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Los hijos, las otras víctimas de la violencia de género
MADRID, 03 de SEPTIEMBRE de 2014 - LAWYERPRESS

Por Susana Gisbert, Fiscal. Valencia

Susana GisbertAcabamos de atravesar un verano negro. La violencia de género se ha cebado más que nunca con las mujeres y la cifra de la ignominia ya supera la del pasado año, y nos encontramos con el escalofriante dato de que hay más de una muerte por semana. Terrible.

Pero a veces, ante la evidencia de un cadáver caliente, nos olvidamos de esas “otras” víctimas, hasta que, en ocasiones, otro cadáver caliente viene a recordarnos esa realidad. Como hizo la ONU a principios de este mismo verano, que dio a nuestro país algo más que un tirón de orejas por el espantoso caso en que una niña moría asesinada por su padre cuando éste ejercía su derecho a visitas a pesar del maltrato a que había sometido a la madre de la menor. Una resolución que llegaba nada menos que once años después de tan terrible asesinato.

Debo aclarar que el entrecomillado del título –“otras” víctimas- no es baladí. No debemos albergar duda alguna de que los menores involucrados en una situación de violencia de género son tan víctimas como la propia mujer maltratada, y mucho más vulnerables, además. Pero no siempre está tan claro en la legislación, que reserva la competencia de los Juzgados de violencia sobre la mujer a las agresiones contra la que fue o es pareja del agresor, ampliándola sólo a los hijos o menores que convivan cuando la agresión a ellos se cometa en el mismo acto. No obstante, no nos llevemos a engaño: esto no significa que el menor no pueda gozar de toda la protección necesaria. La ley integral, aunque susceptible de mejoras, proporciona un marco legal suficiente para la protección. El problema es que no siempre se interpreta así.

Lo primero que hay que cuestionar es el concepto de “víctima” del que se parte. Parece existir la tendencia a estrechar este concepto a únicamente la violencia física. Y, aunque el Código Penal contempla expresamente la violencia psíquica, es más que evidente la escasa cantidad de condenas por maltrato psíquico que podemos encontrar. Y, cuando de niños se trata, el cuello de botella se torna más estrecho que el ojo de una aguja. Porque a nadie con un mínimo de sensibilidad escapa que el sufrimiento de n niño o niña que ve constantemente como su padre maltrata a su madre, debía llevar a considerarlo como una víctima más, y especialmente necesitada de protección, por su vulnerabilidad y por los devastadores efectos que puede tener en su futuro. Pero no siempre se hace así. Y algo falla.

De hecho, cuando se resuelven las órdenes de protección, en muy pocas ocasiones se amplía el alejamiento respecto de los hijos si éstos no han sido directamente agredidos y, por consiguiente, se reconoce a esos padres el derecho a visitas, muchas veces sin restricción alguna. Y no deja de ser contradictorio que si el propio Código Penal, en su redacción dada por la LO 1/2004, contempla como agravación específica que la agresión, amenaza o coacción se haya perpetrado en presencia de menores –curiosamente no lo prevé así si se trata de delitos más graves como violación o asesinato-, ello no tenga su efecto restrictivo a la hora de establecer las medidas civiles. Y nada obstaría a hacerlo así. Aunque en la práctica, justo es reconocerlo, son pocas las resoluciones en este sentido, y menos aun las que lo confirman en vía de recurso.

¿Cuál es entonces el problema? A mi juicio, no lo es tanto la ley, sino la interpretación que muchas veces se hace de la misma, reduciendo considerablemente el concepto de “víctima”. Pero en honor a la verdad, hay que reconocer que se trata de un asunto delicadísimo, en el que hay que ir caso por caso y en el que siempre existe el riesgo derivado de no poder adivinar el futuro. No podemos olvidar que el derecho a la relación paterno filial no es sólo un derecho que asiste al padre, sino que es un derecho del menor, y que privarle de él tiene que tener una causa absolutamente justificada y perfectamente motivada. Y cohonestar ambas vertientes del mismo derecho no siempre es fácil. Y el temor a causar un daño irreversible a ese menor al privarle de la relación con su padre es lo que ocasiona que, muchas veces, no se prive o se restrinja ese derecho. Por eso, hay que insistir en una adecuada ponderación de las circunstancias de cada caso, ponderación que no siempre es compatible con las situaciones de urgencia que se presentan en las solicitudes de órdenes de protección ante un juzgado de guardia.

En el caso que ha llevado a la ONU a pronunciarse es evidente que no sólo falló algo. Falló todo, a la vista del terrible desenlace. Pero hay que aclarar que esa situación no es comparable con la actual. Los hechos sucedieron antes de la entrada en vigor de nuestra ley integral que, por fortuna, ha cambiado muchas cosas, aunque todavía queden muchas por cambiar. Es más que posible que, con la legislación actual, que establece que todos los asuntos referidos a la misma víctima y agresor se conozcan en un mismo juzgado, no se hubiera concedido un régimen de visitas tan amplio, habida cuenta el rosario de denuncias que sobre el maltratador pesaban, aunque no constara una agresión directa sobre la menor. Y, en cuanto a la denunciada falta de especialización –y de sensibilidad- que se nos achaca, la situación también es radicalmente distinta. La ley de 2004 estableció la especialización de juzgados y tribunales, del mismo modo que de fiscalías, existiendo incluso una Fiscalía de Sala de violencia de género. Parámetros éstos que no se daban once años atrás, momento en que sucedieron los hechos. Ignoro si con la actual legislación algo así hubiera podido evitarse, pero no puede dejarse de reconocer que la situación no es la misma. Al César lo que es del César.

No obstante, como ya he dicho, queda mucho camino por recorrer. Y, desde luego, este camino no se cubre con manifestaciones grandilocuentes de los responsables políticos que anuncian inminentes cambios legislativos como si éstos fueran la panacea. No se puede seguir legislando a golpe de telediario. La ley confiere un marco suficiente para contemplar estas situaciones, y ampliar el concepto de víctima y las medidas aplicables. Se trata de interpretarla en el sentido adecuado y según las circunstancias concretas de cada caso. Y, por supuesto, de contar con los medios adecuados para ello. No ayudan en absoluto las actuales restricciones en recursos sociales, como oficinas de atención a la víctima del delito o puntos de encuentro familiar, sin los cuales difícilmente puedan llevarse a cabo regímenes de visitas supervisados. Ni tampoco ayuda la precariedad de medios materiales o personales, ni la falta de creación de plazas de jueces o fiscales, ni la eliminación de los sustitutos. La tan cacareada especialización se convierte en papel mojado si a un juez especialista le sustituye en vacaciones otro que no lo sea, que además se encarga de su propio juzgado. Y lo mismo cabe predicar de los fiscales. Y tampoco basta con tildar de especial a un juzgado mixto, con asuntos de toda índole, con sólo colocarle la etiqueta de “Juzgado de Violencia sobre la mujer”. Como siempre, si fallan los medios, puede acabar fallando todo, por más voluntad que se ponga por parte de los profesionales.

Y, por supuesto, hay que recordar por enésima vez que el Derecho Penal es la ultima ratio. Que sólo entra en acción cuando todo lo demás ha fracasado. Y que nuestra ley integral proporciona herramientas, como la prevención y la educación, que nadie se ha molestado ni siquiera en sacar de su lustrosa caja.

 

 

 

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