Racionalidad estatal y errática del mercado, una coexistencia crítica

Publicado el viernes, 17 abril 2020

Rafael Fraguas, Doctor en Sociología por la UCM, analista geopolítico, escritor y periodista. Autor de “Manual de Geopolítica Crítica”. Tirant lo Blanc. Humanidades. Valencia, 2016

Rafael Fraguas

Los Estados absolutista, post-absolutista, representativo y el del Bienestar, por citar una secuencia estatal específica, con el hilo conductor de la estabilidad social como denominador común de todos ellos ¿cómo afrontaron las sucesivas y reiteradas crisis capitalistas? La respuesta exige considerar que la salida a tal interrogante demandaba asumir al Estado sucesivas, recurrentes y progresivamente más intensas crisis de legitimidad, que configuraron expectativas evolutivas, reformistas o revolucionarias, a medida que los corpus legales vigentes en los Estados concernidos se veían criticados, impugnados o abiertamente rechazados como ilegítimos por parte de los grupos sociales involucrados en tales procesos.

Tal dinámica generaba un evidente descrédito de la racionalidad del Estado que, al depositar la iniciativa económica en el -libre para unos y errático para otros- discurrir del capital y su afluencia a los mercados, se veía necesariamente abocado a asumir sus crisis a costa de ver erosionada su legitimidad y sustancialmente alterada la estabilidad que como tal Estado preconizaba y preconiza en su discurso. Los supuestos de garantía de la cohesión social, de armonización equilibrada de intereses privados e intereses públicos, de aseguramiento de la prosperidad general y del bien común, que el Estado se atribuía ante la sociedad, saltaban cíclicamente por los aires con cada crisis.

Secreto, inteligencia económica, ingeniería financiera

Todo ello ha llevado a los Estados, incluso los considerados como más representativos y democráticos, a recurrir a un dispositivo históricamente empleado -y por doquier eficaz-, que situó y aún sitúa al Estado en un ámbito virtual aislado de las contingencias espacio-temporales ínsitas en las crisis capitalistas, a saber: el secreto estatal. La esfera de la seguridad política, reiteradamente invocada por el Estado para ensombrecer una parte de su acción interior y exterior por mor de razones supuestamente inefables de protección hacia la sociedad, va a verse ampliada a la hoy llamada esfera de la seguridad económica. Es decir, el componente crítico del sistema capitalista va a verse arropado por una nueva teorización del secreto de Estado cuya función primordial parece obedecer más a erosionar el mordiente social que la crisis puede deparar a la legitimidad del sistema, intramuros de él mismo, que a facilitar propiamente la salida de la crisis que el rumbo del capital acostumbra inducir.

Surge así la llamada “Inteligencia económica” que deviene en el nuevo paradigma doctrinal vigente y aplicado como brazo previsor por los servicios de Inteligencia del Estado concernido, al que proporcionan información transformada en conocimiento apto para fundamentar las decisiones políticas más importantes, acordes estas con los principios, generalmente invariantes, que informan la Razón de Estado. Tal doctrina supuestamente securitaria, incorporada hoy al conjunto paradigmático de las prácticas políticas gubernamentales del Estado, se convierte en el correlato necesario de la llamada ingeniería financiera. Es éste un alambicado sistema de filtros, teoría de juegos supuestamente lógicos y refinadas intermediaciones, surgido intramuros del capitalismo tardío presuntamente para salvar al sistema del desplome de las tasas de ganancia y productividad derivado de la colmatación de importantes sectores productivos de la actividad económica, sectores inicialmente asignados a empresas públicas estatales que, en su día, fueron privatizadas y pasaron a manos de compañías en fechas previas a los procesos de declinación antes enunciados.

En este proceso, pues, ha jugado un papel determinante la privatización de las empresas públicas estatales; sirva el ejemplo: a lo largo de la Transición a la democracia en España, el número de empresas públicas españolas ha pasado a tener desde las 130 en las postrimerías del régimen de Franco a las 16 vigentes en la actualidad.

La ingeniería financiera, un sofisticado artefacto de intermediación gestora que, en sustancia, iguala mecánicamente el dinero, convertido en capital, con la riqueza, precisaba entrañarse hondamente con el Estado del capital para encubrir sus contradicciones bajo el eficiente disfraz de su ropaje especulativo y discreto; tanto que, según la instrucción de numerosos procesos judiciales que afloraron tras la crisis económico-financiera y sistémica de 2008, ha devenido  en ocasiones cada vez más frecuentes en la antesala de la irrupción del crimen organizado en el mundo de las altas finanzas. Y lo ha hecho mediante prácticas corruptas asociadas al lavado de dinero; la evasión fiscal; los paraísos fiscales ilegales; la especulación inmobiliaria; el narcotráfico; el comercio clandestino de armas; incluso la trata de mujeres y otras actividades criminales semejantes. Sin la erosión de las instituciones de intermediación social mediante la degradación de sus pautas normativas, estos procesos y prácticas criminales no hubieran sido posibles.

Erosión del Estado democrático

Por ende, tales prácticas han contribuido grandemente a erosionar las bases legitimadoras del Estado democrático, con los consabidos brotes de impugnación política,  también de cuño nacionalista o secesionista, entre otros componentes de las manifestaciones de rechazo más acentuadas. Así, desde instancias vinculadas a sendas formas de rechazo, el pretexto para fundamentar la impugnación del Estado ha sido precisamente aventado por la contundente mixtura entre las exacerbaciones -denominémoslas posmodernas- del capitalismo financiero frente a formas tradicionales y, digamos, modernas, del capital en su dimensión industrial o comercial; sus respectivas culturas propias se han visto arrolladas por el empuje de las fórmulas meramente dinerarias, improductivas y especulativas, que el capital financiero encarna; y ello lejos de cualquier conexión con el empleo e, incluso, con el sentido del riesgo que el discurso liberal del capital industrial y comercial ha pugnado históricamente por atribuirse como prioritaria entre sus más atractivas señas de identidad.

Si bien el Estado democrático ha vertebrado con el capital una relación dialéctica mediante la transferencia de su propia racionalidad para cubrir la irracionalidad del proceder de los mercados, la emancipación de estos de aquel, a través del despliegue incontrolado de la actividad supra-estatal de las compañías multinacionales, compone la base sustantiva de la erosión de la forma Estado representativo a la que asistimos en nuestros días. El posmodernismo, como lógica cultural del capitalismo tardío, con sus propuestas deshistorizadoras de la experiencia humana, ha propiciado coartadas ideológicas para que entidades sin fundamentación representativa alguna, plenamente privadas, suplanten a los Estados como formas políticas representativas; y lo hacen de manera tal que se auto-asignan decisiones de enorme alcance en la esfera de lo público; su correlato ha consolidado, con incontrolados procesos de monopolización, las crisis cíclicas del capitalismo, con su estela de destrucción de los aparatos productivos y la desarticulación social por medio de la inducción generalizada de la precariedad a través de la degradación de la esfera del trabajo en su relación con la esfera del capital, cuya relación necesaria resulta archivada y descartada de la primera línea del análisis y las preocupaciones posmodernas.

Contra toda forma de planificación

Así, la opción del capitalismo tardío por la plena erradicación de toda forma de planificación estatal, no solo la de cuño soviético, es una prueba más del declive de racionalidad en la actividad económica por aquel inducida. La plena desestatalización de la Economía, misión asumida por los poderes fácticos del capitalismo financiero, permite afirmar que preludia la plena consunción del propio sistema capitalista en el sentido de su igualmente plena despolitización, la misma que le brindaba la coartada legitimadora, que no es sino expresión de su pretendidamente completa desocialización. No obstante, el Estado como constructo político histórico, podrá perpetuarse en tanto dispositivo de dominación, bien que desprovisto ya de su dimensión representativa y democrática.

Los intentos reiterados y recurrentes, desde algunas actuales e importantes instancias de poder en Estados Unidos y el Reino Unido, apuntan a una sustitución plena de las prácticas y convenciones políticas tradicionales, desde el Derecho Internacional al respeto a los acuerdos y su mutación en la impostura de prácticas de relaciones interestatales abiertamente leoninas, que han hallado en el ámbito polemológico expresión en forma de guerras preventivas e, incluso, magnicidios así igualmente adjetivados. Todo indica la presencia de intentos consistentes por disolver la sociedad política en un sistema de mercado, desde luego desigual, donde se perpetúe indefinidamente el poder superpotencial hegemónico.

Elementos coadyuvantes, necesarios e imprescindibles para la culminación de este proceso desestatalizador, lo han sido los sistemas de pensamiento ideados precisamente como dispositivos idóneos para jalear, por la vía de su mitificación y sacralización, más el correlato de sumiso repliegue a su supuesta fatalidad, el descontrol de los procesos tecnológicos y, señaladamente hoy, telemáticos, como expresión suprema de libertad. Todo ello acostumbra discurrir sin evidenciarse apenas observación crítica alguna al respecto de su despliegue, dando al traste con cualesquiera de los componentes espacio-temporales, racionales pues, que han determinado el discurrir histórico de las civilizaciones hegemónicas conocidas en la historia hasta nuestra actualidad. La violenta erradicación de tales criterios vicarios del pensamiento y de la teoría, y su forzada -y política- subsunción al macro-paradigma de la omnipotencia de la esfera de la Tecnología –arteramente suplantadora de la esfera evolutiva de la Ciencia- determinan un cuadro lamentablemente evidente de desconcierto, habida cuenta de las provisionalidad del modelo virtual alternativo que de aquella desaparición se deduce.

La coexistencia de la forma estatal racional con la incontrolada dinámica capitalista se encamina hacia la completa desarticulación del dispositivo que las mantuvo dialéctica y secularmente unidas. Se configura entonces el Estado como tesis racional; el capital como antítesis irracional suya y el Estado del capital como síntesis que asumía ambas dimensiones en un salto de grado abocado a su propia consunción. Tal proceso es consecuencia de la emancipación irrefrenada del capitalismo financiero, hoy hegemónico respecto del Estado, emancipación coadyuvada por herramientas teórico-prácticas de la importancia de la llamada Inteligencia económica –que implica la plena impregnación en los aparatos de Estado del discurso que hoy adopta la forma neoliberal/neoconservadora en clave capitalista financiera- así como por el torrencial aparato teórico-mediático que ha convertido el posmodernismo en la doctrina justificadora de la deshistorización y desocialización de la acción humana.

Reflexividad

Como factor necesariamente esclarecedor para el estudio cabal de este proceso de antagonismo Estado-mercado aquí emprendido cabría aplicar la reflexividad demandada por Pierre Bourdieu a los puntos de partida axiomáticos adoptados: la racionalidad del Estado y la irracionalidad atribuible al mercado capitalista. A propósito de ésta, no despeja la atribución de irracionalidad la existencia de una lógica mercantil propia, con reglamentaciones comportamentales y normativas varias al respecto, incluso atinadas, regulatorias de ciertas fases del proceso económico.  Pero, en sustancia, el mercado capitalista acaba por convertir su descarte del Estado en lo que los economistas definen como un coste de oportunidad, que configura la alternativa por la que, quien decide, no  opta. Y ello al considerar que si bien la idea de razón se asocia a la de reflexión y al cálculo desapasionado, los economistas del capital, en mayor medida ponderan que las preferencias individuales sean internamente consistentes y lógicamente coherentes, y ello de una manera independiente de su racionalidad No todo lo razonable es racional, señalan. Por otra parte, la deriva recurrentemente crítica del capital confirmada por la historia económica, convierte la crisis en un componente sustancial que identifica ambos conceptos: el capitalismo es crisis. Pero posee, sin embargo, instrumentos para naturalizar su cronificación y así, justificarla.

En cuanto a la supuesta lógica del Estado democrático, su propia historicidad, su afección inequívoca a la perpetua búsqueda de un tipo de legalidad, su permanente pretensión de legitimidad y su discurso de socialidad máxima, invalidan cualquier intento de apartar de sus atributos la idea de racionalidad. Solo queda ya, en manos del capital, la fijación de la costes de transacción para minimizar los riesgos de fracaso del intercambio que le va a deparar su descarte del Estado democrático, que no de la forma Estado en su conjunto; tales costes preludian que se aproxima su propia disolución en la irrelevancia como sistema, por falta de horizonte, según unos, y un suicidio propio que se llevará por delante el ecosistema en el que convivimos, según otros. Y todo ello habida cuenta de que, colmatada la imaginativa versatilidad de la ingeniería financiera, la búsqueda de nuevos mercados en pos de nuevos nichos de ganancia –hoy focalizados sobre el turbulento almacén de big data, concebido como nuevo eldorado ganancial sustitutorio de la plusvalía- se tornará imposible sin la plena destrucción de nuestro hábitat. Las bases de un postcapitalismo no capitalista están echadas –la pandemia del reciente coronavirus ha demostrado el arcaísmo y la incapacidad de aquel sistema para resolver los graves problemas por él mismo generados- y una nueva teorización, sobre nuevos presupuestos en escena, se configura como inminente y apremiante desafío sociopolítico.

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