Entre dos aguas

Publicado el viernes, 3 julio 2020

Natalia Velilla Antolín – Arte Puñetero.

«Como el agua clara
que baja del monte
así quiero verte
de día y de noche
ay como el agua, ay como el agua, ay como el agua»

Camarón de la Isla

 

Si el vino tiene una connotación divina y ha acompañado al hombre a través de los siglos, no menos importancia tiene el agua para el arte. El líquido elemento es fuente de vida, y así lo han considerado también los artistas de toda época.

La humanidad ha buscado siempre asentarse cerca del agua para poder sobrevivir. El hombre primitivo vivía próximo a ríos o lagos y, a medida que la técnica fue desarrollándose, los pueblos fueron construyendo presas, acueductos, baños públicos y alcantarillado. Mesopotamia dio tanta importancia al agua que su nombre significa “tierra entre dos ríos” (Tigris y Éufrates), y es de todos conocida la estrecha relación de la civilización egipcia con las crecidas del Nilo, cuyo limo dotaba de fertilidad a sus riberas.

Grecia, la gran manufacturera de ánforas y recipientes cerámicos para almacenar líquidos, por su parte, no puede concebirse sin el Mar Egeo, que baña sus más de mil islas. Los helenos fueron un pueblo marinero que manejó el comercio y la navegación, en dura pugna con sus directos competidores, los fenicios. Siglos antes, la cultura minoica también había sabido cómo utilizar el agua y ya había empleado sistemas de explotación de los recursos hidráulicos, a juzgar por los vestigios de los regadíos de Knossos y Zakro, donde se encontraron manantiales combinados con acueductos, cisternas y pozos.

Mención obligada merecen los romanos, que construyeron numerosos acueductos para proporcionar agua a las ciudades del Imperio para su supervivencia, dotando a la humanidad de uno de los mayores logros de ingeniería del mundo antiguo junto con el alcantarillado.  En España, tenemos la suerte de contar con uno de los mejores conservados del mundo, el de Segovia. Esta espectacular obra civil se compone de 167 arcos que se elevan a casi 30 metros de altura. Transportaba agua desde la Sierra de Guadarrama hasta la ciudad de Segouia a lo largo de sus 16.222 metros, aprovechando los desniveles del terreno. Lo meritorio es que fue ejecutado sin un gramo de mortero o cemento, estabilizándose con el solo empuje de las piedras estratégicamente colocadas. El acueducto castellano, junto con otros que se conservan en la Península, conforman la memoria perenne de todo lo bueno que los romanos trajeron a Hispania. No en balde, cuando en la inefable película La Vida de Brian, de los Monty Python, el líder del Frente Popular de Judea preguntaba “¿Qué han hecho los romanos por nosotros?”, la asamblea de insurgentes, tras un corto silencio, le contestaba “¡el acueducto!”.

La perfección con la que los romanos trataron el agua es aún más llamativa si ponemos en relación la gloriosa etapa imperial con los siglos que la sucedieron, donde la oscura Edad Media fue incapaz de gestionar el abastecimiento del líquido elemento en campos y ciudades, salvedad hecha de los territorios conquistados por los árabes. La civilización andalusí dejó en España una manera de administrar el agua con eficiencia, puesto que, para el mundo islámico, el agua es de vital importancia tanto para la higiene personal y el consumo doméstico y agrícola, como para el uso cortesano y religioso.

Los musulmanes perfeccionaron los métodos de riego y se convirtieron en maestros de la ciencia hidráulica agrícola, al aunar los avances romanos ya existentes con los conocimientos orientales. Muchos de los sistemas tradicionales de regadío de los árabes se conservan actualmente, como canalizaciones de agua (acequias), almacenamiento de aguas pluviales (albercas y alquezares), y norias utilizadas para sacar el agua de pozos, fuentes y ríos. La mayoría de ellos aún pueden verse en las huertas murcianas y valencianas, donde el cultivo de regadío es la principal explotación agraria.

El agua y el derecho han mantenido una relación tan antigua como el hombre. Además de la regulación de las costas –utilización del litoral marítimo, establecimiento de zonas francas de paso y salvamento y prohibición de construir obras civiles a una determinada distancia del mar–, se ha legislado desde antaño el uso de las aguas –actualmente con leyes estatales y autonómicas– y se han creado instituciones como las confederaciones hidrográficas de las distintas cuencas fluviales. Además de todo ello, en España contamos con una institución que es una joya viva de la tradición jurídica ancestral de nuestro país y la institución más antigua de Europa: el Tribunal de las Aguas de Valencia. Se encuentra, además, inscrito desde 2009 en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO.

El Tribunal de les Aigües, en realidad, es un órgano administrativo que dirime los conflictos derivados del aprovechamiento y uso de las aguas para el riego por parte de los agricultores que forman la Comunidad de Regantes de las acequias de Quart, Benàger i Faitanar, Tormos, Mislata, Mestalla, Favara, Rascanya y Rovella. El tribunal, de origen desconocido, es de naturaleza consuetudinaria. Está formado por un representante de cada una de las ocho comunidades de regantes, llamados síndicos, y presidido por uno de ellos, elegido por cooptación. Se reúne cada jueves a las 12 del mediodía en la Puerta de los Apóstoles de la Catedral de Valencia, en la Plaza de la Virgen. Cada sesión tiene por objeto una cuita entre regantes y se desarrolla de forma oral en su integridad, en valenciano, y de manera rápida. Además de su excéntrica existencia, es de destacar que ha resistido al paso del tiempo y ni las Cortes de Cádiz, ni las constituciones republicanas, la dictadura, o la Constitución de 1978, han acabado con él.

La estrecha relación de Valencia con el agua ha llevado a que sus artistas la hayan tenido muy presente en sus obras. El mar, la playa y la pesca han sido fuente de inspiración para el pintor valenciano más internacional e intimista, Joaquín Sorolla. Encuadrado en el impresionismo, sus obras son exponentes del denominado “luminismo”, corriente que se basa en la captación de la luz a través del uso del blanco en telas y paisajes, y que hacen de Sorolla un pintor con estilo propio, transparente e inconfundible. El uso de la pincelada fluida y amplia, los colores cálidos y brillantes, y las temáticas costumbristas y sociales, le han convertido en un maestro de la pintura, además de muy prolífico, con más de 2.200 obras atribuidas a su pincel. Sorolla no deja indiferente: enamora, acaricia y envuelve, con sus mujeres vestidas de lino mecidas por la brisa marina y sus niños bañados por el agua y el sol.

Sin salir de Valencia, no puedo terminar este pequeño homenaje al agua como fuente de vida sin hacer mención a uno de los edificios más bellos de la ciudad, el Palacio de los Marqueses de Dos Aguas, actualmente Museo Nacional de Cerámica y Artes Suntuarias González Martí. La espectacular mansión solariega, de origen gótico, en la actualidad, es el resultado de varias reformas, cuya principal aportación ha sido la de la impactante fachada de la calle del Marqués de Dos Aguas, realizada en 1745 en blanco alabastro por Ignacio Vergara, sobre diseño de Hipólito Rovira, protegido del Marqués propietario del palacio.

La portada hace referencia a las “dos aguas”, es decir, los ríos Turia y Júcar, representados por dos grandes atlantes que derraman sendos cántaros de agua. A ambos lados de la portada, cocodrilos, vasijas, serpientes, un león acostado, motivos vegetales y palmeras. Corona el dintel de la puerta el blasón de los marqueses, flanqueado por dos salvajes con mazas. En el cuerpo superior de la portada, una bellísima Virgen del Rosario entre dos sirenas aladas. La hornacina posee una tapa que permitía la ocultación de la imagen para avisar del momento en el que los marqueses no se hallaban en palacio.

La obra desborda una apabullante voluptuosidad de estilo rococó que, pese a la profusión de su decoración, hace que resulte un conjunto bellísimo y elegante. La piedra de alabastro parece fluir y derramarse consiguiendo impactar a quien contempla tan singular construcción en el corazón de la ciudad. Una fachada viva, en la que la líquida piedra parece descender como una cascada de agua.

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