Hay una epidemia de “jueces lunáticos”. Al menos esa es la opinión del escritor
Javier Marías, tal como leemos en un artículo que publicó en la revista “El País
Semanal” este domingo ocho de febrero de 2015. El autor se despacha a gusto
contra nuestros magistrados, sugiriendo que su capacidad de raciocinio está
próxima a la de los orangutanes. Para probar su diatriba aduce diversos ejemplos
de decisiones judiciales absurdas, entre otras, las exigencias desmesuradas a
las que someten a los emigrantes que solicitan la nacionalidad, el propósito de
reconocer derechos a los animales o, muy especialmente, la arbitrariedad de la
jurisdicción contencioso- administrativa en Venezuela. Y es que el autor no se
ciñe a nuestra Justicia patria, sino que su mirada abarca todo el globo, hasta
el punto de citar una serie televisiva norteamericana. Todo el texto rezuma una
saña antitogada realmente curiosa. ¿Por qué?
Una facilona contestación sería arremeter contra don Javier y reducir sus
críticas al producto de la mediocridad intelectual. No costaría mucho esfuerzo,
pues no son pocos los que rebajan su obra a la categoría de best-seller y
su prosa a una servil imitación de los modelos anglosajones. No estaría de más
tampoco recordar la debilidad de sus argumentos desde la perspectiva
técnico-jurídica, pues vuelve a la carga con el tópico del “ensañamiento”,
clamando de indignación por enésima vez contra aquél tribunal que no impuso
dicha agravante a un energúmeno que se había refocilado apuñalando a un cadáver.
No merece la pena explicarle la diferencia entre el reproche objetivo y el
subjetivo, la antijuridicidad y la culpabilidad, o la diversa fundamentación de
los elementos punitivos de los tipos penales. ¿Para qué? Él ya ha condenado de
antemano a nuestros jueces. Sin apelación.
La duda es bien otra. Aquí lo fascinante es el estereotipo de juez que
construye, un símbolo togado donde se amalgaman personajes de ficción televisiva
con magistrados reales, ya sean españoles o extranjeros. Son muchos los
ingredientes que se cuecen esa olla podrida de la que se vierte un brebaje que,
lejos de describir la realidad, describe la imagen que don Javier tiene de la
realidad. Aunque aparentemente hable de nuestros magistrados, a la postre, se
está retratando a sí mismo, ofreciéndonos un billete para viajar a las
profundidades de su psique. Hay que agradecerle su sinceridad, su disposición a
desnudarse intelectualmente para mostrarnos sus vergüenzas, liberadas ya del
piadoso ropaje de la corrección política. Preguntémonos, pues, las razones de su
animadversión. ¿Acaso un trauma biográfico?
Lamentablemente no. Se limita a regurgitar tópicos que flotan en el ambiente.
Toscos, sin elaborar, imprecisos y hasta injustos. Pero, quiérase o no, ahí
están. Este nuestro escritor no innova sino que, como sumiso portavoz del sentir
popular, da forma literaria (con mayor o menor fortuna, eso habría que verlo) a
los prejuicios sociales. Virales memes. Prestemos atención, a la hora de
descifrar este enigma, a un detalle muy significativo, precisamente la mención a
los jueces venezolanos. ¿Tienen acaso algo que ver con los españoles?
Aparentemente no. El ejemplo estaría traído por los pelos. Como se decía, no
sería más que la excrescencia mental de un escritor falto de inspiración que se
nutre de los peores tópicos de un vulgo escasamente ilustrado. Pero, por
desgracia, las cosas no son tan simples. Sí que encontramos ciertos puntos de
contacto entre algunos países del tercer mundo y la europea España, que tan
moderna creemos. Es la independencia judicial. Expliquémoslo:
Los jueces españoles son honrados. La ONG transparencia internacional lo ha
reconocido. A las mismas instituciones de la Unión Europea, al comparar el
funcionamiento de nuestra administración de Justicia con la de otros Estados de
nuestro entorno, no les ha quedado más remedio que admitir que nuestros
juzgados, pese al tópico, tramitan los expedientes con relativa rapidez. Sin
embargo, la sensación de descontento está generalizada. Y la razón no es otra
que la politización del gobierno judicial. La composición del Consejo General
del Poder Judicial, máximo órgano rector de nuestra judicatura, es el fruto de
los amaños entre los grupos parlamentarios.
La cúspide del sistema está contaminada, y desde las alturas, se extiende el
tóxico de la desconfianza que emponzoña a todo el Poder Judicial. El más
inocente de nuestros jóvenes jueces que, recién aprobadas las oposiciones,
sirve su destino en el más remoto de nuestros pueblecitos, está bajo la sospecha
del intercambio de cromos, de las componendas de los políticos-togados. Nuestra
Justicia está sucia de política. No es de extrañar, pues, la evocación
venezolana.
Pero la sociedad civil está empezando a cansarse. Muestra de ello son las
iniciativas como la de la Plataforma Cívica por la Independencia Judicial que
viene denunciando (en una serie de informes objetivos hechos públicos a través
de su página web) la arbitrariedad en la política de nombramientos
discrecionales del mentado Consejo. Se acabaron los tiempos en los que la clase
dirigente repartía a su antojo entre pasillos los cargos entre sus amiguetes.
Las redes sociales informáticas han colocado la información al nivel del
ciudadano medio y, hoy por hoy, las decisiones están sometidas al escrutinio
virtual de la población. El listón democrático se ha elevado.
Por eso no la tomaremos contra el bueno de don Javier. Aunque no sepa Derecho,
aunque tal vez la fuente de su creatividad se haya secado años ha, algo de razón
lleva. Los jueces estamos desprestigiados. Y debemos luchar por recobrar el
respeto que merecemos. Eso sí, sin castigar ilegalmente a los maltratadores de
cadáveres, sin temor a aplicar jurisprudencia innovadora, en el caso de los
animales o cualquier otro. En definitiva, con valentía, sin escuchar a los
desafinados ladridos de la jauría de los ignorantes. Esa es nuestra misión.
Nuestro juramento. Lunáticos o terrícolas, eso es lo de menos. |