En estas fechas estamos conmemorando –que no celebrando- el Día para la
Eliminación de la Violencia de Género. Un día que no debería existir porque no
fuera necesario pero que, desgraciadamente, lo sigue siendo, y hoy más que
nunca.
Acabamos de atravesar una semana aciaga. En siete días han sido asesinadas nueve
mujeres –me niego a decir que han muerto sin más, porque no se trata de una
catástrofe natural ni un accidente- con la agravante de que se les ha hecho
mucho menos caso del que merecían. Como quiera que el umbral de la tolerancia ha
crecido en la sociedad hasta el punto de necesitar circunstancias especialmente
morbosas, y que además su asesinato coincidió en el tiempo con unos atentados
que amenazan volver nuestra vida del revés como un calcetín, a la cifra de la
vergüenza vino a unirse el oprobio del silencio. Lloviendo sobre mojado.
Pero escarbando un poco más en la realidad de estos despreciables delitos-el
delito siempre es despreciable, pero el cometido con la persona a quien se cree
amar es doblemente despreciable- hay un denominador común en gran parte de
ellos. La víctima jamás había denunciado o, caso de haberlo hecho, se había
retractado en su propósito de seguir adelante con el procedimiento. Obsérvese
que hablo de “ no seguir adelante” y no de “retirar denuncia” porque, como es
bien sabido, en nuestro Derecho no existe la figura de la retirada de la
denuncia por más que en el lenguaje coloquial se haya popularizado la expresión.
¿Y por qué digo esto? ^Pues muy sencillo. Porque, cuando de Violencia de Género
se trata, se tiende a hablar como si de un delito privado se tratara, que
dependiera en su iniciación y en su prosecución de la acción de la perjudicada,
la víctima en este caso. Ello traslada sobre sus hombros una carga extra que no
debe soportar. Suya parece la decisión de empezar, suya la de seguir adelante o
no y, lo que es peor, suya la responsabilidad de que exista un juicio, con los
perjuicios que ello siempre conlleva. Y, rizando el rizo, suya la
estigmatización como falsaria si el imputado sale finalmente absuelto. Un daño
añadido a la ya tortuosa situación de las mujeres maltratadas, máxime cando
muchas de ellas no están en condiciones psíquicas de tomar una decisión de ese
calado.
La razón de que esto ocurra es doble. De una parte un precepto legal
decimonónico, el artículo 416 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que el
precipitado legislador de los últimos tiempos no ha tenido a bien revisar pese a
las constantes peticiones en ese sentido que año tras año se hacen desde la
Fiscalía General del Estado y desde el Consejo General del Poder Judicial. Dicha
norma confiere a las personas que están unidas por determinado parentesco con el
imputado la prerrogativa –que no derecho- de no declarar contra ellos. Ni que
decir tiene que la norma estaba pensada para otro tiempo y otra realidad: la de
un testigo que presenciaba un delito que le era ajeno, en un tiempo en que,
además, a nadie se le hubiera ocurrido hablar de violencia de género. Pero el
precepto perdura, y se ha convertido en una espada de Damocles que hace que la
mujer esté sometida a la duda de si sigue o no sigue adelante porque, sin su
testimonio, difícilmente se pueda obtener una condena.
De otra parte, hay otra razón, quizás más intangible pero más profunda. La
sociedad sigue viendo este delito como algo privado, doméstico, clandestino y
hasta vergonzante e incluso hay quien sigue diciendo, soto voce, eso de
que los trapos sucios se lavan en casa. Por eso oímos tantas veces a esos
vecinos que siempre callaron contar a la cámara, en el minuto de gloria que la
televisión les da tras la tragedia, que habían oído discusiones, gritos y muchas
otras cosas. Algo impensable si de otros delitos se tratara. ¿O acaso se imagina
alguien que si alguien sospecha que en el piso de debajo de su casa se está
traficando con drogas o hay un arsenal de armas no lo denuncie de inmediato? ¿Y
si luego no resultara probado, alguien le acusaría de denuncia falsa?
¿Deberíamos preguntar a una anciana atracada en la calle ante nuestros ojos si
quiere denunciar y si no dejar libre al atracador? Y por poner otro ejemplo, si
un funcionario supiera de un delito de corrupción cometido ante sus narices,
nadie duda de su obligación de denunciarlo, pero sí que se duda de la obligación
de hacerlo respecto de quien sabe que están maltratando a su amiga, a su vecina
o a su madre o hermana. A lo sumo, se trata de convencerla para que lo haga
ella. Y por eso siguen así las cosas.
Por todo ello, esta prerrogativa de no declarar contra quien fue o es pareja o
esposo de la víctima sigue haciendo que muchas mujeres, aun habiendo denunciado,
den un paso atrás. Y esta concepción del proceso como algo privado, hace que
sigan en el saco del silencio judicial miles de mujeres que nunca se atrevieron
a denunciar, y respecto de las cuales nadie lo hizo, aunque lo supiera. Y eso
las victimiza doblemente.
Es difícil proteger a quien no quiere ser protegida. La triste experiencia nos
demuestra que mujeres que en algún momento declinaron solicitar una orden de
protección, acabaron apalizadas o muertas a manos de sus parejas. Y más todavía
las que jamás denunciaron. Pero también la experiencia nos muestra día a día que
mujeres que vienen casi a rastras porque alguien llamó a la policía si oyó o vio
algo, o si una amiga o un familiar les convence, acaban venciendo sus
reticencias a denunciar una vez conocen los recursos que tienen a su disposición
–aunque muchos menos de los que debieran-. Pero estos casos todavía son
excepción cuando debieran ser regla general. Y mientras no se inviertan los
términos, la cifra de la ignominia no dejará de crecer.
¿Qué es lo que falla, entonces? ¿No funciona la ley? Pues sí y no. Se sigue
poniendo el acento en la parte judicial, que solo actúa cando se ha cometido un
delito, y no se actúa antes. Y de lo que se trataría es de anticiparnos, y ahí
podemos ayudar todos. Porque, como dice el refrán, evita la ocasión y evitarás
el peligro.
Los juzgados están colapsados, necesitan medios, especialización, personal. Pero
sobre todo, necesitan que una decidida actuación en otros ámbitos y una
implicación de toda la sociedad les evite el trabajo. Hasta el venturoso día en
que no sean necesarios. Ojala lo veamos. |