Ya decía el protagonista
de
una
antigua
canción
aquello
de
“hoy
las
ciencias
adelantan
que
es
una
barbaridad”,
y
así
lo
repetían
de
vez
en
cuando
–y
aún
lo
repiten-
nuestros
padres
y
abuelos.
Poco
podía
imaginar
que
llegaría
un
día
en
que
se
podría
cometer
casi
cualquier
tipo
de
delito
prácticamente
sin
que
el
autor
se
levantara
de
su
silla
y
sin
tomar
contacto
físico
con
su
víctima.
Pero
ese
día
ha
llegado,
y
esta
tendencia
ha
venido
para
quedarse.
Y
para
ir a
más,
sin
duda
alguna.
En relativamente poco tiempo,
las
mal
llamadas
nuevas
tecnologías
–hoy
tecnologías
de
la
información
y
comunicación,
o
TIC-
invaden
toda
nuestra
vida
hasta
límites
hasta
hace
poco
inimaginables.
Y
traen
consigo
sus
ventajas
y
sus
inconvenientes,
como
cualquier
adelanto
que
se
precie.
A día de hoy, puedo afirmar
sin
temor
a
equivocarme
que
un
altísimo
porcentaje
de
los
delitos
“de
expresión”
cometidos
en
el
ámbito
de
la
violencia
de
género
están
relacionados
de
uno
u
otro
modo
con
el
uso
de
dispositivos
electrónicos.
Y
así,
la
gran
mayoría
de
amenazas,
injurias
o
vejaciones
injustas
se
realizan,
en
todo
o en
parte,
a
través
de
sistemas
de
mensajería
instantánea
-fundamentalmente,
whatsapp-,
correo
electrónico
–en
franco
retroceso-
o a
través
de
redes
sociales.
Estas
últimas,
además,
son
instrumento
apto
para
la
comisión
de
otros
delitos,
como
las
coacciones
o
los
delitos
contra
la
integridad
moral.
Y
otras
prácticas,
como
el
denominado
“sexting”
–difusión
de
grabaciones
íntimas-
pueden
incardinarse,
además,
en
el
ámbito
de
los
delitos
contra
la
intimidad
o
contra
el
honor.
Todo
un
catálogo
de
delincuencia
que
no
es
sino
un
trasunto
de
actividades
que
antes
tenían
lugar
cara
a
cara.
Eso
sí,
con
la
reduplicación
del
daño
que
la
difusión
pública
supone,
y
con
la
dificultad
probatoria
que
el
uso
de
estos
medios
conllevan.
Y
con
el
peligro
añadido
que
supone
el
hecho
de
que
el
infractor,
generalmente,
es
capaz
de
decir
cosas
ante
el
teclado
que
quizás
no
se
atrevería
a
decir
cara
a
cara.
Pero, en cualquier caso,
lo
que
no
podemos
perder
de
vista
es
que
lo
que
no
es
delito
en
la
vida
real,
no
lo
es
en
la
vida
digital,
y
viceversa.
El
mundo
digital
y el
analógico
no
son
sino
dos
caras
de
la
misma
moneda,
y lo
que
varía
es
el
medio
empleado.
Por
esa
razón,
no
hay
que
demonizar
el
uso
de
redes
sociales
y
otros
medios
de
comunicación
sino
aprender
a
utilizarlos,
con
sus
ventajas
y
sus
inconvenientes.
Aunque
tampoco
es
admisible,
por
descontado,
estigmatizar
a la
víctima
por
haber
“entrado
en
el
juego”
y
ser
usuaria
de
estas
redes,
o
haber
participado
en
una
grabación
íntima
con
el
convencimiento
de
que
se
producía
en
la
confianza
de
la
pareja,
por
ejemplo.
La
quiebra
de
esta
confianza,
difundiendo
estas
imágenes,
debe
tener
una
respuesta
en
el
Derecho,
y
esa
respuesta
es
perfectamente
posible
con
la
regulación
actual,
conforme
se
ha
dicho,
sin
necesidad
de
que
exista
un
tipo
específico
que
así
lo
castigue.
Sin
perjuicio,
por
supuesto,
que
una
regulación
futura
lo
prevea
–como
así
parece-,
en
cuyo
caso
jugaría
el
principio
de
especialidad
a la
hora
de
la
calificación
del
delito.
A veces, incluso, ambos
mundos
–virtual
y
real-,
se
mezclan
y
dan
lugar
a
infracciones
complejas.
O a
agresiones
físicas
que
han
sido
precedidas
de
un
acoso
digital.
Como
el
hecho
intolerable
de
arrebatar
el
teléfono
móvil
a la
pareja
para
descubrir
secretos
como
una
presunta
infidelidad,
que
bien
podría
tener
cabida
entre
los
delitos
contra
la
intimidad
o
entre
las
coacciones,
al
margen
del
hecho
físico
de
apropiarse
de
tal
dispositivo,
claro
está.
O
las
agresiones,
físicas
o
incluso
sexuales,
que
traen
causa
de
un
conocimiento
previo
a
través
de
la
red.
De otra parte, y aunque no
pueda
hablarse
de
un
perfil
concreto
de
las
víctimas,
no
puede
obviarse
que
cuanto
más
jóvenes
son,
más
expuestas
están
a
este
tipo
de
conductas,
por
su
condición
de
“nativas
digitales”,
de
la
que
carecemos
quienes
nacimos
unos
años
atrás.
Y
ello
hace
que
estos
delitos
tengan
una
gran
incidencia
entre
menores
de
edad.
No
obstante,
no
es
en
absoluto
patrimonio
de
personas
jóvenes.
La
amplia
implantación
de
algunas
redes
sociales,
como
Facebook,
o de
sistemas
de
mensajería
como
whatsapp
entre
personas
de
una
amplia
horquilla
de
edad,
nos
convierte
a
todas
en
víctimas
potenciales
de
estos
delitos.
Y
hay
que
estar
alerta,
y
denunciarlo
inmediatamente
si
sucede.
Por último, un escollo que
no
se
puede
soslayar
en
estos
casos
es
la
dificultad
probatoria.
Al
margen
de
que
en
gran
parte
de
los
casos
el
autor
reconoce
la
autoría
o la
titularidad
del
número
de
teléfono
o de
la
cuenta
en
la
red
social
o
correo
electrónico
de
que
se
trate,
hay
otros
en
que
no
se
da
tal
circunstancia.
Casos
de
cuentas
anónimas,
de
suplantación
de
cuentas
o de
desconocimiento
del
dispositivo
de
procedencia,
hacen
necesario
el
despliegue
de
toda
una
actividad
investigadora
que
choca,
de
una
parte,
con
la
posible
colisión
de
derechos
como
la
intimidad
y,
de
otra,
con
las
complicaciones
derivadas
de
la
localización
de
servidores
o
las
evidentes
dificultades
técnicas
que
el
uso
de
la
red
trae
consigo.
Por
ello,
es
recomendable,
por
parte
de
la
víctima,
la
inmediata
puesta
en
conocimiento
de
la
autoridad
competente
y,
por
parte
del
operador
jurídico,
la
mayor
exquisitez
en
nuestro
proceder,
para
poner
en
marcha
la
investigación
de
quienes
están
preparados
para
ellos
con
todas
las
garantías.
En
definitiva,
estamos
ante
un
fenómeno
cada
vez
más
en
auge,
pero
ni
más
ni
menos
que
de
un
modo
proporcional
al
auge
del
uso
de
estas
tecnologías.
No
cabe
oponerse,
ni
asustarse,
ni
alarmar
más
de
la
cuenta.
Sería
como
poner
puertas
al
campo,
o
peor
aún,
dar
la
espalda
al
progreso.
Pero
lo
que
sí
que
es
imprescindible
es
estar
preparados,
técnica
y
jurídicamente,
para
dar
una
respuesta
adecuada
a lo
que
ya
es
una
realidad.
Y,
por
supuesto,
educar
al
respecto,
que
no
en
balde
la
educación
es
el
arma
más
poderosa
para
defenderse
de
cualquier
ataque. |