Las generales están a la vuelta de la esquina y, entre vientos de
independentismo y el pequeño Nicolás, ha vuelto a entrar en el debate el Senado
tras una de las novedosas propuestas de Ciudadanos: la supresión de esa
institución. Tampoco iba, entonces, tan desencaminado el amigo Nicolás cuando a
la vuelta del verano nos encandiló con una nueva propuesta publicitaria:
presentarse a las elecciones para ser senador con el objetivo de cerrar el
Senado.
La impopularidad que reviste esta institución trae causa de varios motivos pero
aquí me gustaría resaltar los dos que me resultan más notorios y relevantes.
El Senado es protagonista de una tremenda contradicción en el mismo seno de su
naturaleza como institución. De este modo, el artículo 69 de la CE establece en
su primer apartado que el Senado es la Cámara de representación territorial, es
decir, es la vertiente del Parlamento que, además de representar a los
ciudadanos españoles, tiene el deber de representar también a los distintos
territorios que configuran España, velando por sus intereses. Es aquí donde se
encuentra el secreto del fraude constitucional: Los senadores, en vez de estar
organizados por territorios dentro del Senado, lo cual sería lógico para
defender todos los intereses de sus respectivas Comunidades Autónomas, están
sentados por colores políticos, sin importar de dónde son, salvo aquellos
partidos de ámbito autonómico con representación parlamentaria estatal. Como
puede apreciarse, lamentablemente, una vez más, importan mucho más los intereses
del partido que los intereses del lugar que supuestamente representan.
Como apunte final al tema territorial, es verdad que no puede negarse que el
Senado lleve a cabo tareas de regulación territorial, bien de forma preferente o
incluso exclusivas respecto al Congreso de los Diputados. Sin embargo, no
justifica la contradicción en su naturaleza que ponía de manifiesto
anteriormente ya que, las deliberaciones sobre dichos asuntos territoriales
continuarán desarrollándose en un ambiente partidista y no por territorios.
Pero no todo termina en este punto, sino que ha de ahondare en la función
principal que cumple como Cámara del Parlamento, la función legisladora o
creadora de Derecho. Sin entrar en el farragoso proceso legislativo sobre plazos
de deliberación, puede simplificarse en que el Senado no tiene potestad
legislativa real. Reduciendo la explicación al máximo, quien inicia el proceso
legislativo es el Congreso, salvo para el tema específico del Fondo de
Compensación Interterritorial. Una vez se aprueba el texto en la Cámara Baja, se
envía al Senado para que éste introduzca enmiendas o lo vete. Seguidamente, y
aprobado el texto resultante, se retorna al Congreso quien podrá modificar como
estime conveniente e incluso anular, con los quórums pertinentes, todo lo que el
Senado había aprobado. Finalmente, ése será el proyecto de ley que se convertirá
en ley. Por lo tanto, poco importa lo que diga el Senado en el proceso
legislativo ya que el Congreso siempre tendrá la última palabra y será él quien
determine cómo va a ser la ley cuyo proyecto ha sido objeto de deliberación y
aprobación.
Sin haber entrado en otras funciones de menor relevancia como son la
presupuestaria, la de autorización de tratados internacionales, la de control e
impulso político o la de elección de miembros de otros órganos, puede observarse
que el sistema bicameral español cojea de uno de sus pilares. Sin haberme ni
siquiera referido a la elección de sus miembros -que una parte de ellos son
nombrados por las Comunidades Autónomas sin votación popular (artículo 69.5 CE)
y sin hablar de cuál es la composición política en relación con el Congreso- hay
que reconocer que el propio sistema jurídico es el que origina el tremendo
desequilibrio. Por un lado, queda claro que su naturaleza es antagónica a su
cometido original y, por otro, su función creadora de Derecho, es decir, de
todas las leyes que rigen la vida de los ciudadanos, es inexistente y sólo sirve
para ralentizar los procesos legislativos.
En conclusión, no es difícil ver que el Senado acarrea un tremendo gasto
innecesario para el Estado ya que sus tareas son completamente prescindibles.
Finalmente, a la pregunta “¿no desea votar para el Senado?”, que seguramente
realizarán muchos miembros de mesa electoral al ver la pasividad de los
ciudadanos frente a tal institución (bien lo sabe el que suscribe, que fue
presidente de mesa en las últimas elecciones generales), cabría añadir una
coletilla antes de esperar respuesta: Discúlpeme por mi impertinente pregunta.
Quizás no pueda cuestionar su adversidad ante tal institución si el Senado, más
que una necesidad, es otra rémora que entorpece el crecimiento próspero del
pueblo en el que nos ha tocado vivir. |