El pasado día 26 de noviembre tuvo lugar en la sede de la Corte Civil y
Mercantil de Arbitraje (CIMA) una sesión programada por el Centro Internacional
de Arbitraje, Mediación y Negociación (CIAMEN), dentro de su Seminario
Permanente de Arbitraje, en la que bajo el atrayente título de “La reciente
práctica judicial sobre la acción de anulación” disertaron dos excepcionales
oradores como Jesús Remón y José Carlos Fernández Rozas. No voy a entrar aquí a
desgranar el contenido de las dos magníficas exposiciones que encandilaron al
numeroso público asistente sino, más bien, a destacar las conclusiones que
parecieron extraerse de sus intervenciones y de las de los allí presentes sobre
el cariz que está tomando la resolución, en cada caso, de la acción de anulación
por los tribunales de justicia competentes.
En primer lugar, ha de aclararse, no nos engañemos, que cuando se publicita, y
se comenta, en cualquier foro, la práctica judicial reciente sobre las acciones
de anulación de laudos, hay una referencia expreso-tácita a las resoluciones,
algunas, que viene dictando, desde mediados del año 2014, la Sala de lo Civil y
de lo Penal del Tribunal Superior de Justicia de Madrid. El que suscribe, no ha
oído, hasta la fecha, discrepancias serias sobre las dictadas por las Salas de
los demás tribunales superiores de justicia de las distintas comunidades de
España.
Y de ello se habló en la sesión habida, pues parece que la crítica a esas
resoluciones viene a centrarse en la intromisión del juzgador, amparándose en la
infracción del orden público en sus distintas acepciones, en terrenos
interpretativos jurídico-legales en los que, aparentemente y por las propias
características de la acción ejercitada, que no es otra que el recurso a la
decisión de los árbitros bajo requisitos exclusivos y excluyentes, le está
vedado examinar y juzgar.
Resulta cierto que la causal de infracción de orden público, como concepto
amplio de cajón de-sastre en el que cabe toda queja y reclamación, se convierte
en la más manida, por los reclamantes, de entre las establecidas por el artículo
41 de la Ley de Arbitraje. Pero, a su vez, se está convirtiendo, teniendo en
cuenta esa laxitud y su cuestionable delimitación, en esa válvula de escape
jurídico en la que residenciar, también, toda argumentación jurídica estimatoria
de la misma.
Incluso, como allí se expuso, en una de las últimas resoluciones del Tribunal
Superior de Justicia de Madrid se utiliza el concepto general de orden público,
y su aplicación de oficio, para seguir adelante con el procedimiento de
anulación iniciado y rechazar un acuerdo, de las partes, de renuncia, por
carencia sobrevenida de objeto, a la acción de anulación instada. Todo ello
obviando la aplicación del contenido expreso de las disposiciones establecidas
en los artículos 19 y 22 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, que aun
interpretadas ampliamente, no permiten, según entiendo, esa toma de decisión por
el tribunal.
Me llamó la atención, también, la referencia a una reciente sentencia del
referido tribunal en la que al parecer se cita, en apoyo de sus argumentos, un
antiguo artículo de uno de los ponentes de la sesión, catedrático para más
señas. Pues bien, esto que, a priori, parece no tener importancia alguna, podría
entenderse como un guiño del juzgador, sabedor de sus críticas
jurídico-profesionales a las consabidas resoluciones, con el fin de intentar
aplacar esa corriente de insatisfacción que rezuma en el colectivo arbitral. Si,
por el contrario, se tratara de una lección, diría muy poco de esa
resolución judicial, más pendiente de la voz externa que de la recta resolución
del conflicto.
A lo largo de la sesión, se manifestaron, asimismo, distintas opiniones sobre
las soluciones a esta deriva, dirigidas, unas, a la devolución al Tribunal
Supremo de sus funciones para resolver este tipo de acciones; otras, a la
recuperación por las secciones de las Audiencias Provinciales de sus facultades
una vez parecían haber consolidado cierta jurisprudencia; incluso, el
establecimiento de un denominado recurso de contradicción de doctrina
a resolver, en determinados supuestos de discrepancia, por nuestro Alto
Tribunal; que sirvieron, únicamente, para acreditar la desconexión y diferencias
que, con más frecuencia de la deseada, se vienen reflejando entre los miembros
de la propia comunidad arbitral.
No han de ser estas breves líneas las que sirvan para hacer crítica del
estamento judicial, al que respeto en grado máximo por mi condición de antiguo
opositor, ni, en concreto, a los responsables de estas últimas decisiones sobre
las que, además, se vislumbran escisiones, pero sí sería deseable la existencia
de una mínima autocrítica, al igual que alabanzas cuando correspondan, y de
reflexión sobre el sentir mayoritario, a fin de evitar un enconamiento,
meridianamente palpable en la actualidad aunque algunos, interesadamente, lo
ignoren, que solamente ha de servir para que, como alguien apuntó, el mercado
arbitral exterior, y no digamos el interior, recele abiertamente de la
procedencia del arbitraje en nuestro país, y más localizadamente en la plaza de
Madrid. Y al final, el negocio será el que decida. |