José Manuel Pradas – La huella de la toga.
Entre el Paseo Imperial y la Ronda de Segovia, en el distrito de Arganzuela hay una pequeña calle que se llama Gil Imón. Lleva ese nombre en recuerdo de Don Baltasar Gil Imón de la Mota, nacido en Medina del Campo allá por 1545 y que falleció en 1629. Estuvo inscrito en el Colegio de Abogados de Madrid en el año del fallecimiento de Cervantes y le cupo en suerte el número de colegiado 237. También hubo en su día una pequeña puerta en la muralla de Madrid que se llamaba “portillo de Gilimón”
Llegó a ser don Baltasar caballero de la Orden de Santiago, fiscal del Consejo Real de Castilla, Contador Mayor de Cuentas del rey Felipe IV y gobernador del Consejo de Hacienda. Fue también el “anfitrión” del duque de Osuna, cuando éste fue destituido de virrey de Nápoles y traído preso a Madrid, falleciendo en su casa donde pasaba el arresto.
Gozó de la confianza del valido de Felipe III, el duque de Lerma y de él escribió más tarde el conde-duque de Olivares, diciendo que era ”el más docto, discreto, informado y prudente ministro que he conocido en mi vida”. En unas palabras, méritos no le faltan para ser acogido en nuestra “huella de la toga”.
Pero a fuer de ser justos, se le rescata del relativo olvido por otra razón bien distinta. Llevo ya unos cuantos artículos donde me parece que el humor flaquea –que últimamente me parece que estoy demasiado serio- y por esa razón, creo que es bueno retornar a la senda correcta e intentar sacar al lector alguna sonrisa cuando lea estas líneas, porque además, no lo olvidemos, no tengo ninguna aspiración a ser nombrado miembro de número de ninguna Real Academia.
Gracias a Gil Imón tenemos uno de los calificativos más empleados por todos los españoles en los últimos siglos. Existen una serie de interjecciones, insultos o expresiones en lengua castellana que –no me negará nadie- son de una rotundidad aplastante. Por citar un par de ellas a título de ejemplo y saber a que me refiero o en qué campo nos estamos moviendo, citaremos el ya histórico “se sienten coño”, o el “no hay cojones para…”. Con el primero – sobre todo si te lo dice alguien que lleve un tricornio en la cabeza, no es que existan ganas de sentarse, es que surge de repente una necesidad imperiosa de hacerlo. Con el segundo, si tu interlocutor es alguien de Bilbao, lo más probable que llegue a suceder es que lo aparentemente imposible de hacer sea cosa de coser y cantar para el interpelado bilbaíno. Creo que con estos ejemplos ya he puesto el marco adecuado en el que nos vamos a mover.
Así que por si alguno no lo sabe aún, pongo en su conocimiento que Don Baltasar Gil Imón de la Mota es el culpable de la existencia del término “gilipollas”. Bueno, él y sus hijas, como voy a tratar de explicar contando las dos versiones que existen de la historia y que parecen ambas bastante creíbles, aunque no hay que descartar que puedan ser leyenda urbana.
José Manuel Pradas
En la primera versión, nos encontramos a don Baltasar acudiendo a cuanto evento pudiera suceder en Madrid, acompañado de sus hijas Feliciana e Isabel, sus pollas según la terminología habitual de aquella época -palabra equivalente a mujer joven- con la lícita pretensión de encontrarlas marido (había una tercera, Fabiana pero esa ya estaba casada). Ni que decir tiene que además que no ser muy agraciadas de físico, se quiere suponer que tampoco eran muy despejadas de mente, por lo que al ver aparecer en los guateques del XVI a don Baltasar acompañado de sus hijas y entrar al evento, más de uno, con cierto retintín, decía algo así como “Ahí va Gil y sus pollas”, o cuando algún otro con mucho pitorreo preguntaba si había venido Don Gil, era contestado: “Sí, ha venido Don Gil y pollas”. De estas frases o similares, al nacimiento de la palabra gilipollas, en la acepción reconocida por la Real Academia de persona necia o estúpida, van únicamente unos minutos de ingenio y unos segundos de mala leche.
Dado el pobre resultado que obtuvo don Baltasar para conseguir un buen partido para sus hijas, quedó desde entonces fijado el término gilipollas como el de persona que no destacaba precisamente por su inteligencia. Del uso continuado que le dimos los españoles y sin necesidad de ser fijado, pulido y dado esplendor por la Real Academia, no le quedó otro remedio a ésta que incluirlo en su Diccionario.
Si en la versión que termino de contar, quienes no salen muy bien paradas son las hijas del ínclito Baltasar Gil, en la segunda el que no queda muy allá es él precisamente. De momento, sus hijas no eran conocidas como las gilipollas, sino que las llamaban las “gilimonas”, así que de feas nada de nada, sino al contrario. Y de tener pocas luces, tampoco, sino que eran inteligentes y en otros aspectos de la naturaleza humana, digamos que abiertas de mente o, explicado de otra forma –no se si políticamente correcta- más bien lanzadillas y casquivanas y con una tendencia natural a los devaneos amorosos y cortesanos, influidas por su madre, la portuguesa Doña Leonor de la Vega.
Y sucedió que Felipe III, a sugerencia de su esposa la reina Margarita, muy católica y guardiana firme de las buenas costumbres, promulgó una Pragmática por la que se prohibía a las mujeres el uso del guardainfante (esa especie de armazón que ahuecaba la falda) llevar verdugados bajo la falda (que era una especie de cancán, para entendernos) y sobre todo cualquier jubón descotado que pudiera incitar al pecado, prohibición de la que estaban exoneradas aquellas mujeres autorizadas a ejercer la más antigua de las profesiones.
Pues bien, saltándose la prohibición a la torera, las hijas de Gil se exhibieron por el Salón del Prado, luciendo con desparpajo todo aquello que había sido prohibido, entre los aplausos y vítores del personal masculino. El rey, en atención al cargo del padre, en lugar de la multa prescrita, les impuso el castigo de vestir durante tres meses, los hábitos de las Madres Mercedarias y pasear a diario con un cartel en el pecho donde pedían disculpas por su irreverente comportamiento.
“Gilí” según nuestro diccionario es una palabra de origen gitano, que se traduce al español como tonto o lelo. Don Baltasar lo habría sido por no haber sabido imponer el orden doméstico con sus pollas, pese a la rectitud y eficacia con que lo hacía en su quehacer diario al servicio de Su Majestad Católica. El ingenio popular juntó las dos palabritas de marras, con el resultado que hoy conocemos.
Y aquí se acaba la historia de hoy. Personalmente me gusta más la primera versión de las dos que he dado, pero esto no es óbice para que esta tarde, si tengo tiempo y suerte, intente ver El rey pasmado, una magnífica película basada en una novela de Torrente Ballester, donde Gabino Diego borda su papel de alelado a la hora de ver a la reina Isabel de Borbón desnuda y así poder documentarme mejor sobre las vestimentas usadas en aquellos tiempos del XVII, por si tengo que volver a hablar de ellas en otro episodio.