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Mis primeros pasos profesionales (V)
MADRID, 12 de FEBRERO de 2014 - LAWYERPRESS

Por Susana Gisbert, Fiscal. Fiscalía Provincial de Valencia

Susana Gisbert, Fiscal. Fiscalía Provincial de ValenciaSiempre recordaré mi primer juicio con una sonrisa y una pizca de angustia. Acababa de incorporarme a mi primer destino como fiscal, en la Audiencia Provincial de Castellón. Recuerdo que llegamos una hornada de tres mujeres, recién salidas de la escuela judicial, junto con otro compañera de la promoción anterior que acababa de concursar, a una fiscalía que carecía de representantes del sexo femenino. Nos esperaban como agua de mayo, ya que llevaban mucho tiempo tiempo con plazas vacantes, si poder pedirse permisos y con muchas dificultades para cuadrar las vacaciones. Así que, tal cual llegamos, nos dejaron solas a las cuatro. Por supuesto, tuvimos que apechugar con lo que había. Solas ante el peligro.
Descubrimos en qué consistía el reparto, pieza clave en nuestras vidas profesionales a partir de entonces –y hasta la actualidad-. Un folio apaisado con una cuadrículas, con un gran parecido a los horarios que teníamos en el colegio, donde, bajo el nombre de cada uno de nosotros, constaban ordenados en filas correspondientes a cada día de la semana, el nombre del Juzgado al que deberíamos acudir. Pensé que sólo faltaba que nos dijeran, como en la serie de televisión, “…y tengan cuidado ahí fuera”.
Una vez supimos y asumimos cuándo y adónde debíamos asistir, llegó el momento de contactar con otro de los pilares fundamentales de nuestro trabajo, también hasta la actualidad: las carpetillas. Un folio doblado con los datos básicos del juicio, en cuyo interior se contenía el tesoro que nos debía conducir a ganar el pleito. Algo así como un sobre sorpresa, en el que nunca sabes lo que te vas a encontrar. Algunas fotocopias, resúmenes más o menos detallados, notas más o menos acertadas…
En mi caso, fui agraciada con un juicio de violación ante la Sala de la Audiencia Provincial. Como quien dice, para entrar por la puerta grande… o estamparse El asunto no dejaba de ser curioso: un magrebí de poco más de veinte años había violado a una anciana en un pueblo del interior. La anciana en cuestión, una mujer encantadora, respondía perfectamente al estereotipo de mujer rural de hace muchos años, vestida, si se me perdona la frivolidad, como la abuelita del anuncio de la fabada. El asunto tenía miga porque, además, la principal prueba consistía en que le reconoció horas más tarde por unos peculiares calzoncillos largos que el tipo llevaba puestos al cometer los hechos, y que continuaba llevando al momento de la detención.
Me preparé concienzudamente el interrogatorio de la mujer, no en balde era mi primer juicio. Pero mi primera sorpresa no tardó en llegar. La buena señora no hablaba prácticamente nada de castellano, sólo un valenciano bastante cerrado, lengua con la que yo me defendía por aquel entonces a duras penas -soy de la generación que no estudiaba valenciano en el colegio, ni jamás se habló en mi casa-. No obstante, conseguí entenderme con ella. Pero entonces vino lo más pintoresco. A mi pregunta de cómo sucedieron los hechos, la señora me contestó con otra pregunta:
- Xiqueta, eres fadrina? (chiquilla, ¿eres soltera?)
La mujer y yo miramos de hito en hito mi dedo anular, desprovisto de anillo de casada -porque no lo era- y me ví obligada a responderle la verdad: que no. Entonces, se negó obstinadamente a contestarme porque aquello no podía escucharlo una mocita. La mujer repetía que no podía contar lo que le había pasado ante una chica soltera. O mejor dicho, que una chica soltera no debía escuchar aquello. Tal cual.
Me vi en un aprieto para conseguir convencerla de que me contara los hechos, ante la mirada divertida de los miembros del tribunal que no acudieron en mi ayuda. Después de un tira y afloja entre ella y yo, le hube de jurar por lo más sagrado que tenía novio y nos íbamos a casar muy pronto para que se dignara contestarme, aún a regañadientes.
Entonces, sí, lo contó todo, con una desenvoltura que no dejó dudas a nadie. Explicó con todo lujo de detalles que el procesado entró por su ventana, que estaba abierta para que entrara la fresca, y que se metió en su cama, inmovilizándola para lograr tener relaciones sexuales con ella, por más que la señora se resisitiera. Incluso nos comentó que le dijo que adónde iba, que ella era una señora mayor y él solo un muchacho, sin olvidar el esencial detalle de que él llevaba unos calzoncillos largos que hasta a ella le parecieron anticuados, además de absurdos ya que era pleno verano. Finalmente, por suerte, resultó una testigo estupenda por su espontaneidad y logré una condena antológica que me llenó de orgullo.
Ni que decir tiene que con esta experiencia se me vino abajo el mito de la justicia como algo sacrosanto que yo me había forjado a lo largo del tiempo de reclusión como opositora. Pero fue una gran experiencia: pocas veces más me ha pillado nada por sorpresa en un juicio.
 


 

 

 

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