. Ahí es nada. Y visto así ¿puede alguien
seguir cuestionando la importancia de esta labor? La respuesta es obvia, como
obvio es que cae por su propio peso. O debería.
Pero el caso es que, bien sea por falta de medios, por falta de información, o
por alguna recóndita causa que no alcanzo a comprender, son muchas las mujeres
que declinan la posibilidad de ser asistidas en comisaría y luego piden el
letrado en el juzgado, lo que no deja de causarnos cierta sorpresa. Y, cuando
llega, puede ser más difícil desfacer el entuerto de lo que dijo o dejó
de decir, que haber hecho esa declaración con asistencia letrada desde el primer
momento. Algo que no es un capricho, ni un mero trámite, sino que es un derecho.
Y es que a veces tiende a confundirse la rapidez con la precipitación, y ya dice
el refrán que las prisas no son buenas consejeras. Vísteme despacio, que tengo
prisa.
Así que, después de diez años de vivir el día a día de los Juzgados de Violencia
sobre la Mujer, creía necesario romper una lanza por esta figura y por todos
aquellos que se empeñan en llevarla a cabo contra viento y marea. En ocasiones,
incluso, a cambio de nada, porque no es infrecuente que la víctima, después de
su asesoramiento, acabe echándose atrás y ni siquiera tengan un triste papelillo
con el que justificar a su colegio de abogados el tiempo que han dedicado a esa
asistencia.
Quede, pues, rota la lanza. Pero que nunca se rompa el remo con el que llevar
adelante este barco. La vida de muchas mujeres está en juego. Y nuestra
obligación es llevarlas a buen puerto. |