José Manuel Pradas – La huella de la toga.
No se los más jóvenes lectores, pero los de mi generación –y no digamos ya los más veteranos- tenemos metidas en la cabeza ciertas frases hechas como esa de la “pertinaz sequía” o “el contubernio judeo-masónico” y otras similares. Tantas veces se nos han repetido que, de alguna manera han llegado a quedar casi vacías de contenido. Sirva esta entrada para hacer una pequeña reflexión –de brocha muy gorda, ya lo aviso- sobre la importancia de la masonería en la historia de España, desde los tiempos de la Ilustración con Carlos III, toda o casi toda la política española del siglo XIX y como se alargó su influencia, ya en el siglo XX, hasta la llegada y caída de la segunda República.
La modernización de la Administración española y sus colonias, no se puede entender sin saber que sus principales impulsores pertenecían a la masonería. Como no podemos ser ajenos a que los procesos libertadores de las Colonias estaban liderados, en gran medida por masones con el apoyo inglés y norteamericano, cuyos dirigentes, casualidad, eran también masones. En el siglo XIX en España, la vida política, académica, periodística o militar giraba en torno a la confrontación entre conservadores y liberales, monárquicos y republicanos y entre estos últimos entre centralistas y federalistas; y en todo este guirigay –por otro lado apasionante y hasta cierto punto entretenido- los masones pululaban por todos los bandos y facciones. Y como no, en la abogacía, aunque este no es el tema de hoy.
La masonería, que hoy la entenderíamos más como un lobby que como un club o una secta no sería, en un principio, ni buena ni mala. Pero si debemos tener claro que muchísimas de las mentes “progresistas” en el periodo que va desde el comienzo del reinado de Isabel II hasta 1923, pertenecían a ese lobby. Las preguntas pertinentes son: ¿Eran masones por ser progresistas? ¿Eran progresistas por ser masones? No voy a contestar, porque no conozco la respuesta y por tanto carezco de una opinión válida y medianamente defendible frente a terceros. Pero sí he llegado a comprender, que esos personajes querían sacar a España de un retraso secular en gran parte de los ámbitos de la vida diaria de sus conciudadanos. Me consta que habrá algunos a los que no gustará esta afirmación, pero tampoco me importa demasiado, la verdad. Ese “sacar a España del retraso secular” también tenía un precio importante a pagar y a unos les importará más ese coste y a otros no, si lo juzgan con la mentalidad de hoy día. En cualquier caso, todo esto ya es historia y desconozco hasta que punto en estos momentos la masonería – o los grupos similares – están manejando mucho o poco nuestras vidas; desde luego la masonería tal y como nos la han enseñado, no lo parece, pero vaya usted a saber.
Terminada la reflexión – o mejor dicho, los brochazos – traemos hoy aquí el más importante masón del último tercio del siglo XIX, Miguel Morayta y que pocos lectores conocerán. Nació en Madrid en 1834 y al terminar los estudios de Filosofía y Derecho, se colegió en 1857 con el número 4870. Desde muy joven formó equipo, por así decirlo, con Francisco de Paula Canalejas, con Emilio Castelar y posteriormente, con Pí y Margall, juntos se dedicaron, como tantos otros que ya hemos visto, al periodismo entendido como órgano de difusión de sus partidos e ideas políticas y fueron numerosas las revistas y publicaciones donde todos ellos a lo largo de los años fundaron, dirigieron y colaboraron estrechamente. Nada más terminar sus estudios en 1856 es nombrado profesor auxiliar de Metafísica y nos lo volvemos a encontrar en 1864 cuando el general Narváez destituye a Castelar como catedrático por expresar sus ideas contrarias a la reina Isabel II, en un artículo periodístico que hoy día forma parte de la historia de España. Para no tener que sustituirle, Morayta, Salmerón y otros profesores auxiliares renunciaron a sus cargos y fueron inmediatamente procesados por abandono de destino, injurias graves y desacato. De toda esta historia surge lo que se dio en llamar la “Cuestión universitaria” que basada en la idea de la libertad de cátedra, en el fondo constituía un torpedo en la línea de flotación contra el predominio de la Iglesia en la educación y por ende contra la propia monarquía. De aquel cese, derivaron una serie de algaradas que a la postre supusieron, en pocos años, el exilio de la Reina y la llegada de la Primera República.
Con la revolución de 1868, Morayta es repuesto en su cargo, asciende a catedrático de Historia de España en la Universidad Central y es nombrado Secretario de la Junta Revolucionaria de Madrid. Durante el llamado sexenio revolucionario, que incluye el reinado de Amadeo I de Saboya hasta la proclamación de la república, Morayta es elegido diputado al Congreso por Loja en tres ocasiones casi consecutivas, obteniendo en una de ellas 1.400 votos de los 1.401 emitidos -sin comentarios sobre cómo eran las elecciones en aquella época- y fue nombrado Secretario General del Ministerio de Estado. Cuando es nombrado embajador en Roma y Constantinopla, se produce el pronunciamiento del general Pavía y la caída de régimen republicano por lo que no dio tiempo a que llegara a tomar posesión.
Se reintegra a la cátedra, ya con la restauración de los Borbones en la persona de Alfonso XII y pronuncia su discurso más sonado, que es jaleado por cierta prensa, cuando inaugura el curso en la Universidad Central. El título de su lección de inauguración no podía ser, en principio, más anodino “La civilización faraónica y las razones y medios en cuya virtud se extiende a tantas comarcas”. Pero la carga de profundidad estalló al final, cuando sostuvo –pese a estar prohibido- que la cátedra es libre, sin más limitaciones que las que exija la prudencia y haciendo además un alegato a favor de varias posturas materialistas, racionalistas y anarquistas opuestas a la constitución del Estado. El escándalo causado y las revueltas estudiantiles que se produjeron a continuación resultaron tan fuertes y violentas, que al final nada menos que 43 obispos decretaron su excomunión.
A todo esto, dejando de lado su tarea como catedrático, periodista, historiador y político republicano, nos queda su posición como masón que era pública y notoria, así como su conocido anticlericalismo. Iniciado en la masonería a una edad temprana, llegó a alcanzar el máximo Grado 33º y volcó todos sus esfuerzos en los últimos años de su vida, en conseguir unir las diferentes ramas en que estaba dividida la masonería, básicamente el Gran Oriente de España y el Gran Oriente Nacional de España, creando de la unión de ambas el Gran Oriente Español (G.O.E.) en 1889, donde resultó elegido Gran Maestre hasta 1901 y luego otra vez desde 1906 hasta su muerte. Finalmente y a nivel mundial, fue designado “Soberano Gran Comendador del Supremo Consejo del Grado 33 para España del Rito Escocés Antiguo y Aceptado”.
Fallece Miguel Morayta en Madrid en 1917 siendo enterrado en el cementerio civil y terminando ya el texto, me he encontrado con un paralelismo de lo más curioso. En el año 2008 el entonces Juez Baltasar Garzón dictó un auto por el que, pretendiendo declararse competente para investigar los crímenes del franquismo desde 1936, ordenaba se consiguiese la acreditación del fallecimiento de los generales Franco, Mola y Queipo de Llano. Me he dado cuenta, una vez más, que no hay nada nuevo bajo el sol, que está todo inventado. En 1944, cuando Morayta debería haber cumplido 110 años, el Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo abrió el Sumario 798/44 contra Miguel Morayta Sagrario por pertenencia a la masonería. En diciembre de 1945, no hubo otro remedio que cerrarlo al acreditarse que Morayta había fallecido en 1917. Con que casualidades más tontas se encuentra uno a veces.