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Límites al ejercicio libre de la abogacía

MADRID, 13 de ABRIL de 2013
 

La libertad en el ejercicio de la abogacía, muy especialmente cuando es procesal y con toga, es tan importante en un Estado democrático de Derecho como la misma independencia del Poder Judicial. Sin abogados libres, pero con libertad real, no puede llevarse a cabo una justicia, que sea fiel trasunto de un Estado democrático de Derecho. En este sentido, el paralelismo con la tan subrayada independencia de jueces y magistrados es absolutamente exacto: son dos pilares inexorables de la justicia, así pretendemos seguir llamándola.
La libertad del abogado, sin interferencias ni presiones, directas o indirectas, ni insidias que la pretendan sofocar, tengan éxito o no, es algo que seriamente debiera plantearse el legislador español, como sucede en otros países especialmente pertenecientes al área del sistema anglosajón. Una libertad de defensa y una independencia judicial son esenciales características del Estado democrático. El bochornoso y escalofriante espectáculo televisivo del simulacro del juicio del execrable Ceaucescu y su esposa, en el que su abogado pugnaba por pedir más condena que el propio fiscal, si bien todo se iba a resumir en la pena de muerte, es la radicalización de un repugnante esperpento judicial, a pesar de que se tratara de un dictador innoble y de su mujer. También los dictadores innobles y sus mujeres tienen derecho a un juicio justo y equitativo.
Sutilmente se pueden pretender coartar el libre ejercicio de la abogacía. Otras veces, incluso de forma tosca, grosera, cuando no envilecida. Algunas de esas últimas, (intimidación y violencia) encuentran una clara protección jurídico penal, pero no así las primeras que, no por sutiles y sibilinas, dejan de tener eficacia, a veces superior, para quebrantar y desestabilizar al abogado en su libertad y al os jueces en su independencia, sobre todo si tienen temores y aspiraciones. Y quedan generalmente impunes, y sólo con el castigo, o más precisamente, simple censura tan solo de tipo social o personal por parte de el profesional al que se le ha revelado y puesto de manifiesto, de una forma clara e indubitada, la repulsiva calaña moral y antidemocrática del vulnerador de tales valores, cubierto con la capa, que ya nadie se cree, de preservar al Estado de Derecho. (Pues estamos apañados!).
Pero existe, de otra parte, una curiosa relación e interdependencia entre la libertad de los abogados y la independencia judicial. No solo el Ministerio Fiscal, sino también los abogados en ejercicio y en el caso concreto deben velar, y muy escrupulosamente, por la preservación de la independencia del juez y del magistrado, y se debe estar a la recíproca: los jueces y magistrados deben velar, de manera celosa, porque los abogados sean libres, por muy incómodos que les puedan resultar en el ejercicio de esa libertad de defensa. Un abogado que se pliegue y consienta la pérdida de su libertad y que actúe de forma acomodaticia ante jueces y Tribunales, es un mal abogado, o peor aún, no es un abogado. Colaborar con la Administración de Justicia, es una cosa y otra, muy diferente, perder la libertad real en el ejercicio de la defensa, o la acusación, en beneficio del interés de su cliente, al que se debe por completo. Un magistrado o juez dependiente de quien sea o de lo que sea, tampoco es un buen juez o magistrado, aún más, no hará justicia; hará algo en beneficio propio o ajeno pero ya no será la neutra “voz de la ley”, como nos recordaba el pensamiento clásico.
En otro momento, no hace mucho, (“La Razón” del 17/07/2001) posteriormente reproducido en mi obra “Fragmentos Penales I” (página 177 y ss., Valencia , 2002), insistí, comentando una película muy interesante para los juristas, que dirigiera hace ya más de cincuenta años el genial Alfred Hitchkock, titulada “El proceso Paradine”, y actuando como actores principales Gregory Peck como abogado y Charles Laughton como el magistrado. El abogado, amorosamente perdió su libertad, en su fascinación por la cliente y, como ya expuse con detalle en ese artículo, con la pérdida de la libertad fue más allá del singular mandato de defensa que tenía de su bella clienta, y se destrozó como Letrado en un evidente y espectacular proceso de autoinmolación.
El magistrado había perdido su independencia y había puesto su decisión al servicio de su resentimiento y bajas pasiones (entre otras, la envidia y el despecho de ser rechazado por parte de la joven y atractiva mujer del letrado). De suerte que Hitchkock supo relatar, perfectamente, la patología muy aguda que puede darse en una y otra profesión, como hizo en otra ocasiones. El tema de la justicia, es un tema recurrente en la labor del genial director cinematográfico. Es lógico, por demás. Según se ha dicho, una de las pocas pasiones de los ingleses es la “pasión por la justicia”. En España nos parecen flemáticos, pero tienen una pasión profunda y fría, manifestada por la justicia, y que a veces, lamentablemente, les conduce incluso hasta el suicidio y resulta necesario citar hechos recientes. Porque no sólo existe ardientes pasiones, sino también las muy frías en sus exteriorizaciones, pero no por eso dejan de ser mayúsculas pasiones.
Existen, de otra parte, formas muy concretas y ramplonas también, que deben constituirse como límites de esa libertad, en el ejercicio de la abogacía y repito, si es con toga y en un proceso. El abogado sólo está obligado a prestar su asistencia y sus servicios jurídicos, con el mayor celo y lealtad profesional y con los mejores conocimientos científicos que le son exigibles, al margen claro es del férreo derecho-deben jurídico a la total y absoluta confidencialidad, traducido en el inexorable secreto profesional.
La infracción de éste último se constituye en un auténtico delito con el actual Código penal también lo era con el anterior.
No le es exigible ni ética, ni razonable, ni deontológicamente algo más, y mucho menos que tenga dotes de adivino ni de pitoniso tarotista. Un abogado no puede asegurar el resultado de su noble actuación profesional, en ningún sentido, pues esto sería introducirse en terrenos muy conjeturales, cuando no proféticos y visionarios. En tantas y cuantas ocasiones la intuición ha fallado; pues es miles. Garantizar el éxito de algo está dentro de la infracción de las normas deontológicas relacionadas con la desleal competencia profesional.
El letrado lo único que puede garantizar es la presentación leal de un correcto y honesto ejercicio profesional. y aunque, como letrado lo único que puede garantizar es la presentación de un correcto y honesto ejercicio profesional.
En modo alguno, como se habla y se oye, debe decirse, “yo le garantizo que esto está ganado” o, como en visitas a la cárcel con clientes escucha uno, constantemente que el abogado promete y le ofrece al interno, garantía y certeza de que “antes de diez días yo le saco en libertad”. Esto último es absolutamente inmoral y contrario a las más elementales normas de la lealtad profesional y a la competencia legítima. La captación de asuntos profesionales a través de esta metódica, es algo que en algunos países se persigue con la severidad que sería exigible, sobre todo en aras el prestigio y buen nombre de la abogacía. Resulta muy molesto, cuando no una auténtica indignidad, dialogar con algunos clientes y que le digan “y que indemnización me garantiza Vd. que me van a dar” y “cuando me garantiza Vd. que me sacará de la prisión”. “Trabajaré y mucho para conseguir lo que Vd. quiere. Pero no soy ni vidente, ni un sinvergüenza, ni menos un profeta milagrero”, y así suelo cortar secamente los diálogos en ese terreno y dimensión tan despreciable, cuando no es estólida, pues es conversación más propia de juramentos que de seres racionales. Garantizar éxitos, resultados, compensaciones económicas en cifras, etc., es algo envilecedor para quién no puede, ni debe, de acuerdo con el más elemental sentido común, asegurar, en definitiva, decisiones de terceras personas, como son los representantes del Ministerio fiscal, del Poder judicial e, incluso, hasta de las partes procesales contrarias. Cosa distinta es “aventurar” una opinión. Esto sí es normal y hasta exigible por parte del justiciable.
“Yo creo que tenemos posibilidades” o, por el contrario; tenemos poco que hacer, y más ganaremos en una negociación”, sobre todo si es un tema de orden civil. “Según mi criterio, se puede hacer un buen recurso de apelación o, en su caso, de casación”, etc. Esto sí es honrado, y hasta entiendo se le deba comunicar, sinceramente, al cliente. En suma, a éste sólo se le puede garantizar que el Letrado va a estudiar a fondo y con toda dedicación, honradez y lealtad su asunto, o lo que es lo mismo, los intereses que le han encomendado. Garantizar, es colocarse en el seno casi del delito de “estafa”, debido al claro engaño desplegado. Algo más grave incluso que una infracción netamente deontológica. Y sabido es que el Código penal se constituye, desde luego, en el límite objetivo más acertado de la actuación de todo Letrado.
Obliga a todos: Letrados, Fiscales, Magistrados y clientes. Insisto: a todos, y esa es la grandeza del Estado democrático de Derecho.

Manuel Cobo del Rosal, Catedrático de Derecho Penal y Abogado.

 


 





 


 

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