El chico de la cabina

Publicado el jueves, 25 febrero 2021

Francisco Ruiz Risueño*.

Francisco Ruiz Risueño

Francisco Ruiz Risueño

(Esta anécdota sale ahora por primera vez a la luz escrita. Es un pequeño homenaje a nuestra querida Ana Delgado. Los compañeros (amigos) que la vivieron conmigo (Fernando Abril Martorell, Manuel Broseta Pont y Julio Nieves Borrego) ya se marcharon. Vaya también en su recuerdo y en recuerdo del “chico de la cabina”.

 

¡¡Nunca podré olvidar el gesto y la mirada angustiosa de aquel muchacho, ni su bajo tono de voz, temblorosa y suplicante!! El era el encargado del correcto funcionamiento del sistema electrónico y de la iluminación del hemiciclo del Congreso de los Diputados, y su gesto y aptitud aumentaron todavía más la tensión que en esos momentos, desde hacía casi dos horas, yo vivía con todos los allí presentes: nada menos que el Gobierno en pleno y los Diputados y Senadores que asistíamos a la histórica sesión de investidura del nuevo presidente del Gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo, por la renuncia del hasta entonces presidente, Adolfo Suarez.

El muchacho intentaba llamar mi atención, ya que yo era la persona más próxima a la cabina donde el se encontraba, en la parte alta de la Cámara, justo donde conducen las escaleras ubicadas a la derecha de la mesa del Congreso. Dada las especiales circunstancias, no era aconsejable alzar la voz, ni siquiera hablar entre nosotros, invadidos todos por la frustración y la entrada, pistola en mano, del Teniente Coronel golpista. Pero su gesto y mirada, y la expresiva mímica de sus manos, invitándome a aproximarme, me impulsaron a removerme en el escaño y acercarme en actitud de confesión hacía la referida cabina, justo lo suficiente para poder escuchar lo que aquel muchacho necesitaba decirme con tanta urgencia.

Era evidente, pensé, que algo importante y grave debía estar ocurriendo, o, en su caso, podría ocurrir, para que “el chico de la cabina” llamase mi atención de manera tan insistente, en una situación como la que estábamos viviendo. Por eso, no dudé ni un instante en acercarme a atender tal requerimiento, no sin el reproche, claramente justificado, de Manolo Broseta. Debo reconocer que, en aquel momento, pudo más mi corazón que mi cabeza. Y me dispuse a escuchar, sin perder de vista a los militares que nos “acompañaban”, ubicados en la zona de los taquígrafos y alrededores. Desde mi escaño, en la parte alta, tenía una visión general y completa del hemiciclo.

No me dio tiempo a preguntarle lo qué pasaba. El “chico de la cabina” comenzó a hablar de manera acelerada e ininteligible, sin que fuera posible entender con claridad lo que me quería transmitir. La situación era esperpéntica: el “chico de la cabina” intentando explicarme algo, al parecer preocupante, y yo sin poder entenderlo. Y abajo, los militares golpistas pastoreando el rebaño y vigilando nuestros movimientos. Solo lograba entender algunas palabras sueltas como “cuidado”, “peligro”, “luces”. Le insistí en que se serenase. Y poco a poco, el “chico de la cabina” se fue tranquilizando y, en un titánico esfuerzo de contención, logró explicarme, no sin dificultad, lo que ocurría. Al oírlo, fui consciente de la gravedad de la situación. Era posible, o que nos quedásemos repentinamente a oscuras, o que se produjera un cortocircuito de consecuencias imprevisibles.

Así es, me confirmó cuando, una vez escuchado el relato de la situación, le pregunté directamente por las consecuencias de lo que era previsible que ocurriera. El salón de plenos, afirmaba, tiene un sistema de luces que actúa de modo alternativo, de suerte que mientras una de las baterías de luces funciona, la otra está en reposo. Solo en actos solemnes como una investidura o en la apertura de la legislatura por el Rey, actúan simultáneamente ambas baterías (juegos de luces), pero en este caso, no pueden estar activadas ambas al mismo tiempo durante más de dos horas. En caso contrario, concluyó: o apagón, o cortocircuito. En aquel momento las luces llevaban encendidas cerca de dos horas. La catástrofe podía ocurrir en escasos minutos.

Creo que fué uno de los momentos más tensos de mi vida. El Gobierno y el Congreso secuestrados, los militares vigilantes, con las armas en estado de prevengan, en una situación de máxima tensión e incertidumbre, en la que cualquier movimiento extraño podría desencadenar una reacción de consecuencias imprevisibles. Y, ahora, para colmar el vaso, la posibilidad de que el sistema de luz provoque un apagón y deje al hemiciclo a oscuras. Si eso ocurriese, pensé, puede suceder cualquier cosa, y no precisamente agradable. Enseguida entendí la angustia y preocupación del “chico de la cabina”.

Pensé de inmediato dirigirme al oficial que en aquel momento actuaba de jefe (el teniente coronel golpista estaba fuera del hemiciclo), y a punto estuve de hacerlo. Pero, casi al mismo tiempo, algo en mi interior me hizo desistir de mi inicial propósito. Yo era, junto a mis compañeros diputados y senadores, destinatario de la intentona golpista y mi comportamiento podía provocar una reacción, no predecible, que afectase, no solo a mí, sino a todos los que allí nos encontrábamos.

Casi sin solución de continuidad me dirigí al “chico de la cabina” y le indiqué que se acercase al mencionado oficial para explicarle la situación. El era un trabajador del Congreso y su actitud no generaría sospecha. Al tiempo que “el chico de la cabina” comenzaba a bajar las escaleras en dirección a dicho oficial, y una vez que el oficial observó el movimiento, me levanté y alzando la voz desde el escaño, le dije que le escuchase, que tenía que darle una información sobre el sistema de luces de la Cámara. La estrategia produjo efecto y el militar esperó la llegada del “chico de la cabina”. Los dos permanecieron de pie, mientras se producía la información. En menos de un minuto, el oficial abandonó apresuradamente el hemiciclo para informar a su superior.

No habían pasado cinco minutos, y entró en el salón de plenos, como una exhalación, el Teniente Coronel golpista, blandiendo el arma reglamentaria, y con voz de mando, y dirigiéndose a quienes le acompañaban, gritó, para que todos le escucháramos, y dijo: “¡¡ guardias, si se apagan las luces y observan un movimiento raro, disparen sin contemplaciones!!” El silencio que siguió a tamaña consigna fue absoluto. Y la preocupación aumentó hasta el límite humano racionalmente soportable. Aquel militar, que mancillaba gravemente el uniforme de la Guardia civil, estaba dispuesto a todo. La orden había sido tajante y clara. “¡¡disparar sin contemplaciones!!” Inmediatamente después, los guardias colocaron en el espacio reservado a los taquígrafos varios sillones isabelinos, con la intención de prenderles fuego en el caso de que se apagaran las luces. Mientras, “el chico de la cabina” había manipulado el sistema de luces y no hubo que acudir a la extrema medida preparada para la ocasión. La sensación de angustia había desaparecido.

Solo en otra ocasión me reencontré con “el chico de la cabina”. Y recordamos aquella conversación, a la que, salvo los compañeros a los que cito en la cabecera de esta colaboración, fueron ajenos los demás diputados y senadores que, como yo, asistimos a aquella importante sesión de investidura. Ni recuerdo su nombre. Ni sé qué habrá sido de él. Pero siempre lo tengo presente, porque gracias a él, se pudo evitar lo que, a buen seguro, hubiese sido una situación no deseable. Tal vez una tragedia. Este donde esté, he querido recordarle, con la gratitud y el reconocimiento que se merece. Y con la emoción con la que la distancia en el tiempo nos invade y embarga.

Hace unos años, Manuel Broseta Dupré, hijo de mi compañero y amigo, Manuel Broseta Pont, asesinado en Valencia por ETA, me preguntó si durante la tarde-noche del 23 de febrero había sentido miedo. Le contesté que la sensación que recuerdo de aquella triste jornada es la de una inmensa frustración como español y ciudadano libre. Cuando vi los uniformes verdes de la Guardia civil y los uniformes caqui del ejército de tierra entrar en la sede de la soberanía nacional, sentí en lo más profundo de mi ser una imborrable impotencia y una decepción, que aún me invade. Pensar que los españoles no éramos por fin capaces de defender nuestras ideas con el diálogo y la palabra, me ha perseguido y perturbado desde entonces. Ese es el recuerdo que tengo de aquella noche terrible. Espero y deseo que situaciones como aquella no vuelvan a producirse.

 

*Abogado del Estado.Of counsel de Broseta y secretario general de la Corte Civil y Mercantil de Arbitraje (CIMA). diputado al Congreso por Albacete en la Legislatura Constituyente (1977-1979) y senador por la misma circunscripción en la I Legislatura (1979-1982) en el Grupo Parlamentario de UCD

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