Estamos asistiendo estos días,
como ocurre de vez en cuando, a las noticias sobre un juicio de jurado, la forma
más pura de la llamada justicia popular, que conocemos más por las películas
norteamericanas que por nuestra tradición jurídica.
Pero en España el Jurado también
existe, aunque sin la parafernalia ni el glamur que se empeñan en mostrarnos en
el cine. Porque en nuestro país todo parece más serio, más solemne y quizás
también más lejano. Porque esto no es Hollywood y la Justicia aún se percibe
como una institución ampulosa y lejana, y tal vez más alejada de la realidad de
lo que debiera.
La celebración de juicios de
jurado es cuantitativamente poco significativa, aunque cualitativamente sea muy
atrayente tanto por los casos que se ventilan en él como por el tipo de proceso
en sí. No hay más que echar la vista atrás y comprobar los ríos de tinta que
hicieron verter asuntos como el de Rocío Wanninkoff o los famosos trajes de
Francisco Camps, ambos con un resultado más que cuestionable. Otros muchos, de
resultado exquisito, no han sido tan comentados, aunque en general siempre
suscitan la curiosidad, cuando no el morbo.
Y es que, como sabemos, en
nuestro Derecho no todos los delitos son susceptibles de ser enjuiciados por la
llamada justicia popular. Sólo son susceptibles de ello un catálogo limitado de
infracciones penales, cuyo denominador común todavía se me escapa. Por un lado,
asuntos inevitablemente mediáticos, como homicidios y asesinatos, siempre que se
hayan consumado. De otro, una serie de tipo penales diseminados aquí y allá,
como el allanamiento de morada, la omisión del deber de socorro o las amenazas
condicionales, o los incendios forestales. Y, por otro lado, un grupo de delitos
caracterizados por la cualidad del autor, los delitos cometidos por funcionarios
públicos –y asimilados- como ocurre en el caso del cohecho. Una amalgama de
difícil justificación que, si bien parecía llamada a su progresiva ampliación,
quedó fosilizada en ese incomprensible catálogo.
Pronunciarse a favor o en contra
del jurado es tarea fácil, mera cuestión de opinión. Pero en realidad no es éste
el debate. Admitido y consolidado el Jurado por la propia Constitución, que en
su artículo 125 lo configura como la forma de participación ciudadana por
antonomasia en la Administración de Justicia, el debate más bien debería
trasladarse al cómo en lugar del qué. Y ahí hay mucha tela que cortar.
El procedimiento de jurado es
caro. Esto es algo que no se puede negar. Y por ello, debería reservarse para
aquellos supuestos que realmente revistan una especial magnitud, importancia o
unas características concretas. Conocer a través de este tipo de proceso delitos
que llevan aparejadas penas de multa por la escasa gravedad que el propio
legislador les asigna, es poco menos que matar moscas a cañonazos. A nadie se le
escapa lo desproporcionado que resulta poner en marcha toda la maquinaria que el
jurado conlleva para juzgar la apropiación del dinero de una multa por un
Guardia Civil o a alguien que se niega de salir de una morada donde no es bien
recibido, por poner algún ejemplo.
Por otra parte, puede resultar
altamente inadecuado para cuestiones que requieren un conocimiento técnico del
que los miembros del jurado por definición carecen. Imaginemos lo difícil que
resulta para un jurista definir el delito de exacciones ilegales y pensemos cómo
se las verán los miembros del jurado ante ello. A las pruebas me remito.
Así que lo primero que habría que
cuestionarse es la inclusión de determinados tipos en el ámbito competencial del
jurado que es, además, obligatorio. Nadie puede elegir ser juzgado por un
tribunal técnico o popular en nuestro Derecho, al contrario que sucede en otros
países. Por tanto, debería contraerse a aquellos delitos en que tal despliegue
de medios no resulte desproporcionado y que, además, fueran una cuestión
esencialmente de prueba. Quizás el ejemplo más claro sean los delitos de
homicidio y asesinato, posiblemente los que más justificada tengan su inclusión
en este selecto club. Y tal vez cabría unir a ellos otros que reúnen similares
características, como pudieran ser las lesiones graves o la mayoría de delitos
contra la libertad e indemnidad sexual, en que el núcleo del enjuiciamiento es
un puro tema de valoración de una prueba que no resulta complicada en la
práctica. No obstante, en los delitos sexuales también existe mucha reticencia,
por la propia naturaleza de los mismos y la posible influencia de determinados
sentimientos.
Pero, como decía, el proceso es
caro. Y, además, añadiría que es lento. Todavía más lento que otros, puesto que
el legislador confirió un modelo de instrucción diferente, claramente
asistemático en relación con el resto del sistema procesal. De hecho, están
previstas varias comparecencias presenciales añadidas a las ya existentes como
la de concreción de la imputación o la audiencia preliminar, que podrían
ahorrarse o celebrarse de manera conjunta con otras, y en las que, a veces, nos
encontramos con un mero trámite formal sin demasiado sentido. Lo cual, unido a
las vistas para presentación de excusas y designación del jurado, multiplican el
tiempo. Y, ya se sabe, el tiempo es oro. Y el oro es un bien escaso que no hay
que desperdiciar.
En definitiva, no se trata de no
celebrar juicios de jurado, sino de optimizar recursos. Y reservar éste para
aquéllos casos en que realmente merezca la pena invertir el tiempo y el
esfuerzo, y donde puedan ser razonables los resultados. Como jurista, es una
experiencia apasionante la de realizar un juicio de jurado. Se trata de Derecho
Penal en estado puro, de un ejercicio de reseteo total que exige borrar los
esquemas aprendidos y que usamos muchas veces por inercia y partir de cero. De
nada sirven al jurado exhibiciones de conocimiento jurídico, ni latinajos ni
pedanterías. Probablemente, si les hablamos de dolo eventual nos mirarían como
si nos hubieran salido dos cuernos verdes en medio de la frente. Y reinventarse
siempre es bueno. Como bueno es también que el ciudadano pueda participar en la
administración de justicia.
No hay que eludir los jurados, ni
eliminar estos juicios, como propugnan algunos. Solo hay que hacerlos bien y
demostrar que, como dice la Constitución, la justicia emana del pueblo. Pero,
eso sí, regularlos de un modo razonable. Que ya es hora de dejar de matar moscas
a cañonazos. |