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05 de OCTUBRE de 2015

Jurado: Justicia popular

LAWYERPRESS

Por Susana Gisbert Grifo, Fiscal

 

Susana Gisbert GrifoEstamos asistiendo estos días, como ocurre de vez en cuando, a las noticias sobre un juicio de jurado, la forma más pura de la llamada justicia popular, que conocemos más por las películas norteamericanas que por nuestra tradición jurídica.

Pero en España el Jurado también existe, aunque sin la parafernalia ni el glamur que se empeñan en mostrarnos en el cine. Porque en nuestro país todo parece más serio, más solemne y quizás también más lejano. Porque esto no es Hollywood y la Justicia aún se percibe como una institución ampulosa y lejana, y tal vez más alejada de la realidad de lo que debiera.

La celebración de juicios de jurado es cuantitativamente poco significativa, aunque cualitativamente sea muy atrayente tanto por los casos que se ventilan en él como por el tipo de proceso en sí. No hay más que echar la vista atrás y comprobar los ríos de tinta que hicieron verter asuntos como el de Rocío Wanninkoff o los famosos trajes de Francisco Camps, ambos con un resultado más que cuestionable. Otros muchos, de resultado exquisito, no han sido tan comentados, aunque en general siempre suscitan la curiosidad, cuando no el morbo.

Y es que, como sabemos, en nuestro Derecho no todos los delitos son susceptibles de ser enjuiciados por la llamada justicia popular. Sólo son susceptibles de ello un catálogo limitado de infracciones penales, cuyo denominador común todavía se me escapa. Por un lado, asuntos inevitablemente mediáticos, como homicidios y asesinatos, siempre que se hayan consumado. De otro, una serie de tipo penales diseminados aquí y allá, como el allanamiento de morada, la omisión del deber de socorro o las amenazas condicionales, o los incendios forestales. Y, por otro lado, un grupo de delitos caracterizados por la cualidad del autor, los delitos cometidos por funcionarios públicos –y asimilados- como ocurre en el caso del cohecho. Una amalgama de difícil justificación que, si bien parecía llamada a su progresiva ampliación, quedó fosilizada en ese incomprensible catálogo.

Pronunciarse a favor o en contra del jurado es tarea fácil, mera cuestión de opinión. Pero en realidad no es éste el debate. Admitido y consolidado el Jurado por la propia Constitución, que en su artículo 125 lo configura como la forma de participación ciudadana por antonomasia en la Administración de Justicia, el debate más bien debería trasladarse al cómo en lugar del qué. Y ahí hay mucha tela que cortar.

El procedimiento de jurado es caro. Esto es algo que no se puede negar. Y por ello, debería reservarse para aquellos supuestos que realmente revistan una especial magnitud, importancia o unas características concretas. Conocer a través de este tipo de proceso delitos que llevan aparejadas penas de multa por la escasa gravedad que el propio legislador les asigna, es poco menos que matar moscas a cañonazos. A nadie se le escapa lo desproporcionado que resulta poner en marcha toda la maquinaria que el jurado conlleva para juzgar la apropiación del dinero de una multa por un Guardia Civil o a alguien que se niega de salir de una morada donde no es bien recibido, por poner algún ejemplo.

Por otra parte, puede resultar altamente inadecuado para cuestiones que requieren un conocimiento técnico del que los miembros del jurado por definición carecen. Imaginemos lo difícil que resulta para un jurista definir el delito de exacciones ilegales y pensemos cómo se las verán los miembros del jurado ante ello. A las pruebas me remito.

Así que lo primero que habría que cuestionarse es la inclusión de determinados tipos en el ámbito competencial del jurado que es, además, obligatorio. Nadie puede elegir ser juzgado por un tribunal técnico o popular en nuestro Derecho, al contrario que sucede en otros países. Por tanto, debería contraerse a aquellos delitos en que tal despliegue de medios no resulte desproporcionado y que, además, fueran una cuestión esencialmente de prueba. Quizás el ejemplo más claro sean los delitos de homicidio y asesinato, posiblemente los que más justificada tengan su inclusión en este selecto club. Y tal vez cabría unir a ellos otros que reúnen similares características, como pudieran ser las lesiones graves o la mayoría de delitos contra la libertad e indemnidad sexual, en que el núcleo del enjuiciamiento es un puro tema de valoración de una prueba que no resulta complicada en la práctica. No obstante, en los delitos sexuales también existe mucha reticencia, por la propia naturaleza de los mismos y la posible influencia de determinados sentimientos.

Pero, como decía, el proceso es caro. Y, además, añadiría que es lento. Todavía más lento que otros, puesto que el legislador confirió un modelo de instrucción diferente, claramente asistemático en relación con el resto del sistema procesal. De hecho, están previstas varias comparecencias presenciales añadidas a las ya existentes como la de concreción de la imputación o la audiencia preliminar, que podrían ahorrarse o celebrarse de manera conjunta con otras, y en las que, a veces, nos encontramos con un mero trámite formal sin demasiado sentido. Lo cual, unido a las vistas para presentación de excusas y designación del jurado, multiplican el tiempo. Y, ya se sabe, el tiempo es oro. Y el oro es un bien escaso que no hay que desperdiciar.

En definitiva, no se trata de no celebrar juicios de jurado, sino de optimizar recursos. Y reservar éste para aquéllos casos en que realmente merezca la pena invertir el tiempo y el esfuerzo, y donde puedan ser razonables los resultados. Como jurista, es una experiencia apasionante la de realizar un juicio de jurado. Se trata de Derecho Penal en estado puro, de un ejercicio de reseteo total que exige borrar los esquemas aprendidos y que usamos muchas veces por inercia y partir de cero. De nada sirven al jurado exhibiciones de conocimiento jurídico, ni latinajos ni pedanterías. Probablemente, si les hablamos de dolo eventual nos mirarían como si nos hubieran salido dos cuernos verdes en medio de la frente. Y reinventarse siempre es bueno. Como bueno es también que el ciudadano pueda participar en la administración de justicia.

No hay que eludir los jurados, ni eliminar estos juicios, como propugnan algunos. Solo hay que hacerlos bien y demostrar que, como dice la Constitución, la justicia emana del pueblo. Pero, eso sí, regularlos de un modo razonable. Que ya es hora de dejar de matar moscas a cañonazos.

 

 

 

 
 
 

 

 

 
 
 
 
 
 
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