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Los primeros cien días del CGPJ
MADRID, 05 de MARZO de 2014 - LAWYERPRESS

Por Jesús Villegas, Secretario General de la Plataforma Cívica por la Independencia Judicial

El Consejo General del Poder Judicial es una institución desprestigiada. Los ciudadanos lo perciben como un apéndice de los partidos políticos, pues sus miembros deben su sillón a los pactos negociados entre los grupos parlamentarios. Sin embargo, el cuatro de diciembre del año 2013 el Consejo se renovó. ¿Cambiarían las tornas?

Como simple magistrado sin cargo oficial alguno, atisbaba yo la lontananza de las alturas donde se asientan esos mandatarios que nos gobiernan a los jueces, pero a los que no hemos elegido. Ni que decir tiene que con todo el respeto, pues ellos mandan y nosotros obedecemos, relación de sujeción ésta a la que estamos uncidos en virtud de nuestro juramento. Mas también con expectante recelo, como la del súbdito que saluda al nuevo príncipe, sin saber si empuñará el cetro cual Calígula cruel o Augusto benefactor. También, la verdad sea dicha, con esperanza y hasta ilusión, al anhelar que sus flamantes excelencias nos sorprendieran haciendo borrón y cuenta nueva.

Tanto es así que llegué a imaginar que, a la guisa de algunos de los más sabios emperadores romanos que pese a su poder absoluto consultaban sistemáticamente al Senado, presentarían un programa de gobierno para su discusión y aprobación por las Juntas de Jueces; que se atreverían a ganarse la legitimación de ejercicio, a falta de la de origen. Es más, en algún alucinado instante soñé con que harían propia la denuncia recientemente interpuesta ante la ONU por la PCIJ (Plataforma Cívica por la Independencia Judicial); o que, al menos, marcarían orgullosamente distancias ante el Ejecutivo. Cien días era su preclusivo plazo de cortesía.

Los antiguos creían en un destino caprichoso que se imponía a los mismísimos dioses. Acaso fueron los hados los que hicieron escuchar una conferencia pronunciada por el crítico de arte Miguel Falomir el veintisiete de enero de este año en la sede de la fundación cultural “Juan March”. Disertaba el ponente sobre el artista italiano Archimboldo, pintor de cámara del emperador alemán Maximiliano II allá por el siglo XVI.
Hoy día es considerado como un precursor del surrealismo gracias a sus retratos florales donde combina un monstruoso amasijo de naturalezas muertas para componer rostros humanos que se antojan horrendamente desfigurados. Esas imágenes repulsivas, cual símbolos bousoñianos, me evocaron ipso facto al nuevo CGPJ. ¿Por qué? La clave me la proporcionó Roland Barthes, pensador estructuralista del siglo pasado que, en un delicioso opúsculo, indaga el porqué de esa punzada de náusea que nos remueve las tripas.

Al fin y al cabo, bien difícil era afirmar que el Consejo hubiese hecho nada, no digo ya repulsivo, sino abiertamente rechazable. Y es que, en muy buena medida, durante sus cien días apenas ha hecho nada. Evidentemente, estaban los nombramientos de rigor: Presidente, Vicepresidente y Promotor de la Acción Disciplinaria.
Nos gustarán más o menos los nombres de los agraciados, pero los vocales gozan de libertad para encumbrar a la cima a quienes les pluguiere. Nadie le pedía cuentas al Rey Sol cuando elegía a sus Ministros (por la cuenta que les traía a sus bienamados súbditos). Nosotros, los jueces de base, tampoco estamos facultados para pedir rendición de cuentas a esos señores que nos gobiernan pero a los que no hemos elegido. Aun así y dicho sea de paso, la ironía de los dioses ha rescatado la dignidad del “promotor”, nombre de una institución medieval, del brazo ejecutor de unos reyes poco versados en las actuales garantías procesales.

Hete aquí quizás el mayor reto con el que se ha topado de bruces el nuevo Consejo. Una treintena de jueces han subscrito un manifiesto a favor de un referéndum soberanista en Cataluña. Cuestión ésta muy delicada, puesto que Sus Señorías visten la toga en virtud de un juramento de lealtad, no sólo a su Majestad el Rey de las Españas, sino a su ordenamiento jurídico, al que tributan fidelidad, so pena de deslegitimar el enorme poder que la Constitución nos otorga a todos y cada uno de los jueces. ¿Cuál ha sido la reacción del Consejo?
Como les gusta farfullar a los anglófilos: “perfil bajo”; pero, eso sí, movimientos del promotor medieval. Si algo aprendimos los españoles de nuestra historia es que las ideas, equivocadas o no, deben combatirse mediante los argumentos de la inteligencia, no con la represión. Los jueces también somos titulares del derecho a la libertad de expresión y, aunque nuestra peculiar condición nos obligue a ponderarla prudentemente, ante la duda, siempre ha de prevalecer el principio pro libertate. ¡Cuánto se extraña un debate auténticamente democrático en nuestra carrera!

Según el citado Rolando Barthes, “la carne arcimboldesca es siempre excesiva: o desvastada, o despellejada (…) o hinchada, o plana o muerta”. Tal vez el futuro retrato oficial de su Excelencia, el actual Presidente el Consejo, debiera confeccionarlo un imitador de Arcimboldo, a la vista de que el órgano que dirige parece coronar una reseca momia inerte. Y ello pese a que el anuncio de recortar gastos fue bien acogido. Pero diríase que la mala fortuna de esos malévolos diosecillos se haya ensañado con nuestros respetados vocales, ya que la carta de saludo a la carrera fue tachada por algunas magistradas de discriminatoria, por no acomodarse a los cánones del lenguaje de género.
¿Quería Su Excelencia jugársela enfrentándose a lo políticamente correcto? Diríase que no fue eso, sino el vacilante temblor de unos miembros volitivamente ancianos que no atinan con el gesto acertado. Lo mismo diremos de la legación al Vaticano, que ha suscitado entre algunos sectores progresistas temores de neo-clericalismo. ¿Rumbo conservador o inercia acrítica ante las sugerencias del poder político? Quién sabe. Doctores tiene la Iglesia.

En efecto, el registro de estas cien primeras jornadas se muestra casi plano, cuál electroencefalograma de un enfermo comatoso. Poco más hay, salvo una desganada propuesta para modificar el ROF, otra vez mal recibida. ¿De donde, pues, esta asociación a la tumorosa pulpa que Roland Barthes palpa ante el pincel del pintor imperial? He aquí su respuesta: “La mezcolanza de cosas vivas (…) hacinadas en desorden evoca una vida de larva, una maraña de seres vegetativos, gusanos, fetos, vísceras, que están cerca del umbral de la vida, aún por nacer y, sin embargo, ya putrescibles”. Chapeau. No hay manera de expresarlo mejor.

La anatomía legal del Consejo es la de un organismo, pero no vivo, sino disecado. Es el teatrillo donde los partidos políticos han colocado sus guiñoles cadavéricos, sólo animados a impulsos ajenos, entre el equilibrio inestable de los compromisos ideológicos a los que debe su alumbramiento. Los bellos palacios renacentistas albergaban cámaras para solaz del monarca (Kunst und Wunderkammern) donde se apiñaban “objetos extraños, accidentes de la naturaleza, efigies de enanos, de gigantes (…) todo aquello que asombraba”. Ese es el diseño del gobierno judicial según la última reforma: una mola teratogénica.

Yo sigo confiando en que reaccionen sus excelencias. ¿Qué importan si son100 o más días? Mientras tanto, pongámonos manos a la obra. En la Asamblea General de Jueces se ha propuesto que las Juntas de cada partido envíen a la ONU la denuncia contra la politización de nuestra justicia. Ese es nuestro reto. ¿Y el del Consejo?
 

 

 

 

 

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