Apenas hace unos días, los
periódicos nos despertaban con la supuesta
medida estrella que se nos avecina como
panacea: la supresión de la gran mayoría de
aforamientos. La medida, anunciada a bombo y
platillo como poco menos que la fórmula
mágica de la regeneración democrática,
supone la reducción del actual número de
personas aforadas –más de 10.000- a poco más
de una veintena, dejando sin efecto el
aforamiento de la mayoría de jueces y
fiscales. Como si hubieran encontrado la
cuadratura del círculo. Pero a nosotros
corresponde dilucidar si se trata de una
medida realmente eficaz o una enorme
tomadura de pelo.
Lo primero que hay que
recordar es que el aforamiento, lejos de lo
que en ocasiones parece darse a entender, no
supone inimputabilidad en modo alguno.
Tampoco se corresponde con otros términos
cercanos, como inmunidad o inviolabilidad.
El aforamiento no es otra cosa que la
atribución de la competencia para juzgar a
determinadas personas que ostentan un cargo
por un juez diferente del que le
correspondería de no ostentar tal cargo, y
que es jerárquicamente superior. Es decir,
que quien juzga a estas personas si
delinquen es un tribunal superior al que lo
haría si se tratara de un ciudadano no
aforado. Lo que significa que de impunidad,
nada de nada y que, aunque en principio se
configura como un privilegio, también
entraña algunas desventajas, como la
privación del derecho al recurso cuando el
aforamiento es ante el Tribunal Supremo.
Lo que en realidad hay que
analizar es si el aforamiento constituye o
no un privilegio, y de serlo, si está
justificado, en todos o en algunos de los
casos. Para ello, conviene recordar que el
aforamiento, que en principio se configuraba
más como una garantía para el juez que debía
de juzgar a quien podía ser su superior, ha
devenido en la actualidad en un privilegio
injustificable en la mayoría de los casos,
que mal se compagina con la igualdad ante la
ley promulgada en nuestra Constitución.
Pero no todos los aforados
son iguales. A mi entender, no es comparable
la situación de aforados de jueces y
fiscales, con la de políticos y cargos
públicos. En primer lugar por algo que
parece no conocerse por la opinión pública
general, y que es de gran importancia: el
hecho de que jueces y fiscales, a diferencia
del resto de aforados, sólo tienen esta
condición cuando el delito cometido lo haya
sido en el ejercicio de sus cargos. De modo
que, si el delito cometido es en su
condición de ciudadano y fuera del
cumplimiento de sus funciones, serán
juzgados como cualquier otra persona. Y esto
no ocurre para el resto de las personas
aforadas, que, aunque cometan un delito que
nada tenga que ver con su labor, serán
juzgados siempre por el tribunal que por su
especial fuero corresponda. Una diferencia
esencial a la que no se ha dado la
importancia que merece.
Pero aun hay más. En el
caso de Senadores y Diputados existe un
privilegio extra, el suplicatorio, que
consiste en un procedimiento previo por el
cual las Cámaras deben conceder el permiso
para proceder contra el parlamentario de que
se trate, y sin el cual no puede abrirse la
causa judicial propiamente dicha. Un
privilegio que ni siquiera se ha planteado
hacer desaparecer.
Sin embargo, para jueces y
fiscales existió un procedimiento previo a
la apertura de la causa, el antejuicio,
destinado a filtrar de algún modo las
querellas o denuncias contra ellos antes de
darles trámite, que fue eliminado en 1985. A
este respecto, conviene hacer hincapié que
tal figura existe en otros países de nuestro
entorno que, sin embargo, no tienen aforados
o los tienen en un número muy reducido.
En mi opinión, si el
aforamiento constituye en sí un privilegio
de difícil justificación, en el único caso
en que podría tenerla es, precisamente, en
el de los jueces y fiscales. En primer
término, por lo ya expresado en cuanto a que
el aforamiento es limitado a los delitos
relacionados con el ejercicio de su cargo.
Pero en segundo lugar, porque su razón de
ser es estrictamente profesional, dada la
dificultad añadida de que se pueda ser
juzgado por aquellos con los que se está
coincidiendo en el ejercicio diario, que
podría desencadenar un rosario de
abstenciones y recusaciones además de
situaciones realmente incómodas, cuanto
menos. Y más aún cuando el juzgador haya
tenido una posición de subordinación
profesional respecto del juzgado, lo que
también daría lugar a dificultades
evidentes.
Lo que en modo alguno se
justifica es pretender hacer ver que la
desaparición de la mayoría de aforamientos
constituye la solución a algún problema,
porque no lo es. De una parte, porque los
afectados somos en la mayor parte de los
casos jueces y fiscales, con un aforamiento
meramente profesional. Por otro lado, porque
es anecdótica la cifra de jueces y fiscales
encausados, sobre todo si se compara con la
de los políticos imputados. Por último,
porque parece compatibilizarse poco una
medida pretendidamente democrática con otras
claramente limitativas de derechos, cual es
la prohibición de expresar opiniones para
jueces y asociaciones profesionales que
contempla la misma reforma.
Al margen de todo lo
anterior, la medida tiene un mucho de
brindis al sol, habida cuenta que muchos de
los aforamientos vienen establecidos en los
Estatutos de Autonomía, cuya reforma supone
un complejo proceso que ni siquiera se ha
planteado.
Así pues, la tan
publicitada medida parece no ser otra cosa
que un modo de distracción de atención sobre
otras cuestiones. Por ello, que cada cual
conteste a la pregunta formulada al
principio de estas líneas. Creo que la
respuesta está clara. Sin perjuicio de que
en mi caso, si cometiera un delito, la
última de mis preocupaciones sería quien
había de juzgarme.