Acabamos de atravesar un
verano negro. La violencia de género se ha
cebado más que nunca con las mujeres y la
cifra de la ignominia ya supera la del
pasado año, y nos encontramos con el
escalofriante dato de que hay más de una
muerte por semana. Terrible.
Pero a veces, ante la
evidencia de un cadáver caliente, nos
olvidamos de esas “otras” víctimas, hasta
que, en ocasiones, otro cadáver caliente
viene a recordarnos esa realidad. Como hizo
la ONU a principios de este mismo verano,
que dio a nuestro país algo más que un tirón
de orejas por el espantoso caso en que una
niña moría asesinada por su padre cuando
éste ejercía su derecho a visitas a pesar
del maltrato a que había sometido a la madre
de la menor. Una resolución que llegaba nada
menos que once años después de tan terrible
asesinato.
Debo aclarar que el
entrecomillado del título –“otras” víctimas-
no es baladí. No debemos albergar duda
alguna de que los menores involucrados en
una situación de violencia de género son tan
víctimas como la propia mujer maltratada, y
mucho más vulnerables, además. Pero no
siempre está tan claro en la legislación,
que reserva la competencia de los Juzgados
de violencia sobre la mujer a las agresiones
contra la que fue o es pareja del agresor,
ampliándola sólo a los hijos o menores que
convivan cuando la agresión a ellos se
cometa en el mismo acto. No obstante, no nos
llevemos a engaño: esto no significa que el
menor no pueda gozar de toda la protección
necesaria. La ley integral, aunque
susceptible de mejoras, proporciona un marco
legal suficiente para la protección. El
problema es que no siempre se interpreta
así.
Lo primero que hay que
cuestionar es el concepto de “víctima” del
que se parte. Parece existir la tendencia a
estrechar este concepto a únicamente la
violencia física. Y, aunque el Código Penal
contempla expresamente la violencia
psíquica, es más que evidente la escasa
cantidad de condenas por maltrato psíquico
que podemos encontrar. Y, cuando de niños se
trata, el cuello de botella se torna más
estrecho que el ojo de una aguja. Porque a
nadie con un mínimo de sensibilidad escapa
que el sufrimiento de n niño o niña que ve
constantemente como su padre maltrata a su
madre, debía llevar a considerarlo como una
víctima más, y especialmente necesitada de
protección, por su vulnerabilidad y por los
devastadores efectos que puede tener en su
futuro. Pero no siempre se hace así. Y algo
falla.
De hecho, cuando se
resuelven las órdenes de protección, en muy
pocas ocasiones se amplía el alejamiento
respecto de los hijos si éstos no han sido
directamente agredidos y, por consiguiente,
se reconoce a esos padres el derecho a
visitas, muchas veces sin restricción
alguna. Y no deja de ser contradictorio que
si el propio Código Penal, en su redacción
dada por la LO 1/2004, contempla como
agravación específica que la agresión,
amenaza o coacción se haya perpetrado en
presencia de menores –curiosamente no lo
prevé así si se trata de delitos más graves
como violación o asesinato-, ello no tenga
su efecto restrictivo a la hora de
establecer las medidas civiles. Y nada
obstaría a hacerlo así. Aunque en la
práctica, justo es reconocerlo, son pocas
las resoluciones en este sentido, y menos
aun las que lo confirman en vía de recurso.
¿Cuál es entonces el
problema? A mi juicio, no lo es tanto la
ley, sino la interpretación que muchas veces
se hace de la misma, reduciendo
considerablemente el concepto de “víctima”.
Pero en honor a la verdad, hay que reconocer
que se trata de un asunto delicadísimo, en
el que hay que ir caso por caso y en el que
siempre existe el riesgo derivado de no
poder adivinar el futuro. No podemos olvidar
que el derecho a la relación paterno filial
no es sólo un derecho que asiste al padre,
sino que es un derecho del menor, y que
privarle de él tiene que tener una causa
absolutamente justificada y perfectamente
motivada. Y cohonestar ambas vertientes del
mismo derecho no siempre es fácil. Y el
temor a causar un daño irreversible a ese
menor al privarle de la relación con su
padre es lo que ocasiona que, muchas veces,
no se prive o se restrinja ese derecho. Por
eso, hay que insistir en una adecuada
ponderación de las circunstancias de cada
caso, ponderación que no siempre es
compatible con las situaciones de urgencia
que se presentan en las solicitudes de
órdenes de protección ante un juzgado de
guardia.
En el caso que ha llevado
a la ONU a pronunciarse es evidente que no
sólo falló algo. Falló todo, a la vista del
terrible desenlace. Pero hay que aclarar que
esa situación no es comparable con la
actual. Los hechos sucedieron antes de la
entrada en vigor de nuestra ley integral
que, por fortuna, ha cambiado muchas cosas,
aunque todavía queden muchas por cambiar. Es
más que posible que, con la legislación
actual, que establece que todos los asuntos
referidos a la misma víctima y agresor se
conozcan en un mismo juzgado, no se hubiera
concedido un régimen de visitas tan amplio,
habida cuenta el rosario de denuncias que
sobre el maltratador pesaban, aunque no
constara una agresión directa sobre la
menor. Y, en cuanto a la denunciada falta de
especialización –y de sensibilidad- que se
nos achaca, la situación también es
radicalmente distinta. La ley de 2004
estableció la especialización de juzgados y
tribunales, del mismo modo que de fiscalías,
existiendo incluso una Fiscalía de Sala de
violencia de género. Parámetros éstos que no
se daban once años atrás, momento en que
sucedieron los hechos. Ignoro si con la
actual legislación algo así hubiera podido
evitarse, pero no puede dejarse de reconocer
que la situación no es la misma. Al César lo
que es del César.
No obstante, como ya he
dicho, queda mucho camino por recorrer. Y,
desde luego, este camino no se cubre con
manifestaciones grandilocuentes de los
responsables políticos que anuncian
inminentes cambios legislativos como si
éstos fueran la panacea. No se puede seguir
legislando a golpe de telediario. La ley
confiere un marco suficiente para contemplar
estas situaciones, y ampliar el concepto de
víctima y las medidas aplicables. Se trata
de interpretarla en el sentido adecuado y
según las circunstancias concretas de cada
caso. Y, por supuesto, de contar con los
medios adecuados para ello. No ayudan en
absoluto las actuales restricciones en
recursos sociales, como oficinas de atención
a la víctima del delito o puntos de
encuentro familiar, sin los cuales
difícilmente puedan llevarse a cabo
regímenes de visitas supervisados. Ni
tampoco ayuda la precariedad de medios
materiales o personales, ni la falta de
creación de plazas de jueces o fiscales, ni
la eliminación de los sustitutos. La tan
cacareada especialización se convierte en
papel mojado si a un juez especialista le
sustituye en vacaciones otro que no lo sea,
que además se encarga de su propio juzgado.
Y lo mismo cabe predicar de los fiscales. Y
tampoco basta con tildar de especial a un
juzgado mixto, con asuntos de toda índole,
con sólo colocarle la etiqueta de “Juzgado
de Violencia sobre la mujer”. Como siempre,
si fallan los medios, puede acabar fallando
todo, por más voluntad que se ponga por
parte de los profesionales.
Y, por supuesto, hay que
recordar por enésima vez que el Derecho
Penal es la ultima ratio. Que sólo
entra en acción cuando todo lo demás ha
fracasado. Y que nuestra ley integral
proporciona herramientas, como la prevención
y la educación, que nadie se ha molestado ni
siquiera en sacar de su lustrosa caja.