Daniel Alonso Viña – Paris a juicio.
En la pantalla de mi ordenador aparece un hombre viejo, muy viejo, vestido con una camisa de color azul muy claro y una americana fina y de pana, de esas que ya sólo se encuentran en tiendas de segunda mano o en el mercado laberíntico que se monta los domingos en el Passage Lachambre, casi a las afueras de París. Su cuello, de piel flácida y tendones sobresalientes como las cuerdas que sostienen un puente, está protegido por un largo pañuelo de tonos verdes y blancos, cuidadosamente anudado a la manera francesa y cuyos extremos se pierden en el interior de una camisa que tiene el botón de arriba desabrochado.
De mirada lúcida y brillante, su cara no parece la de una persona que está a punto de cumplir los cien años. La consistencia que todavía mantienen sus hombros y la robustez y volumen que presenta su rostro, quieren ser de alguien un poco más joven. Su cuerpo parece atrapado entre los setenta y los ochenta años, dispuesto a seguir iluminando a las generaciones venideras y no morir nunca.
Su mirada es lúcida y brillante: está por completo despojada de ambición y del esfuerzo intencionado de hablar correctamente que caracterizan sus anteriores apariciones en televisión. Su sonrisa es casi permanente cuando no está hablando, y al sonreír sus ojos se cierran casi por completo, haciéndonos dudar de sus orígenes judíos e italianos. El entrevistador habla y él todavía no dice nada, sólo sonríe, como si supiera algo, como si tuviera un secreto que a nosotros todavía no se nos ha revelado.
Entonces empieza a hablar, y yo me doy cuenta de que no entiendo absolutamente nada. Las palabras salen de su garganta resquebrajadas después de una vida dando conferencias en países extranjeros, enseñando en universidades de toda Francia, trabajando en el Centro Nacional de Investigación Científica (CNRS) y compartiendo su método y sus ideas a todo aquel que quisiera escucharlas. Agudizo el oído, activo los subtítulos y ralentizo la velocidad del vídeo hasta que consigo entender lo que habla.
La entrevista tiene lugar porque se encuentra presentando su nuevo libro: Lecciones de un siglo de vida. Nacido en París el 8 de julio de 1921, ha decidido celebrar su centenario con este compendio de pensamientos y reflexiones sobre el mundo, la historia y el individuo. El entrevistador le pregunta “¿qué queda de ese niño que fue hace tanto tiempo?”. Él, sin dudarlo, contesta: “una enorme curiosidad por el mundo”. La curiosidad, esa cualidad inocente y perecedera que muere con la llegada atropellada de la vida adulta, y que a menos que se aplique un esfuerzo consciente y tenaz, no se recupera nunca. “¿Qué rol ha jugado el azar en su vida?” pregunta a continuación el entrevistador. Edgar piensa, cavila, y al final responde, todavía vacilante, que “el azar es esa cosa misteriosa que nunca sabemos lo que trama, pero que ha jugado un rol muy grande en mi vida”.
La entrevista continua, pero capturar su filosofía es imposible y por eso casi no hablan de ella; además, sería un contenido televisivo muy malo para los tiempos que corren. Sin embargo, este intelectual ha publicado más de cincuenta obras y estás se han traducido a más de 28 lenguas diferentes. ¡28 lenguas! yo ni siquiera sería capaz de nombrar 20 lenguas diferentes ahora mismo. Su conocimiento es basto y multidisciplinar, aunque sus estudios académicos en el CNRS (Centro Nacional de Investigación Científica) tuviesen un enfoque claramente sociológico. Para justificar este aprendizaje global, que abarca todas las ciencias, creo un concepto que a día de hoy es una de sus más famosas aportaciones: el pensamiento complejo.
El pensamiento complejo es el suelo firme en el que se apoya su vida tras superar una primera etapa marxista, en la que se sentía dominado por la visión dualista y simplificada de la realidad. Desde ese momento, se abre al mundo del saber sin prejuicios y con curiosidad, sin pretender simplificar una realidad que en el fondo reconoce como infinitamente compleja. Según lo que he podido comprender, la capacidad para el pensamiento complejo es la habilidad para lidiar con la complejidad e incertidumbre de la realidad que nos rodea, en vez de conformarse con una explicación única y fácil de los hechos que nos acontecen. Eso, en lo que se refiere a cómo debemos vivir.
En lo intelectual, el pensamiento complejo va directamente en contra de la especialización exhaustiva, pues consiste en la capacidad de interconectar las distintas áreas del conocimiento entre sí. La ciencia se ha desarrollado tanto en los últimos años que el único papel que celebra la sociedad es el del especialista, y cuanto más especializado este uno y más oscuro y minúsculo sea su campo de conocimiento, mejor. Morin, tanto en su forma de vida como en sus textos, reivindica la necesidad de adquirir un saber global para poder analizar correctamente hechos concretos.
Algunas de las preguntas que hace el entrevistador son tan magníficas que me he permitido el antiestético lujo de traducirlas y transcribirlas aquí directamente, sin intermediarios. Así pues:
“¿Qué significa el tiempo para un hombre que cumplirá 100 años dentro de unos meses?”
«A fuerza de pasar por los años 80 y 90 y ver que no me moría, me acostumbré a vivir. De repente, la llegada de mi centenario es como una campana que me recuerda mi inminente final. Hasta ahora mi vitalidad ha ahuyentado el fantasma de la muerte, pero su sombra se acerca, está ahí».
“¿Qué significa vivir para usted?”
“Vivir no es sobrevivir, no es sólo desarrollar tu juego individual, sino formar parte de una comunidad. Se trata de encontrar la solidaridad. También significa ser reconocido por los demás en nuestra plena calidad humana”.
“También se trata de disfrutar de las posibilidades que ofrece la vida. ¿Qué le gusta hoy?”
«Mil pequeñas cosas me hacen feliz, comer en un buen restaurante italiano o japonés, ver el sol por la mañana, contemplar la cara de mi mujer y poder besarla… tengo mil pequeños placeres diarios».
Y por último hace la pregunta, esa que Morin lleva intentando responder toda su vida: “¿Qué nos hace humanos?” Y parece que ya tiene una respuesta.
«Es la bondad, la comprensión de los demás, la compasión por los desafortunados».
Que magnífica lección de vida .Que suerte que haya jóvenes,como Daniel Alonso, que sepan valorar la sabiduría de los más mayores y nos la trasladen con tanta sencillez y claridad.