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Prisión provisional. Una reflexión

MADRID, 27 de ABRIL de 2013
 

Hace más 150 años, el gran maestro F. Carrara, eximio extraordinario Abogado y Catedrático de Derecho penal de la italiana Universidad de Pisa, publicaba un breve pero muy agudo, “opúsculo” con el significativo título de la “Inmoralidad de la prisión provisional” (editado, recientemente, en Cuadernos de Política Criminal que, en su día, fundé, allá por los años 60 del pasado siglo y que ha sido traducida y revisada por mi personalmente).
Ha pasado mucho tiempo desde entonces, bastante más de un siglo y medio, pero lo cierto es que, mal que nos pese, la denuncia que realizaron tan egregias palabras, sigue teniendo plena vigencia en nuestros días. Decía el genial Carrara que “todos reconocen que la privación de libertad de los imputados, antes de su condena, es una injusticia (...)”, se afirmaba rotundamente entonces, y, sin embargo, hoy sigue siendo una institución de muy difícil sustitución en el moderno proceso penal. Pero Carrara, sin duda consciente de la dificultad de su irrenunciabilidad, también señalaba la dirección en que debía apuntar la solución: “(...) reduciendo la prisión preventiva a los únicos casos en los que verdaderamente, se produzca la necesidad objetiva, suficientemente motivada, que sólo hiciese de ella tolerable la injusticia, se vendrían a poner a disposición de los gobiernos muchas y muchos locales que hoy llenan ciudadanos honestos, encarcelados por meras sospechas; y se ahorrarían los notables gastos, que lleva consigo el sistema, desmedidamente aumentados, por la prisión preventiva”. Así de claro y así de cierto.
En efecto, estudios empíricos realizados tanto en España, como en países de nuestro entorno europeo, han demostrado lo sumamente dudoso y perjudicial de la perversa situación de la amplia práctica actual de la prisión provisional, y en algunos casos aplicada de forma meramente mecanicista, como cuando no meramente automática La reclusión preventiva ejerce una influencia negativa en la mayor parte de los casos, situación que mejora, y es curioso, notablemente cuando el recluso pasa a “penado”. En ello, influyen factores, como la falta de separación con los otros penados que ya se encuentran cumpliendo condena, la incertidumbre por su duración, la condena que podrá recaer-lo que provoca una gran y natural impaciencia-, la desidia y abulia en el comportamiento, al no poder gozar de los beneficios penitenciarios que se les conceden ya a los penados gozan los ya penados, etc.
Por ello, una reciente reforma del artículo 504 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, no sólo viene a ser una especie de operación de maquillaje político que, desde luego, puede serlo, como ha sido señalado por algún digno Magistrado, pues deja la situación igual que estaba, sino que, debemos decir algo más: apunta hacia la dirección, a mi juicio, equivocada.
No son los plazo de la prisión provisional los que deben ser “estirados” ad infinitum para evitar fugas antes de la celebración de los juicios, lo que sería disparatado y un retorno al Derecho penal absolutista, sino que se debe dotar a la Administración de justicia de los mecanismos suficientes, que desde luego, los hay, para evitar que se llegue a situaciones en las que se puedan sosegadamente cumplir los razonables plazos. El problema no reside, pues, en que hay una persona que esté en prisión preventiva cuatro años y “salga sin ser juzgado”, sino en que a habido una persona durante cuatro años haya estado privada de su libertad sin ser juzgado. En suma: un inocente que está en prisión cuatro años.
La cuestión , por tanto, no es la salida de la cárcel, sino la demora en la celebración del juicio. Por ello, más acertada parece la medida consistente en que cuando un preso cumpla las dos terceras partes del máximo de cuatro años en prisión preventiva, el fiscal y el juez tendrán la obligación de comunicarlo al presidente de la Sala de Gobierno y al Fiscal-Jefe para dotar al procedimiento de la máxima celeridad del procedimiento frente al alargamiento de los plazos de la prisión provisional incondicional.
Esta es la única solución posible en un Estado que se pretenda llamar democrático y de Derecho y, que sea minímamente respetuoso con garantizar el derecho fundamental a la presunción de inocencia, pues, inocente como el que más, a falta de juicio y sentencia condenatoria, es quien se halla en prisión provisional.
De ahí su intrínseca “inmoralidad” (Carrara), pues se constituye en una pieza, malvada y subversiva, del sistema: (pena anticipada). Algo inadmisible.
Al respecto, se debe ser sumamente cauteloso, pues, cuando se pretenden determinar los plazos máximos de la prisión provisional no computado el tiempo que la causa hubiera sufrido dilaciones no imputables a la Administración de justicia, se está presuponiendo que las dilaciones son imputables a la presentación de recursos, no legalmente suspensivos, necesariamente, del procedimiento, por parte de los abogados defensores, lo cual puede afectar al derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, además de al derecho a la libre defensa.
Hay, pues, que encontrar el término medio entre una institución que parece o se presenta como irrenunciable y los derechos fundamentales del encausado. Pero, sin duda, este punto equidistante entre el derecho a la presunción de inocencia y el interés a un proceso con efectividad, es, por demás, precario: si no se dicta la prisión provisional, en muchas ocasiones no se llegará al juicio, puesto que el mismo habrá de ser suspendido, por incomparecencia del justiciable; y por su parte, si se produce la prisión, se estará encarcelando, que duda cabe, no ya a alguien de quien se presume su inocencia (artículo 24 de la Constitución), sino, por qué no decirlo así, a alguien que es-a falta de sentencia –inocente.
Verdaderamente, la prisión preventiva es auténtica piedra de toque de la concepción que una determinada sociedad tenga de la relaciones del Estado con sus ciudadanos en general, y de su respecto real, no meramente declamatorio, de la libertad individual, así como para con aquellos que hayan podido ser autores o víctimas de delitos. En todo caso, habría que evitar, a toda costa, que dé la sensación al inculpado-o a la sociedad, en general -, de que, aun siendo presumida su inocencia, ya se le tiene, en verdad, por “un poco” culpable, a veces, inexorablemente condenado por el “prejuicio”, tan eficaz o más en ocasiones, que el propio “juicio”. Resulta totalmente inmoral cuando no auténticamente criminal que el prejuicio doblegue al juicio esta meta, sin duda, será difícil de alcanzar, pero, al menos, deberá ser intentada, y existen países en los que se corta de raíz ese “prejuicio” en beneficio, como debe ser, del “juicio”.
Por lo demás, la prisión provisional produce contaminación en un doble sentido, lo que obliga a ser en su aplicación aún más cuidadosos si cabe. Por un lado, el juez instructor que haya decidido, afirmativamente, sobre la prisión provisional, se encuentra altamente contaminado para el resto de la instrucción. En efecto, su decisión anterior implica haber tomado postura sobre los llamado “indicios racionales de criminalidad” al comienzo de la instrucción, y lo lógico es que sus actuaciones posteriores no contradigan esta toma de postura previa-aunque la misma fuese, ciertamente, precipitada-. De esto, a caer abiertamente en lo que ya denunciase en el siglo XIX el entonces Ministro de Justicia, Sr. Alonso Martínez, en el sentido de que los funcionarios “animados por un espíritu receloso, hostil (...) recogen con preferencia los datos adversos al procesado, descuidando a las veces consignar los que pueden favorecerle”, sólo hay un pequeño trecho que, fácilmente, se recorre a diario. Ello sólo podría evitarse, de manera efectiva, con la instauración de un “Tribunal de garantías” que decidiese sobre las medidas cautelares. El Tribunal Constitucional considera que si bien tal medida “puede ciertamente contribuir a reforzar dicha imparcialidad, no alcanza a erigirse en garantía única e imprescindible de la incolumidad del derecho fundamental”, pues habría otras garantías como “la postulación de la prisión provisional por parte de la acusación, la celebración de un debate contradictorio previo, así como la existencia de un recurso inmediato ante un órgano judicial ajeno a la instrucción y con arreglo a una tramitación necesariamente acelerada”
Los argumentos, sin embargo, no parece que puedan convencer: como en otras partes de nuestro Derecho procesal, parece que se trata de ahorrar lo que se cree va a ser un gasto judicial-el citado Tribunal de garantías-, a costa de las verdaderas y reales garantías del encausado, aquí, incluso, a costa nada menos que de su libertad, tan “cacareada”, valga la expresión como “valor superior de su ordenamiento jurídico” (Artículo 1.1 de la Constitución). Pues, si es cierto-que lo es- que el juez o Tribunal de garantías “puede contribuir a reforzar la imparcialidad” de la instrucción, no habría ya más que mercadear, y debería instaurarse, sin más, la figura inmediatamente.
Tratar de suplir esta garantía-como lo hace, con brusquedad, el Tribunal Constitucional-, mediante la mención de otras garantías que no son sino la conditio sine qua non de toda medida cautelar – principio acusatorio, contradicción, y doble instancia-,sería como querer justificar la falta de necesidad de la presencia del reo en el juicio oral, porque ya está representado por su abogado o por su procurador: se trata, pues, de garantías que responden a cuestiones distintas, de tal modo que el hecho de que se cumpla la última, nada tiene que ver con que también se haya de cumplir la primera. Por lo demás, el hecho de que exista posibilidad de recursos, nada dice, obviamente, sobre la corrección de la primera decisión, que es de lo que se trata aquí. Es claro que porque en una segunda instancia se respeten los principios fundamentales del proceso, no puede justificarse, en ningún caso, que en la primera instancia no se respeten. Pues, si ello fuese así, dicho proceso no tendría nada más que una única instancia: la segunda, pues la primera sería nula absolutamente.
Verdad es, en conclusión, que poco hemos caminado en el lentísimo proceso de perfeccionar la justicia y la represión jurídico-penal contra el ciudadano en nuestro reciente Estado social y democrático de Derecho.
Los próximos tiempos no se nos representan tampoco con un horizonte muy esperanzador, que digamos. Leo, con auténtico escándalo, la libertad masiva que la juez Sra. Revuelta ha concedido a una banda mafiosa de rumanos que asaltaban chalets, robaban etc., a pesar de las súplicas de la policía. Es una verdadera pena que tan generoso criterio pro libetate de dicha sesgada Magistrada, Sra. Revuelta, no presidiera sus actuaciones en otro conocido caso, que ahora ya no viene a cuento. Carrara era muy crítico con la prisión incondicional; pero sus críticas no defienden la puesta en libertad, sin más, de bandas organizadas de extranjeros mafiosos que se dedican a asaltar y robar en chalets, falsificar, etc. El principio pro libertate nunca puede discurrir por cauces de escándalo, como ha sucedido con el tema de la Sra. Revuelta y de los rumanos (La Razón, 11.2.04) y mucho menos en régimen de abierta incongruencia judicial con la severidad tenida en otros supuestos ayunos de peligrosidad, y solo pendientes del cacareo y del blá blá . La arbitrariedad, tampoco fue aplaudida en ningún momento de su vida por el genial jurista italiano. Faltaría más/
Siguen estando vigentes las frases de un cínico, pero inteligente profesor de Derecho Internacional de la Universidad de Harvard, y relevante político norteamericano: España es un país extraño en el que cuando no se es culpable, se ordena el ingreso en prisión de los ciudadanos; y cuando se les condena como culpables, se les pone en la calle, en libertad, al poco tiempo. Y, así nos va a los españoles y a su Administración de Justicia con tanta extravagancia y con tanta extralimitación. Con esto por hoy ya habría bastante.

Manuel Cobo del Rosal, Catedrático de Derecho Penal y Abogado.

 


 





 


 

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