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Como concilian los Juristas (I): Ser Fiscal, Madre y otras cosas
MADRID, 09 de MAYO de 2014 - LAWYERPRESS

Por Susana Gisbert. Fiscal. Fiscalia Provincial de Valencia

Confieso que en cuanto he leído la propuesta de contar la experiencia de conciliar la vida profesional de una jurista, Fiscal en mi caso, con la vida familiar y doméstica, me han entrado unas ganas enormes de ponerme a las teclas y despacharme a gusto. Y dicho y hecho.
He de reconocer que, como trabajadores al servicio de la administración, lo tenemos mucho más fácil que otros colegas, en especial que los abogados. Porque, obviamente, usamos y disfrutamos los permisos a los que tenemos derecho sin ningún problema, más allá de algún remordimiento ocasional por los regalitos que dejamos a los compañeros, más ahora que escasean tanto los sustitutos. Pero, al margen de eso, nuestra situación es mejor. Lo que en modo alguno quiere decir que sea óptima. Aun nos queda mucho camino para eso.
Y es que el primer problema es la sociedad, y hasta nosotras mismas. Porque, aunque la incorporación de la mujer al mundo laboral ha sido importante, no lo ha sido tanto la incorporación del hombre al mundo doméstico, y mucho menos lo ha sido la incorporación de una nueva mentalidad a la sociedad en general. Y nos encontramos con que los roles masculino y femenino siguen siendo los mismos que antaño, nosotras a la casa y a los niños y ellos a hacer de “manitas” como fundamental colaboración a las tareas domésticas. Así lo confirma, por cierto, una reciente encuesta al respecto, aunque no habría más que ver un ratito de publicidad para confirmarlo. Y así nos lo graban en el disco duro y con eso venimos funcionando.
Quizás por eso, surge el síndrome de la superwoman. Nosotras mismas nos empeñamos en demostrar al mundo que el hecho de ser buenas profesionales no empece nuestra dedicación a la labor de madre y, de paso, a la casa y sus quehaceres. Yo caí en esa trampa desde mi primer embarazo y, aunque mi salud era buena, me obcequé en que mi estado no había de impedirme absolutamente nada y casi rompo aguas en la sala de vistas, y también recuerdo haber padecido contracciones en los frecuentes viajes con que a las fiscales más jóvenes nos obsequia el reparto. De hecho, mi baja por maternidad la cursó el padre de mi hija después de que diera a luz, porque me negué a cogerme un solo día antes aunque hubiera sido recomendable. Pero no aprendí la lección, y cuando iba por mi segundo embarazo, cometí exactamente el mismo error y llegué a sufrir un desvanecimiento, toga en ristre, en el camino que entonces distaba entre la Fiscalía y la Audiencia. Recuerdo que, por un momento, llegué a pensar que mi hija nacería allí mismo, arropada por la toga, y que no me quedaría otro remedio que llamarla Raimunda. Afortunadamente, no fue así. También por aquel entonces cometí la majadería de irme a Madrid una reunión del Consejo Fiscal, al que pertenecía, cuando ya había salido de cuentas y bajo mi exclusiva responsabilidad. Tampoco pasó nada, y mi segunda hija nació felizmente en un hospital y le pusimos el nombre que teníamos decidido.
He de decir, en mi descargo, que las cosas estaban por aquella época peor para nosotras de lo que están ahora, y los permisos de maternidad eran más estrictos –a mí me denegaron la reducción de jornada por lactancia, arguyendo que no estaba previsto al ser nuestro horario “flexible”-, y tampoco estaba previsto ningún sistema de sustitución en el Consejo Fiscal, lo cual, si no me equivoco, también se mejoró tiempo más tarde. Pero, en cualquier caso, caí de lleno en el síndrome de la superwoman. Ahora intento rehabilitarme, no siempre con éxito.
Pero aunque algo se haya avanzado, no está la cosa para echar cohetes. Sigue siendo enormemente difícil compatibilizar los horarios de colegio, con sus reuniones intempestivas, con los juicios que acaban a horas indeterminadas. Difícil hacer el trabajo que una se lleva a casa y tratar de ayudar a mis hijas con sus estudios. A este particular, aún recuerdo la imagen de mecer en la cuna a una de ellas con una mano mientras con la otra sujetaba expedientes. O llamar angustiada a mi madre -benditas abuelas- porque había que recogerla del colegio porque estaba enferma y yo estaba en mitad de una sesión de juicios. Y muchas más cosas…
Pero lo peor de todo es esa difusa sensación de culpa que aún nos embarga si no llegamos a todo. Y si no, alguien va y nos la recuerda. Mi hija ha llegado a decirme que la gente comete delitos para fastidiarla, para que yo me tenga que ir a la guardia y no pueda estudiar con ella. Y lo curioso es que lo dice en serio.
Así que todavía queda un largo trecho. Han de mejorar, y mucho, las leyes. Pero también hay que cambiar la mentalidad. La de los hombres, que tienen que asumir que colaborar con las tareas domésticas no es hacernos un favor. La de la sociedad, que tiene que dejar de atribuirnos de una vez por todas el rol de encargada de la casa y los niños. Y, por qué no reconocerlo, la de las propias mujeres, que nos empecinamos en demostrar que podemos con todo. Y solo llegamos hasta donde podemos llegar. Como debe de ser.

 

 

 

 

 

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