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Sobre la atormentada y voluble prueba testifical

MADRID, 25 de MARZO de 2013
 

Siempre he tenido a la testifical, en el procedimiento criminal, como una prueba por demás versátil y veleidosa. Generalmente el testimonio suele estar viciado por condicionantes no exteriorizados: fobias, antipatías, patías, intereses, odio, venganza, etcétera. El delito de falso testimonio, en gran medida inaplicado, es una especie de mera pieza decorativa.

Por eso he criticado, sobre todo en procesos con una profunda raíz política, el mero y simple testimonialismo, sin corroboración objetiva de ninguna clase.

En el cine, hay un ejemplo, yo diría que clásico, sobre esa desconfianza en el testimonialismo, a pesar, incluso, de tener un respaldo objetivo y documental, en unas concretas cartas. El director norteamericano de origen austriaco Billy Wilder (n. 1906) merece un lugar, sin duda, destacado en la historia de la cinematografía universal, por su extensa y magistral obra en general, pero bien pudiera haber alcanzado celebridad, en nuestra opinión, por el ejemplar tratamiento que en “Testigo de cargo” (Witness for the prosecution, 1958) le dispensa a algunos de los más importantes aspectos del proceso penal clásico, desarrollando en el cine las pautas de la excelente obra teatral del mismo nombre de Agatha Christie. Charles Laughton, Tyrone Power y Marlene Dietrich, encarnan en la ficción las figuras del veterano y sagaz Abogado defensor, del imputado y del testigo de cargo (al que, además, une un vínculo conyugal con el segundo), y en torno a ellas se desarrolla una profunda reflexión, por demás verosímil, sobre el testimonialismo de cargo en el proceso penal.

La historia de un asesino y su imputación jurisdiccional inmortaliza un excelso ejemplo de la grandeza de la profesión de Abogado encarnado magistralmente por Charles Laughton. Se pone de relieve, de manera por demás lacerante, la imposibilidad de reconstruir con fidelidad, por medio de meros testimonios, la verdad material objeto del proceso. En definitiva, se puede concluir que la verdad absoluta no es, por lo general, alcanzada por medio de un procedimiento, simplemente testimonial, que ha sufrido, a lo largo de la historia de la civilización jurídica, innumerables reformas en favor de la insoslayable vigencia de la garantías penales en la obtención, admisibilidad y, sobre todo, valoración de la prueba, único instrumento las más de las veces, por demás limitado, y con el que se tiende a reconstruir, lo más fielmente posible, lo realmente acontecido, con todos sus perfiles y debidamente contextualizado, debiendo quedar totalmente al margen el denostado método intuicional como forma de conocimiento jurídico, lo que es muy difícil, por lo general, de evitar.

La mera intuición como forma de conocer y formarse una determinada convicción es algo que debería rechazar el buen hacer jurídico en un Estado democrático y social de Derecho. En cierto sentido, no es más que una aportación muy personal de los juzgadores magistrados o jurados, que nace, un tanto inconscientemente a veces, como complemento o sustento, procesalmente marginal, del hecho criminal.

Quizá por lo anterior, entre otras razones, se ha desistido de la vieja obsesión, casi fanática, de reconstruir la verdad absoluta y, por fortuna, se ha configurado, nada menos que como delito, la práctica de la tortura como instrumento repugnante para la consecución de la verdad. Verdad que precisamente el tormento hacía muy falible, como parece lógico y natural: la verdad iba a ser la que quería que fuese el torturador. En un Estado de Derecho, la confesión no es la reina de las pruebas, pues además necesita una racional corroboración. Quien confiesa puede, sin duda, mentir y también se debe exigir su objetiva corroboración, para que pueda constituirse en prueba de cargo, por muy verosímil que pueda resultar y por mucho que complazca a los órganos represivos.

La representación de la gran actriz alemana Marlene Dietrich es realmente espectacular en relación con el anterior extremo: su función en el proceso, dirigido básicamente por ella (la testigo), lo que nunca debería suceder en ningún caso, conduce incluso al experimentado y brillante Letrado defensor, Charles Laughton por los senderos de la más absoluta manipulación y engaño, que admite paternal y sarcásticamente, desde su gran veteranía y humanidad profesionales.

Se evidencia, una vez más, como tristemente sucede en la realidad, que no se debiera estar procesalmente vinculado al sólito testimonio de un testigo de cargo, sin objetivas corroboraciones que fundamenten y soporten su declaración. Los zigzagueos testimoniales debieran conducir a la total invalidez de la concreta declaración testifical, y no digamos si además está plagada de internas y externas contradicciones como cuando se miente paladinamente suele suceder.

Lo que ya no parece ni racional, ni razonable, es que de esos vaivenes se escoja sólo una parte que generalmente, suele ser la que resulta perjudicial para el acusado , y se tenga además como suficiente, como mínima actividad probatoria de cargo, destructora del derecho a la presunción de inocencia, desgraciadamente tan evanescente como ilusorio, incluso para quienes deberían ser estudiosos del Derecho, porque si de verdad se respetase, se eliminarían los linchamientos penales de toda suerte jaleados interesadamente por quienes confunden la eficacia de la lucha contra el delito con la justicia penal. Eso, sobre todo, si les conviene a sus espúreos intereses y manipulaciones habituales.

El aforismo romano testes unus, testes mullus, no es más que una concreción arcaica del garantismo penal que exige que, al menos, sean dos los testimonios que puedan convertirse en prueba de cargo suficiente para desvirtuar la presunción de inocencia del reo, siempre y cuando quede acreditada la ausencia de la menor convivencia entre ambos, naturalmente.

La muy escasa atención, dogmática y científica, que se ha prestado en España a la psicología del testimonio (un magnífico y clásico estudio sobre la psicología del testimonio se desarrolla por Enrico Altavilla con la finura de los grandes juristas italianos y ahora en USA, especialmente debe leerse la obra Witness for the defense, (The accused, the Eyewitness, and the Expert who Puts Memory on Trial), de las Dras. Elizabeth Loftus y Catherine Ketcham), contrasta con la importancia que adquieran sus declaraciones en el marco de un proceso, máxime en él penal, como solitaria, y a mi juicio por demás aventurada, prueba de cargo contra el reo. Las manipulaciones de toda suerte que pueda desplegar y despliega el testigo se pretenden mitigar desde siempre, en nuestra leyes procésales, con algún precepto, como el inveteradamente incumplido aislamiento e incomunicación de los testigos, que no son sino una ruda e ingenua herramienta legal para preservar, como muy escasas garantías, el grado de fiabilidad del testimonio.

Se comprenderá así que ni la confesión, ni siquiera la declaración de un solo testigo, hayan debido ser nunca para el Derecho procesal penal liberal, suficientes para dar por probado algún aspecto del hecho, y menos si es el núcleo esencial.

Y todo estos temas se ponen de relieve, de forma muy aleccionadora, en el film de Billy Wilder con el desarrollo del testimonio encarnado por Marlene Dietrich en “Testigo de cargo”. La manipulación de dicha testigo de cargo y su decisiva influencia en la resolución judicial, nos evidencia una lección, a nuestro juicio muy actual, de cual sea la verdad procesal. Y nos debe hacer reflexionar en la actualidad, cuando, lejos de haber ganado en filtros legales la depuración de la prueba, se han consagrado como instrumentos probatorios mortíferos y aparentemente “correctos” auténticos engendros letales, pseudo probatorios, que ni siquiera deberían ser admisibles en el seno del proceso penal, al mismo nivel que la prueba ilícitamente obtenida, como son las declaraciones de los denominados arrepentidos, que de nada se arrepienten, y que lo que deberían en de haberse constituido en falso e interesados delatores, que legalmente amparados por su condición de imputados, a los que ni siquiera se les exige formalmente que se atengan a la verdad. Así estamos*.

Manuel Cobo del Rosal, Catedrático de Derecho Penal y Abogado.

 


 





 


 

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