José Manuel Pradas – La huella de la toga.
Una de las instituciones –por llamarla así- propias de la política del siglo XIX, que continuó en el siguiente y que seguramente más de uno aún no dará por desaparecida del todo, es la del caciquismo. Clientelismo la llamarán otros, recordando una de las figuras jurídicas propias del Derecho romano. En España se dio prolíficamente en todo el Estado, aunque Galicia y Andalucía sea donde se lleve la peor fama. De este arte, su más preclaro representante era Eugenio Montero Ríos, ministro en numerosas ocasiones y por unos meses Presidente del Consejo de ministros allá por 1905. Tengo leído que ir a verle a su casa de Lourizán en la Galicia profunda era visita obligada para cualquier político, periodista u hombre de negocios que necesitase algo y que su despacho estaba tan frecuentado como el de don Vito Corleone el día de la boda de su hija.
Surge el cacique, palabra que los conquistadores españoles toman del taíno -una de las lenguas habladas en La Española- a mediados del siglo XIX, con motivo de los procesos desamortizadores llevados a cabo por gobiernos liberales y que lo que propiciaron fue la aparición de determinados personajes fundamentalmente en la España rural, que junto con los rancios aristócratas y los “tiburones” capitalistas de la incipiente revolución industrial, acapararon el poder durante más de cincuenta años.
Pocas cosas en aquellos tiempos eran más fraudulentas que los procesos electorales –por otra parte numerosos- donde no existía el sufragio universal y donde el control del censo electoral era la llave para renovarse en el poder o dar el paso a la oposición, según hubieran decidido los líderes nacionales con la aquiescencia regia. Se conseguía por tanto que votasen enfermos, difuntos o personas totalmente desconocidas en la localidad. Y así ganaba las elecciones quien tenía o tocaba ganar.
El caciquismo –tampoco es este el sitio para elaborar una tesis- llegó a convertirse prácticamente en un arte que comenzaba con la decisión de convocar elecciones y seguía con la llamada técnica del “encasillado” donde el Ministro de Gobernación de turno rellenaba las casillas de aquellos políticos a los que el Gobierno había decidido proteger en los sufragios, asegurando su elección por una determinada circunscripción.
Sobre esa base, los líderes conservadores y liberales, tenían que negociar con las facciones de sus respectivos partidos, de cara a respetar las cuotas de poder interno. Según fue avanzando el reinado de Alfonso XIII, la descomposición del Estado nacido de la restauración hizo que el número de tendencias dentro de los partidos mayoritarios aumentase, con lo que el encasillado se hizo cada vez más difícil.
Pero bueno, superada esa fase nacional, entraban en juego los Gobernadores civiles que imponían el candidato que debía resultar elegido. Aunque en ocasiones, era justo al contrario y eran los caciques provinciales los que se rebelaban y designaban a su representante contra viento y marea.
Contra el caciquismo lucharon sin éxito republicanos y socialistas y también el gran regeneracionista Joaquín Costa que dejó escrito: “No es nuestra forma de gobierno un régimen parlamentario, viciado por corruptelas y abusos, según es uso entender, sino, al contrario, un régimen oligárquico, servido, que no moderado, por instituciones aparentemente parlamentarias. O dicho de otro modo: no es el régimen parlamentario la regla, y excepción de ella los vicios y las corruptelas denunciadas en la prensa y en el Parlamento mismo durante sesenta años: al revés, eso que llamamos desviaciones y corruptelas constituyen el régimen, son la misma regla.”
Para muestra basta un botón. Esto es lo que afirmó un cacique de Motril cuando, cómodamente instalado en un sillón del casino, leyó los resultados electorales de su distrito: “Nosotros, los liberales, estábamos convencidos de que ganaríamos las elecciones. Sin embargo, la voluntad de Dios ha sido otra. Al parecer, hemos sido nosotros, los conservadores, quienes las hemos ganado.” Ni siquiera Groucho Marx lo habría descrito mejor, esta frase es solo comparable a la sublime ¡Cuerpo a tierra, que vienen los nuestros!
Volviendo a Montero Ríos, una de sus hijas de nombre Victoria, es la que nos trae a nuestro protagonista de hoy, Manuel García Prieto de quien contaré algunos aspectos de su vida y obra.
Nació en Astorga en 1859, si bien pronto marchó con su familia a Madrid, donde su padre –de origen humilde- fue elegido Diputado y terminando sus días como Magistrado del Supremo. Se matricula en Derecho, concluye sus estudios y se inscribe en el Colegio con el número 6802, ejerciendo la profesión como pasante en el despacho del liberal Montero Ríos. Se enamora –quiero suponer- de la hija de éste y el pasante pasa a ser familiar directo del prócer. Entra en política –era casi obligado- y es elegido diputado por Astorga en varias ocasiones y más tarde por Santiago de Compostela como senador vitalicio hasta 1911. Paralelamente ocupa diversos cargos intermedios que nos llevan a 1905.
En ese año, Alfonso XIII ofrece el Gobierno al liberal Montero Ríos y éste nombra Ministro de Gobernación a su yerno. Luego ya con otros liberales, Moret y López Domínguez, ocupa las carteras de Gracia y Justicia y Fomento. Pero su posición se ve reforzada años más tarde con Canalejas, liberal como él, que lo nombra Ministro de Estado en 1910. Es García Prieto quien lidera las negociaciones con Francia para la instauración del Protectorado en Marruecos, que son ratificadas por Romanones unos días después de asesinado Canalejas. El Rey le nombra entonces Marqués de Alhucemas en 1911. Años más tarde ese conocimiento de la cuestión marroquí le va a ser de gran utilidad.
Entre 1916 y 1919 según todos los tratados, ocupa el cargo de Decano del Colegio de Abogados de Madrid, lo cual sería en principio incompatible con ser Presidente del Gobierno, como lo fue en dos ocasiones y luego Presidente del Senado, pero como no puedo dar una explicación razonable de lo que hoy sería una clara incompatibilidad, aquí lo dejo dicho, por lo que pueda valer, aunque visto lo antes escrito sobre el caciquismo, cualquier cosa parece posible.
Y así llegamos, en una permanente crisis política de sucesivos gobiernos conservadores y liberales, al verano de 1921 en que bajo la presidencia de Allendesalazar se produce el trágico “desastre de Annual” con la muerte de más de 10.000 soldados. Abierta causa para depurar responsabilidades en el Consejo Supremo de Guerra y Marina, cuando estaba a punto de debatirse en el Congreso el “Expediente Picasso”, se produce el golpe de Estado del General Primo de Rivera, dimitiendo el Gobierno que era presidido por nuestro protagonista de hoy, García Prieto. Se echó tierra sobre aquellos sucesos de 1921, de los que pronto sucederá el centenario, de forma que únicamente desde 1990 se ha podido conocer en su integridad el contenido del expediente.
Desde entonces García Prieto se mantiene al margen de cualquier actuación política y sólo ya depuesto del Dictador vuelve a ocupar su último cargo como Ministro de Justicia con el gobierno del almirante Aznar que desembocó en la convocatoria de unas elecciones municipales que trajeron la segunda República. Permaneció leal a Alfonso XIII y casi octogenario, falleció en San Sebastián en 1938, el que fuera cuatro veces Presidente del Gobierno, ocho Ministro y una Decano. Hoy día, hecho curioso, ninguna calle de Madrid recuerda al señor Marqués de Alhucemas, don Manuel García Prieto.