Acabamos de ser testigos de unos hechos que han conmocionado
al mundo entero. Uno de esos momentos que sacuden hasta los cimientos de nuestra
sociedad y nos sacan de la zona de confort para introducirnos en una vorágine de
la que cualquiera de nosotros podríamos haber sido víctimas directas. Nuestros
cerebros e incluso nuestras almas se convulsionan ante unos hechos que podrían
habernos pasado a nosotros, si la casualidad nos hubiera colocado en el sitio
erróneo en el momento equivocado. Precisamente por eso, y a pesar de que
nuestras retinas y nuestra memoria han visto barbaridades parecidas en otros
puntos del orbe, es ahora cuando se plantean muchas cosas. Porque nos toca de
cerca. Y eso es lo que hace plantearse cosas que quizás no se planteaban. O
probablemente sí, aunque no interesaban como interesan ahora.
La pregunta es si está preparado nuestro sistema judicial, el
español y el europeo, para dar respuesta a este fenómeno brutal. Si tienen las
herramientas para poder investigar, perseguir y, llegado el caso, sancionar. Y,
sobre todo, para prevenir que sucedan. Y la respuesta no es sencilla.
La persecución del terrorismo desde los tribunales y la
fiscalía –fundamentalmente desde la Audiencia Nacional y la Fiscalía
correspondiente- dio un giro copernicano a partir de los atentados del 11-S, que
supusieron la cristalización de un tipo de terrorismo totalmente diferente del
que estábamos acostumbrados a padecer. Desde ese momento se incorporaron a
nuestros ordenamientos una serie de herramientas destinadas a enfocar un
fenómeno distinto desde una perspectiva distinta. En esencia, se trata de
instrumentos destinados a fomentar la cooperación internacional, tanto policial
como judicial, para combatir de manera global a un delito global. Más aún cando
el advenimiento de las Tecnologías de la Información y Comunicación cambian
totalmente el concepto clásico del Derecho basado en un territorio y un tiempo
determinado.
Como decía, el principal de estos instrumentos es la
Cooperación Internacional. Sin un adecuado, fluido y, sobre todo rápido
intercambio de información “sensible”, la lucha contra este tipo de terrorismo
es poco efectiva, o mucho menos de lo que debería ser. Y en muchos casos se
trata no tanto de adecuar el marco normativo, sino de adecuar el modo de
aplicarlo. No se puede combatir un fenómeno del siglo XXI con parámetros del
siglo XX. Y por ello, lo más demandado por quienes se dedican a esta materia son
los cauces para aplicar ese marco normativo que existe.
En el ámbito de la Unión Europea, ya la Decisión Marco de
2006 arbitra nos cauces de comunicación entre Estados rápido y eficaz. Ahora
bien, existe un punto negro: la información no se puede usar judicialmente si no
existe el previo permiso del país de procedencia. Y ello puede lastrar la
celeridad y dar al traste con algunas actuaciones. Un modo de actuación al que
se debería dar más de una vuelta.
De hecho, hay algunos ejemplos de cooperación ágil que han
arrojado excelentes resultados, como ha ocurrido, con Francia precisamente, en
la lucha contra ETA. También son determinantes los equipos de investigación
conjunta, con los que la actuación con el país vecino ha sido ejemplificadora.
Lo que ocurre es que todavía existen muchas reticencias desde
los propios países que disponen de determinada información “sensible” de
compartirla con otros Estados que pudieran verse afectados. No en balde reza el
dicho aquello de que la información es el poder. Y esa concepción autárquica de
la información es la que necesita ser desterrada, en unos asuntos donde el
factor tiempo es determinante.
De otro lado, otro de los instrumentos útiles con los que
cuenta nuestro ordenamiento, es –o era- la llamada justicia universal. Esta
figura, en virtud de la cual la jurisdicción de los tribunales de nuestro
territorio se podía extender a cualquier otro en determinadas circunstancias,
fue gravemente restringida por una de las reformas de la Ley Orgánica del Poder
Judicial operadas en esta legislatura. Aunque, en honor a la verdad, hay que
reconocer que dicha restricción no afecta significativamente a supuestos de
terrorismo, más aún cuando éstos han tenido lugar en territorio europeo, pero sí
puede tener consecuencias lamentables en otros supuestos u otros ámbitos
territoriales, y ésta es una herramienta de la que no se debía prescindir. Todos
conocemos los resultados que ello ha traído consigo en algunos casos
sobradamente conocidos.
Así pues, más que un cambio de legislación, más que poner el
acento en medidas policiales –que, en algunos casos, pueden frisar la línea roja
de nuestros derechos- y, desde luego, más que plantearse un incremento de penas
que poco puede hacer desistir a quien tiene asumido autoinmolarse, deberíamos
asumir un cambio de concepto. Un cambio de planteamiento en el modo de operar
que supusiera un intercambio de información entre Estados que no resultara
lastrada por trabas burocráticas ni por reticencias de los Estados.
Solo actuando de un modo distinto podremos enfrentarnos a un
fenómeno delictivo distinto. |